Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

13 de noviembre de 2018

Nuestro camino (II)

Resumir lo visto durante las siguientes tres etapas del trekking se me antoja imposible con unas pocas decenas de imágenes. Imposible hacerlo y transmitir además lo vivido y sentido en ese corto, pero intenso, espacio de tiempo.

En estas siguientes jornadas iremos desde Namche Bazaar, situado a tres mil cuatrocientos metros de altura, hasta una aldea emplazada en un ambiente espectacular, Dingboche, a mil metros por encima de aquel. Pero ese trayecto es mucho más que eso, vamos a pasar bruscamente de los espesos bosques que nos han venido acompañando desde el principio a los ecosistemas de alta montaña, de una atmósfera tropical y exuberante a otra alpina y austera, de los opresivos y angostos valles inferiores a los inmensos espacios abiertos de las cumbres, del verde intenso al hielo y la nieve, de las laderas fértiles y humanizadas a otro ambiente inhóspito y peligroso.

Pero vayamos por partes, nos habíamos quedado en la entrada del Parque Nacional de Sagarmatha, en su misma puerta, en la jornada quinta de nuestro camino. Una vez pagada allí mismo la entrada al parque continuamos peleándonos con los escalones, camino del centro neurálgico de la región del Khumbu: el ya citado Namche Bazaar. El permiso de trekking lo pagaremos poco antes de alcanzar esta población. Caminamos y seguimos absortos en lo que nos ofrecen no solo los paisajes boscosos, sino la propia cultura sherpa. Numerosas rocas pintadas jalonan nuestro caminar como las tres que muestran las siguientes imágenes tomadas en menos de siete minutos de marcha. Además, puentes colgantes, infinitos banderines de oración y las propias gentes con las que nos cruzamos hacen que la llegada a Namche sea motivo de satisfacción. El primer hito de la ruta lo hemos alcanzado, la capital del pueblo sherpa, mítica como lo es Skardú a las puertas del Karakorum o Lhasa a las del Tíbet.





Aunque el cielo a nuestra llegada a Namche Bazaar sigue estando nublado, la mañana del día siguiente amanece apoteósica y parece querer confirmarnos que el clima en las alturas nos dará una tregua y será compasivo con nosotros. Cielos casi completamente despejados nos permiten ver desde nuestras habitaciones las montañas que nos rodean por primera vez desde que hemos iniciado la marcha.


En Namche Bazaar generalmente todos los occidentales que pretenden llegar a los pies del Everest hacen un alto en la marcha de aproximación para dedicar aquí una jornada completa de aclimatación. A nosotros, aunque en realidad ya venimos aclimatando desde varios días antes que aquellos que vuelan directamente a Lukla y podríamos por lo tanto posponer ese día de aclimatación a cuando nos encontráramos a mayor altura, nos parece, sin embargo, interesante pasar aquí un par de noches porque ello nos permitirá, no solo afianzar nuestra aclimatación de cara a los cuatro mil metros que están por llegar, sino porque representa una buena disculpa para visitar algunas aldeas cercanas. Así pues, al igual que la mayoría de los trekineros, nosotros dedicaremos la sexta jornada a superar los tres mil ochocientos metros de altura en la que se sitúan las aldeas de Khunde y Khumjung. Estas dos aldeas se asientan en un gran rellano apto para el cultivo que quiebra las abruptas laderas que dominan el propio Namche Bazaar. Numerosos paisanos se afanan allí en recoger patatas y en segar el forraje o la cosecha de mijo. El trabajo en las pequeñas parcelas valladas parece incesante. Como no podía ser de otra manera, nosotros alcanzamos Khunde en medio de la niebla, y por momentos casi a tientas, aunque a estas alturas del viaje ya no nos contraría en absoluto. No hay prisa por recorrer el pueblecito y regresar, ya que cuanto más tiempo permanezcamos a mayor altura que el punto en el que luego vayamos a dormir, mejor para el proceso de aclimatación. Paseamos tranquilamente por sus callejas y entre las cortinas cultivadas, mientras nos dirigimos hacia el monasterio situado por encima del pueblo, dominándolo desde su ladera boscosa. Entrar en uno de estos santuarios budistas es algo que siempre sobrecoge, no solo por lo maravillosa y minuciosamente ornamentados que están, sino sobre todo por el ambiente de paz y espiritualidad que transmite y que te hace enmudecer. Un monje nos debe ver desde la ventana de alguna casita del pueblo porque, procedente de él, nos adelanta por el camino y nos pregunta si queremos visitar el monasterio, a lo que respondemos que sí, si es posible. Él saca un manojo de grandes llaves y nos lo abre. Espera con paciencia mientras contemplamos con asombro sus pinturas y cada rincón y cuando nos despedimos y lo abandonamos, cierra y se vuelve a bajar. Qué maravilla de lugar y de gente.









