Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

14 de mayo de 2019

El señor de las llanuras

La avutarda común (Otis tarda) tiene el honor de ser el ave más pesada con capacidad de volar del mundo, junto con su pariente la avutarda kori, ligeramente mayor. Los diez y nueve kilogramos que han llegado a alcanzar algunos machos capturados en nuestro país los sitúa en el límite mismo de poder hacerlo. Hasta hace poco tiempo la familia Otididae a la que pertenecen estas aves se incluía en el Orden de las Gruiformes, pero en la actualidad se las engloba en el Orden Otidiforme.


Originariamente la especie evolucionó en las grandes estepas del centro de Asia comformadas por infinitas praderas naturales que no tenían fin. Con la generalización de la agricultura se extendió por el resto del continente y alcanzó Europa ocupando los nuevos ecosistemas que hoy denominamos pseudoestepas, estepas cerealistas o, más rigurosamente, agroestepas. La especie disfrutó entonces de una notable expansión hasta que los cambios de los modelos productivos en el campo comenzaron a afectarle negativamente, demostrando ser una especie extremadamente sensible a la degradación de su entorno. La globalización imparable que propició el abandono de sistemas agropecuarios tradicionales, la apuesta por una agricultura intensiva apoyada en potentes venenos y abonos químicos, la notable expansión de los regadíos, la mecanización del campo, la proliferación de concentraciones parcelarias e infraestructuras viarias, la roturación de la mayoría de los pastizales naturales, el empobrecimiento del ecosistema con la eliminación de lindes y perdidos, y la perversa homogeneización del uso del suelo con la subsiguiente pérdida de diversidad en todos los ámbitos, junto con la enorme presión cinegética que sufrió la especie, hicieron que en la última mitad del siglo pasado iniciara un inexorable retroceso que la llevó a la extinción de la mayor parte de Europa, hasta el extremo de que en la actualidad el 60% de la población europea se encuentre en la Península Ibérica, y que aquí la especie se mantenga en una difícil estabilidad desde que en la década de los ochenta se prohibiera su caza. Durante las últimas cuatro décadas la población ibérica, aunque no parezca tener una tendencia regresiva, tampoco acaba de recuperarse, ni en número de individuos ni en territorio ocupado.

Junto a todas esas afecciones se vino a sumar el aumento en sus áreas de distribución de alambradas para el cerramiento de fincas y, sobre todo, el de líneas de alta tensión para la evacuación y transporte de suministro eléctrico, lo que en los últimos años están provocando la pérdida de numerosos ejemplares por colisión. Tal es así, que en la actualidad los tendidos eléctricos se han encumbrado en la causa de mortalidad no natural más relevante, incluso en algunas áreas declaradas ZEPA o LIC.

Todos estos problemas podrían llegar a minimizarse si no fuera porque la productividad de la especie es extraordinariamente baja, existiendo estudios que asustan al advertir que en algunas de las poblaciones mejor estudiadas de nuestro país por cada hembra llega a alcanzar la edad adulta un solo pollo cada diez años (Morales et al., 2002; Alonso et al., 2009). Si pensamos que la puesta anual es de entre uno y tres huevos por nido, y que se estima que en libertad las avutardas llegan a vivir entre diez y quince años, esto significa que la tasa de reposición anual probablemente no supere la de mortalidad en gran parte de las subpoblaciones.

Y una última cuestión: tampoco ayuda mucho al aumento de su área de distribución el que sea una especie en el que las hembras presentan una muy acusada filopatría, es decir una fuerte tendencia, en este caso por parte de las hembras jóvenes, a establecerse como reproductoras en las áreas donde han nacido y crecido, dificultando y ralentizando la colonización de otras áreas mejor conservadas. Obviamente los machos jóvenes sí presentan un claro patrón dispersante como medida evolutiva para evitar la consanguinidad.