Desde el mismo monasterio podemos ver inmediatamente por debajo nuestro el pueblo de Khunde, y apenas unos metros más allá el de Khunjung, a donde nos dirigiremos a continuación.


Nuevamente nos acercaremos aquí hasta su monasterio después de una tranquila comida en uno de los modestos lodges-restaurantes que podemos encontrar en sus callejas. Tras la visita al mismo continuamos la ruta circular de la jornada, saboreando pausadamente el caminar junto a sus chortens, sus muros mani, los detalles de sus casas, de la atmósfera que imprime al lugar la pertinaz niebla, y de la tranquilidad que aún se respira en la aldea en estas fechas, sin las hordas de turistas que lo recorrerán dentro de tan solo unas semanas. Nosotros hoy, por el contrario no veremos a ningún otro forastero como nosotros. Seremos, quizás, los únicos que subamos hoy por aquí.






Imbuidos por todo lo que hemos visto y absorbido, impregnados por esa paz inmensa que transmiten estos espacios abiertos del Himalaya, descendemos por la tarde de nuevo a Namche Bazaar. Una vez en el alojamiento, preparamos lo necesario para la etapa de mañana, y barajamos las alternativas que tenemos para continuar, ya que hay varias rutas diferentes por las que se puede seguir.






Hoy dejamos atrás la capital sherpa por las mismas empinadas calles por las que ayer bajábamos. De las distintas opciones que nos brindan estos valles para alcanzar el campo base del Everest, decidimos continuar por la más clásica de todas ellas en dirección a Tengboche, ya que cuenta con el monasterio más famoso de la región. Dado que nuestra ruta pretende ser circular y probablemente regresaremos por otro valle -el de Gokyo-, nos lo perderíamos si optamos por otro camino de subida. Alcanzaremos, pues, Temboche en una jornada preciosa y mucho más cómoda que las anteriores, donde las interminables escaleras de piedra han dado paso a senderos de tierra infinitamente más llevaderos. Los porteadores que vamos viendo por el camino van ahora cargados mayoritariamente con los grandes petates de los occidentales que realizan el trekking, generalmente en grupos dirigidos por agencias. Ya no se ven tantos cestos de fibras vegetales, y muchos porteadores llevan dos y hasta tres de estos petates. En el Lodge donde nos alojaremos ya no estaremos solos, varios grupitos de turistas compartiremos el amplio salón común y las dos estufas de leña que caldean malamente la estancia.





A la mañana siguiente, antes de que los rayos de sol incidan sobre las cumbres que nos asedian, estamos haciendo fotos de montañas increíblemente esbeltas. Ha amanecido despejado y todo alrededor se tiñe de tonos azulados. Algunas nubes se forman y crecen junto a las bestiales paredes de hielo y roca, pero todas las cumbres permanecen despejadas en lo que será la tónica general de las siguientes mañanas. Vamos algunos de un sitio a otro con nuestras cámaras inmortalizando el monasterio y todo lo que nos llama la atención. ¡Cómo son estos extranjeros, queriendo atrapar con sus cámaras lo que es imposible capturar: la belleza y la inmensidad de la cordillera, su esencia y su alma!, pensarán los paisanos que nos observan, sin duda ya acostumbrados a vernos testarudos con nuestras cámaras fotográficas.


Obstinados, inmortalizamos una y otra vez los picos que nos rodean. Todos. Repetidamente. Por fin tenemos frente a nosotros cimas relevantes en la historia del alpinismo, como las del Kantenga y el Thanserku, de las que ya hace décadas leía yo algunas crónicas de ascensiones, de montañeros desconocidos que en sus laderas se transformaban en alpinistas. Pero por encima de todas tenemos delante nuestro la cumbre que nos ha traído hasta aquí, el Everest, la montaña de las montañas, la más grande, la más mítica, la más añorada por los alpinistas. La que es única, en definitiva. Sagarmatha, la Diosa Madre de la Tierra, escondida ahí, asomando detrás de sus escoltas, de cimas ya de por sí descomunales como el propio Lhotse y el Nuptse; vigiladas todas ellas por el Ama Dablam. Increíble tener todo ese mundo de paredes, crestas y cimas alrededor nuestro.

Han sido tantas veces las que hemos leído historias sobre ellas, tantos libros en la estantería que narran sus épicas, tantas las ocasiones en las que las hemos observado en fotografías y documentales, tantas las veces en las que hemos deseado contemplarlas en persona, que se nos hace irreal ser nosotros los que ahora estemos bajo su presencia.





El camino continúa, sin embargo; se suman los kilómetros y cómodamente seguimos ganando altura por senderos panorámicos que en todo momento nos permiten contemplar las montañas de alrededor. La mirada se nos imanta a las cumbres del Ama Dablam y del Everest, y a la inigualable barrera rocosa del Nuptse-Lhotse. ¿Cómo se puede no quedar hechizado por ellas?




















El límite superior del arbolado va siendo cada vez más evidente y observamos cómo termina por desaparecer; entramos en el mundo de la alta montaña, aún acompañados de fincas cultivadas. Detrás de nosotros quedan los bosques. No los volveremos a ver hasta dentro de diez largos días. Delante nuestro ya solo veremos una inhóspita alta montaña; una altísima montaña, salvaje y fría.





Tras pasar la aldea de Somare (en la foto superior) seguimos hacia Orsho (en la imagen siguiente), cuyo lodge a estas alturas de mediados de septiembre encontramos aún cerrado al público. Caminamos prácticamente solos. Nos cruzamos con algún que otro porteador y vemos algún occidental más, pero en general caminamos tranquilos, sin que el reducido trasiego de personas nos estropeé la sensación de libertad y soledad que tenemos, ni la percepción de estar donde y cuando queremos estar. Por senderos de tierra por los que disfrutamos transitar llegamos a la confluencia de dos tumultuosos ríos de montaña en las proximidades de unas praderas valladas y su humilde choza; nosotros dejaremos a la izquierda el valle que lleva al cercano Periche y ascenderemos por un evidente sendero que gana altura por la garganta de la derecha y que se adentra en el valle de Chukung, donde se ubica el conocido Island Peak. En la embocadura de este valle encontraremos la aldea de Dingboche, en donde nos hospedaremos otro par de días para continuar con la aclimatación. La elección no podrá ser más acertada. Dingboche, nuestro hogar durante las próximas dos noches, probablemente la aldea más acogedora de cuantas hemos utilizado para pernoctar. En este enclave todos los días tienen que ser, por fuerza, días maravillosos.

Mañana será, pues, un gran día.





30 de octubre de 2018

Nuestro camino (I)