Todo lo expuesto de modo conciso en los párrafos anteriores viene a explicar el por qué las poblaciones ibéricas de esta otididae llevan años estabilizadas, en el mejor de los casos, si no disminuyendo de modo paulatino hasta extinguirse localmente en algunos enclaves. Y todo ello a pesar de contar con amplias regiones cubiertas de llanuras cerealistas que a priori podrían representar hábitats idóneos para su ocupación. Si para el conjunto de la especie en el mundo se barajaban en 2008 cifras de entre 43.000 y 51.000 individuos, solamente para la Península Ibérica los muestreos ya sumaban entre los 30.900 y 31.400 ejemplares de avurtarda, -de los cuales 1.400 eran censados en Portugal- (Palacín y Alonso, 2008). Ello evidencia la responsabilidad que a nivel mundial tiene nuestro país en la conservación y recuperación de esta magnífica especie.

Aparte de todas estas consideraciones sobre la salud poblacional de la avutarda, habría que indicar que la especie es considerada a nivel mundial principalmente como migradora (y en menor medida como migradora parcial), mientras que de modo específico en la Península Ibérica mayoritariamente es etiquetada como migradora parcial. Esto viene a decirnos que hay un determinado número de ejemplares en España y Portugal con un claro comportamiento migratorio, mientras que otros se presentan eminentemente como sedentarios. Este comportamiento además es, en líneas generales, diferente para cada sexo, siendo los machos más proclives a migrar que las hembras y a más distancia que aquellas. Además se ha comprobado que los ejemplares migradores o sedentarios presentan una fuerte constancia en sus respectivos patrones de movimientos estacionales, es decir, que los que migran lo hacen siempre cada temporada, y los que se muestran sedentarios nunca realizan este tipo de desplazamientos dispersivos estacionales.

Como ya hemos apuntado en los primeros párrafos, el hábitat óptimo en la Península Ibérica lo constituyen las llanuras agrícolas dedicadas principalmente a cereal de secano y a ciertas leguminosas, acompañadas de un mosaico de barbechos, rastrojos, praderas de pastoreo en extensivo, parcelas con arbolado disperso -por ejemplo, encinas-, así como cultivos de almendros, olivos o viñedos. Requisito sine qua non para la existencia de esta especie es que las injerencias humanas en sus territorios sean mínimas, algo que cada día parece más complicado de conseguir en nuestras estepas agrícolas como consecuencia de la proliferación de infraestructuras y urbanizaciones, así como por la intensidad con que son explotadas, con nuevas siembras de ciclo corto que hacen que las faenas agrícolas aumenten cada año, interfiriendo en el normal desarrollo del ciclo reproductivo y aumentando, por ende, el grado de molestias directas.



No cabe duda que la avutarda es un ave que llama nuestra atención por su gran tamaño, lo que la convierte en algo insólito en nuestros campos cerealistas, donde estamos acostumbrados a observar especies de pequeño tamaño: aláudidos, perdices y codornices, liebres, aguiluchos y poco más. En este entorno, toparnos con un ave que en el caso de los machos puede superar el metro de altura y los dos metros y medio de envergadura no deja de ser algo verdaderamente sorprendente.

Sin embargo, su proverbial desconfianza hace que no sea nada fácil poder observarla de cerca. A menudo las podemos ver apeonando como las perdices por el campo cultivado, alejándose de nosotros aunque estemos a varios cientos de metros de distancia. Son reacias a volar y solo cuando creen que nuestro atrevimiento es excesivo deciden despegar los pies del suelo, alejándose definitivamente del supuesto peligro. Pero no penséis que nos van a permitir ni un prudente acercamiento al bando antes de levantar el vuelo; lo harán sin duda mucho antes de que nosotros pensemos que estamos rebasando su distancia de seguridad. A varios cientos de metros de distancia ya las veréis con el cuello muy erguido sopesando si nuestra actitud es suficientemente sospechosa como para marcharse volando. Por otro lado, que solo presente tres dedos en las patas es un claro indicativo de su perfecta adaptación a caminar como medio habitual de locomoción.