Nuestro caminar por los valles de Nepal comienza bastante antes de aterrizar en el país. Meses de preparación, de decisiones sobre numerosas cuestiones, de selección del equipo a llevar, de investigación incluso, de no olvidarnos ni de los más mínimos pormenores hacen que vivamos el viaje desde mucho tiempo antes de comenzarlo. Como siempre hemos hecho, toda la escapada, logística e infraestructura la organizaremos nosotros mismos. No va a ver agencias intermediarias, no va a haber un guía de por medio que nos condicione decisiones, ni porteadores que carguen nuestro equipo, ni nadie que nos ayude en el país y en el que descargar alguna responsabilidad, por pequeña que sea. Esto supone un peso extra sobre nuestras espaldas, que deberán cargar no solo con el peso real de las mochilas, sino con el de un mayor compromiso personal; será, como siempre, un trabajo extra que nos exigirá tener suficiente información precisa y actualizada de cualquier aspecto relevante, y flexibilidad para adaptarnos a las circunstancias y situaciones que se nos presenten. Tendremos que tirar de nuestra experiencia para tomar cualquier decisión; si acertamos o nos equivocamos será nuestra entera responsabilidad. Será todo más complicado, sí, pero también más auténtico. Siempre hemos pensado que un país se conoce hablando con los paisanos, viajando como ellos viajan y yendo sin guías que te lleven y te traigan (y si algo te pueden contar -que sin duda será mucho, por supuesto-, seguro que está escrito en algún lugar, y también forma parte del placer de organizar el periplo el buscar esa información). Un viaje se vive avanzando por tu propio pie y desenredando sobre la marcha los problemas y los inconvenientes que surjan. Currándotelo tú, en definitiva. Porque en un verdadero Viaje, con mayúsculas, hay dos aspectos que para nosotros son fundamentales: por un lado, lo que ves o lo que haces en el lugar al que vas, y por el otro, el hecho en sí de viajar. Ambas cuestiones son para nosotros igual de fundamentales, y muchas veces pienso incluso que lo es más el propio viaje que lo que en él vemos o hacemos. De hecho a menudo he dicho que la montaña o la fauna, el lugar que vayamos a ver, o la actividad que vayamos a realizar no son en realidad sino la disculpa para salir de casa, pues el verdadero objetivo es peregrinar por la faz de la Tierra, nomadear por nuestro planeta.

Con este planteamiento aterrizamos el siete de septiembre en Kathmandú, semanas antes de que la temporada alta dé su pistoletazo de salida. Si nosotros hemos encontramos el barrio de Thamel aún con una relativa tranquilidad a primeros de este mes, los caminos hacia el Campo Base del Everest los vamos a ver prácticamente vacíos en las siguientes semanas, pues tradicionalmente en esas fechas aún colean los flecos del monzón -la temporada otoñal de trekkings en el Himalaya de Nepal no comienza hasta octubre, e incluye el mes de noviembre-. Por el contrario, en septiembre la cordillera se viste a diario de espesas nieblas y aún drena numerosas lluvias, a menudo suaves y en ocasiones intensas.

Pero además, a diferencia del grueso de montañeros y turistas (que no son lo mismo) que se dirigen al Everest, nosotros tenemos muy claro que no vamos a volar a Lukla. Nuestro objetivo es caminar desde Salleri, una población varios días a pie por debajo del conocido aeropuerto. Esta decisión, que a priori puede parecer secundaria, es crucial en el viaje y su planteamiento, pues condiciona diversos aspectos del mismo. Primero, porque alarga el número total de días necesarios para el conjunto del viaje, y no todo el mundo dispone de esos días extras. En segundo lugar, implica un mayor esfuerzo físico al sumar varios días de caminata con fuertes desniveles a un trekking ya de por sí bastante exigente. Por otro lado, mejora sustancialmente el proceso de adaptación a la altitud y a obtener una buena aclimatación a ella al salvar esos importantes desniveles durante un período de tiempo algo mayor, antes de dormir sobre los tres mil cuatrocientos de Namche Bazaar. En cuarto lugar, porque te olvidas de la climatología que pueda reinar en la cordillera y que imposibilita a menudo volar a -y sobre todo desde- Lukla. Esto representa un grave problema en numerosas ocasiones cuando el pequeño aeródromo deja de está operativo por las pertinaces nieblas que lo envuelven durante días y que lo vuelven extremadamente peligroso. En esos casos cunde primero el nerviosismo entre los occidentales que han concluido el trekking, y después la histeria cuando ven peligrar a su vez el vuelo de regreso a sus países de origen. Nosotros este problema no lo sufriremos yendo en jeep, y representa una ventaja y una tranquilidad que no tiene precio. En quinto y último lugar -y no por ello menos relevante cuando vamos los cuatro miembros de la familia- el viajar por tierra hasta Salleri implica un gran ahorro de dinero; no olvidemos que los treinta y cinco minutos de vuelo que hay entre Kathmandú y Lukla cuestan más o menos la mitad que el vuelo entre Madrid y Kathmandu. Si lo multiplicamos por cuatro pasajes de ida y vuelta ... ufff!!... da cosa pagarlo.