Para el fotógrafo esta especie representa un reto complicado. Su hábitat, en general desarbolado, no ayuda en lo más mínimo a que un hide pase desapercibido, lo que unido a su extrema desconfianza ante cualquier objeto que inexplicablemente sobresalga de la línea horizontal de la llanura harán que rodee a gran distancia nuestro escondrijo. En estos casos solo un elemento que sea previamente conocido por ellas desde semanas o meses antes hará que no desconfíen. Y aún así, ojo con que de ese cubículo salga un ruido sospechoso, un click desconocido, un susurro, el roce de una prenda,... En fin, que ni cuando están los machos más encelados levantan la guardia o se distraen; en todo momento se presentan vigilantes, suspicaces y atentos a cualquier alteración de alrededor, emprendiendo una discreta -o no tan discreta- retirada si lo creen necesario.

Sin embargo, la avutarda regala a quien quiera esforzarse en verlo con uno de los espectáculos anuales más llamativos de la naturaleza en nuestros campos ibéricos, comparable con los combates de las cabras monteses, la berrea de los ciervos, el paso del Estrecho o la migración de las grullas y los ánsares. Obviamente me refiero a la "rueda", el cortejo de los machos en el período de celo.






Las avutardas, como todos sabemos, realizan este espectáculo natural en las denominadas "arenas" nupciales, conocidas habitualmente con la palabra sueca "lek". Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los leks de otras especies, como por ejemplo el de los urogallos, donde los machos se agregan en un espacio reducido a donde llegarán también las hembras para escoger al mejor de ellos, en las arenas de las avutardas la superficie ocupada para sus exhibiciones pueden ser incluso de varios cientos de hectáreas. Este tipo de leks son conocidos por los zoólogos como "leks dispersos", pero no específicamente por sus dimensiones, sino porque en ellos los machos se pavonean a veces muy alejados unos de otros en esas áreas tan amplias por las que se mueven las hembras mientras se alimentan. Puedes verlos convirtiéndose en bolas blancas aquí o allí, separados unos cientos de metros entre sí, o caminando a lo Cherokee, como dice el bueno de mi amigo Miguel, cuando los ve exhibiéndose enhiestos con las plumas de la cola erizadas completamente, y a quien le debo las ruedas de esta primavera, pues sin su ayuda y conocimiento no hubiera podido estar tan cerca de ellas. Los machos más jóvenes, generalmente de menos de cuatro o cinco años, sin embargo, a veces permanecen juntos caminando por la zona.






No ha sido fácil fotografiarlas. Quizás este invierno suave ha adelantado el celo. O quizás yo haya llegado tarde. Quizás incluso haya sido un celo "rarito", no lo sé, en años próximos la experiencia me irá enseñando cómo funciona este animal para economizar esfuerzos y maximizar los resultados fotográficos. El caso es que no ha sido sencillo trabajar con las avutardas. Muchas jornadas, muchos madrugones en los que el despertador ha estado sonando intempestivamente entre las 4:30 y las 4:45 de la madrugada para estar sentado dentro del hide antes de amanecer, mucho frío con los pies empapados por el rocío de la mañana, muchas horas sin nada a la vista en las que el ebook salvó la mañana, ...