Aclaradas estas cuestiones, tomadas todas las decisiones definitivas con conocimiento de las implicaciones que acarrearán y con las mochilas preparadas, salimos de Kathmandu al amanecer de un 9 de septiembre de 2018 en un jeep rumbo a Salleri, por un itinerario que actualmente ya está asfaltado en casi su totalidad (¡¡¡menos mal!!!), y que aún así durará aproximadamente entre diez y doce agotadoras horas que nos dejarán molidos: ocho personas ocupando dos asientos pensados para seis no es el medio más confortable de recorrer estas carreteras llenas de curvas.


Tras dormir en el primer lodge de la ruta en el mismo Salleri, al día siguiente fotografiamos los primeros de los cientos de miles de pasos que daremos en los próximos veinte días, cargados por fin con nuestras mochilas y bajo un cielo desapacible.




Como ya esperábamos a comienzos de septiembre, estas primeras jornadas las disfrutaremos pasadas por agua. Ponchos y pantalones de agua serán dos elementos fundamentales del equipo en estas fechas. Pero no nos va a importar demasiado, estamos en Nepal, estamos en el Himalaya, caminando por sus inmensos valles, atravesando sus frondosos bosques y hemos iniciado por fin nuestra larga aproximación a las faldas de varias de las montañas más altas del planeta. Comenzaremos por los bosques tropicales y acabaremos pisando glaciares. Estamos simplemente felices. Y la lluvia forma parte de este paisaje.

En esta primera jornada de la ruta se recorren antiguos senderos que cruzan y cortan en varios puntos el trazado de la que será la futura carretera asfaltada a Lukla. De hecho, hasta Rigmo se sube cómodamente y durante gran parte del tiempo por la pista, ahora embarrada y enfangada tras el paso reciente del monzón, que parece haber paralizado por completo los trabajos de las retroescavadoras.



Pero no importa, el lugar y el ambiente nos asombran igual. Vamos viendo poblados, monasterios, casitas humildes, muros mani, banderas de oración y unos bosques y unos valles simplemente impresionantes, verdes, húmedos, cargados de helechos hepífitos, de grandes árboles y numerosos pájaros.









Durante las primeras jornadas recorremos una región que no hace demasiados años estuvo controlada por la guerrilla maoísta, y de cuyo recuerdo aún vemos algunas pintadas. Llegó a contar con varias decenas de miles de guerrilleros, de los cuales casi la mitad eran mujeres, y durante diez años -de 1996 a 2006 - controlaron gran parte de las zonas rurales del país, especialmente en el Sur. Se calcula que murieron en aquel conflicto armado unas 15.000 personas, la mayor parte de ellas a manos del ejército gubernamental, que como sucede a menudo, reprimió a la población con extrema dureza. En estas montañas la guerrilla nunca fue violenta con los turistas, a los que simplemente cobraban un impuesto revolucionario que les ayudaba a financiarse. El pago del mismo permitía al extranjero seguir con el trekking o la expedición. Si no se pagaba dicho impuesto se le impedía el paso y se le obligaba a dar media vuelta y regresar por donde había venido. Este impuesto al principio era de unas mil rupias (menos de ocho euros al cambio actual) para después subir a cinco mil (unos treinta y ocho euros). No eran más que campesinos organizados militarmente para echar del poder a una oligarquía autoritaria, corrupta y feudal, para acabar con el sistema de castas sociales y las desigualdades económicas, armados en sus comienzos con viejas y obsoletas armas de fuego. Entregaban al turista incluso un recibo por el pago del impuesto revolucionario, y que servía a su vez de salvoconducto para el resto del trekking, puesto que si era necesario se mostraba a otros guerrilleros que ya no le reclamaban pagarlo de nuevo. En fin, se me hace difícil imaginarme una situación de revolución armada en un país en donde la bondad de sus gentes es proverbial. Pienso en todo esto cada vez que pasamos junto la hoz y el martillo pintados en alguna de sus casuchas de madera o adobe.