Sin embargo, cuando tienes no una, si no dos ruedas entre treinta y cinco metros y cincuenta de distancia, se te olvidan todos los esfuerzos y sufrimientos, el frío y el aburrimiento que has pasado hasta entonces. Presenciar delante a una hembra que le hace carantoñas al macho y estar apunto de ser testigo de una cópula delante tuyo ha sido toda una experiencia imposible de olvidar. Casi. Por los pelos. O mejor dicho, por las plumas ... Tener delante a un macho adulto junto a una hembra y observar la diferencia de tamaño existente entre ellos es la mejor manera de comprobar el famoso dimorfismo sexual del que tanto se habla en todas las publicaciones sobre la especie, y que respecto del peso y tamaño pasa por ser uno de los mayores del reino animal. Los machos llegan a pesar el doble que las hembras, mientras que en lo referente a sus dimensiones ellos llegan a ser algo más de un tercio superiores a ellas. Estas diferencias morfológicas entre ejemplares de diferente sexo se diluyen bastante cuando las condiciones de observación no son las adecuadas y lo que tenemos delante son jóvenes ejemplares de machos aislados -y generalmente a bastante distancia- cuyos caracteres sexuales secundarios no están aún plenamente desarrollados (anchura y coloración del cuello, la banda blanca en la parte inferior del ala cuando esta permanece plegada, barbas, ...); entonces diferenciar el sexo puede no ser tan sencillo como la literatura científica parece indicarnos. Sin duda, fuera de la época de reproducción esa diferenciación puede complicarse todavía más.



La avutarda es un ave críptica en el suelo, capaz de pasar desapercibida ante los ojos de un depredador a pesar de su descomunal tamaño. Sin embargo, cuando llega la época de celo los machos se convierten en verdaderas antorchas vivientes, mostrando su níveo plumaje como si de un faro se tratara a todo aquel que se encuentre a cientos de metros a la redonda. A menudo escoge tesos elevados en aquellas tierras onduladas que le brindan la oportunidad. Desde ellos una bola blanca se convierte en un reclamo imposible de no ver. Y es que su mimético plumaje esconde bajo un profuso barreado ocre y negro abundantes plumas y plumones blancos, que serán solo visibles durante las ruedas del cortejo y en pleno vuelo. Baja entonces el macho las alas y las voltea hacia adelante, al tiempo que levanta y vuelve hacia la espalda las rectrices de la cola y, erizando todo el plumaje exterior, deja visible el blanco más puro que se pueda ver en estas llanuras. Además, eriza las grandes barbas que le crecen bajo el pico cada primavera de hasta veinte centímetros de longitud, y las levanta por delante de su cara; estas barbas son las causantes de que se les apode "barbones" a los machos más grandes. Hincha el saco gular del cuello, que en esta época se presenta muy voluminoso y adornado de un intenso color teja, y se agacha hacia adelante hasta casi rozar el suelo. En esta posición da pequeños pasos en redondo a un lado y a otro mostrándose como una verdadera bandera blanca en todas las direcciones. Está haciendo la rueda. Un sonido gutural hueco y apenas audible completa la exhibición, que mayoritariamente tiene lugar en las primeras y últimas horas del día.

Si eres una hembra de avutarda debe ser irresistible, sin duda.





Los machos mantienen unas jerarquías muy marcadas, y no es difícil observarlas a veces. Mientras contemplas a un ejemplar evolucionando por la zona, puedes en ocasiones observar un cambio de actitud, a veces muy sutil y en ocasiones no tanto. Entonces ves que inicia un prudente desplazamiento a otro punto, justo antes de que entre en escena otro ejemplar que a ti te parece de corpulencia similar, pero que evidentemente a él no. Se aparta ante la llegada de un congénere de rango superior. Estas jerarquías se establecen a comienzos de temporada y en ocasiones incluyen peleas entre machos de similar fortaleza. Para cuando llega el momento de las ruedas lo normal es que ya estén plenamente establecidas.

Dos ruedas a las 8:00 y a las 10:00 de la mañana hicieron de aquella una jornada francamente memorable, difícil de olvidar, por no decir imposible. Las pocas horas de sueño, los kilómetros conduciendo de noche, el largo paseo a oscuras hasta el hide cargado con todos los pertrechos, el frío y la humedad del rocío, las jornadas anteriores en las que se había vuelto uno de vacío, todos los sacrificios, de repente, merecieron la pena. Ya estoy contando los días para que llegue la siguiente primavera. Seguro que los futuros sacrificios volverán a compensar cuando uno de estos machos imponentes se pavoneen delante de una hembra y sin saberlo nos brinden la oportunidad de volverlos a disfrutar.