Las jornadas se suceden y las aldeas van pasando. Nos vamos adaptando al peso de las mochilas, a los escalones de piedra de los caminos y a nuestros ritmos. Subimos a lo alto de los valles para bajar después a lo más profundo de sus gargantas y se van sumando los primeros miles de metros de desnivel positivo y negativo. Cruzamos los primeros puentes. Cuando no llueve y se deshilachan las nubes disfrutamos de los colores saturados por la humedad, de algo de paisaje y del propio placer de caminar. Las sanguijuelas son aquí una constante. Caen de las ramas de los árboles cuando llueve o se te suben encima cuando caminas o te paras, cuando apoyas la mochila sobre una piedra para descansar, o cuando rozas la vegetación con el cuerpo. Estamos atentos a ellas y nos quitamos varias cuando las descubrimos sobre la ropa, reptando por ella en busca de un trocito de piel; o cuando ya lo han encontrado y nos dejan un minúsculo circulito sangrante.












Las tres primeras jornadas nos llevan primero a Rigmo (lugar en el que nos juntamos con la histórica ruta procedente de Jiri, que usaron durante décadas todas las expedientes al Everest), de aquí a Jubhing y luego a Puiyan. Hasta ahora no nos hemos encontrado más que con un pequeño puñado de extranjeros; apenas una familia alemana, un chaval que viaja solo y dos chicos que van ya de bajada. Nada más. Eso es todo. No vemos turistas como nosotros, solo paisanos de la región. Hay niños en las puertas de las casas o en algunas escuelas. Los porteadores aún no los vemos cargando con petates occidentales correspondientes a las innumerables agencias de trekking, sino con sus cestos tradicionales acarreando productos locales. Los lodges que encontramos y que utilizamos para comer o dormir están vacíos y menos acondicionados que los que encontraremos más arriba. A uno de sus propietarios incluso le tenemos que hacer nosotros mismos la cuenta antes de marcharnos porque no sabe ni leer, ni escribir, ni usar la calculadora. En definitiva, caminamos por un Nepal más auténtico, menos transformado por el turismo, más real, donde aún la mayor parte de la población sigue viviendo de lo que le da la tierra.






Todo esto cambiará cuando en la jornada del cuarto día alcancemos el cruce de caminos entre Lukla-Namche Bazaar-Salleri/Jiri, y entremos de lleno en la ruta que utilizan los que han volado en avioneta. Nos alegramos enormemente de haber iniciado nuestro trekking varias semanas antes de que comience la temporada oficial, pues aunque notamos un aumento sustancial en el número de occidentales que vemos, aún seguirán siendo muy pocos y no tendrá nada que ver con la masificación que se sufre en plena temporada.


Y nos alegramos mucho más aún de haber optado por la opción del jeep a Salleri en vez del vuelo en avioneta cuando nos vamos cruzando con los primeros occidentales que regresan hacia Lukla tras su trekking y todos, sistemáticamente, nos van preguntando con caras serias si nosotros hemos volado al pequeño aeródromo. Cuando les decimos que no, que venimos andando desde Salleri, pierden interés en la conversación y se despiden. Nosotros los vemos marchar con la inquietud y la preocupación dibujadas en sus caras y nos reafirma en la idea de haber acertado plenamente al escoger la opción de una aproximación por carretera.

Continuamos subiendo escalones hacia el cielo, cruzando puentes sobre aguas blancas y rugientes, dejando atras pequeñas aldeas y sobrepasando sus piedras y muros mani. En esta cuarta jornada nosotros alcanzaremos Phakding, ya en el camino habitual para quienes han volado a Lukla, y desde donde se afronta la subida final a Namche Bazaar, primer objetivo en todo trekking al Everest, capital del pueblo sherpa.
















Entramos por fin en el Parque Nacional de Sagarmatha, empezamos a ver otros grupos de montañeros y ahora sí, sentimos que sí somos nosotros los que damos pasos hacia el Everest, presentimos que ya nada nos puede detener, y menos aún la lluvia o las sanguijuelas. A partir de ahora percibimos que se acerca la alta montaña con sus cielos más despejados. Atrás han quedado ya algo más de medio centenar de kilómetros atravesando bosques y terrazas cultivadas, de toboganes ladera arriba y abajo, de escalones infinitos que nunca acaban; cuatro mil metros de subidas acumuladas y otros tantos de descensos. Todo se va sumando en nuestras piernas y en nuestros recuerdos.

A estas alturas del camino ya conocemos nuestro ritmo.