Nota: todas las imágenes que aquí vemos están hechas en la provincia de Salamanca, en todos los casos desde hides particulares, y se presentan en formato original, sin recortes ni reencuadres.

29 de marzo de 2019

El inesperado

El no invitado. Este elemento se presentó a la mesa sin que nadie lo invitara, aunque como buen anfitrión me cuidé de no hacérselo saber y me comporté con la mayor de las hospitalidades de que hago gala. Dejé que comiera sin reparos hasta que, igual que vino, decidió dejarme. Quizás nos volvamos a ver en algún otro ágape, ¡quién sabe!


El buitre negro (Aegyius monachus), del que ya hemos visto aquí imágenes en varias ocasiones, es un ave formidable que engancha a quien lo tiene cerca. Su presencia altiva le confiere un aire de nobleza y majestuosidad que no presenta su primo, el buitre leonado. Siempre ha sido eso lo que más me ha llamado la atención de este animal, al que Félix Rodríguez de la Fuente llamaba "el monje". En esta ocasión la carroña tierna de una cordera que había muerto el día anterior, fue suficiente para que desayunara cómodamente, sin tener que compartir con otros invitados el plato. De hecho yo no esperaba a este comensal, sino a mis amigos los milanos, lo que hizo que la distancia al mantel fuera escasa para mi teleobjetivo. No fue fácil hacer que entrara todo su enorme corpachón en los encuadres, e hice lo que pude o supe. El convertidor 1,4X permitió acercarme un poquito más aún (por si no estaba ya demasiado cerca) y sacar algún detalle de su comportamiento a la hora de alimentarse. Siempre se comenta que esta especie prefiere la carne a las vísceras -al contrario que el leonado, que no le hace nunca un feo a buen paquete intestinal- y en esta ocasión cumplió con lo esperado. Desgarraba tiras de músculo con la sencillez con la que el cuchillo de un matarife hace su trabajo, sin esfuerzo alguno. Se olvidó por completo de las vísceras que afloraban por el vientre, abierto por un perro previamente, y se centró en patas y hombros. El poco peso de la cordera para un ave de este tamaño facilitaba al buitre moverlo sin miramientos de un sitio a otro.







El comportamiento de los buitres delante de una carroña siempre es una caja de sorpresas y la incertidumbre está asegurada. Pueden posarse a cincuenta metros de ella y tumbarse al sol toda la mañana sin acercarse a comer para luego partir volando con tranquilidad y sin probar bocado, o pueden estar una semana rebañando una carcasa reseca y despreciar una oveja nueva a poca distancia durante tres días para, finalmente, marcharse sin probarla.

¡Excéntricos!

Este ejemplar adulto estuvo alimentándose solo, sin el incordio de ningún otro congénere cerca con el que pelearse por la pitanza, lo que le permitió hacerlo con relativa rapidez, hasta que decidió volar a media mañana. Sin embargo, cuando algunos ejemplares entran solitarios o en un número muy reducido a una carroña lo normal es que el nerviosismo y la intranquilidad hagan que estén atentos a todo cuanto les rodea, y eleven el vuelo al menor atisbo de peligro. De ahí que les guste alimentarse en espacios abiertos, lo que les facilita controlar posibles enemigos. Este ejemplar actuó como era de esperar: tardó en entrar a la carroña, andando con precaución desde el punto en el que se posó previamente, a cincuenta o sesenta metros de distancia; luego, una vez que empezó a saborear la carne roja, se relajó y comió con tranquilidad hasta que decidió que era suficiente y se marchó. Nunca llegó a mirar hacia el hide buscando la procedencia del ruido de mis disparos. No hubo molestias humanas de otro tipo, ni vehículos pasando cerca, ni ciclistas, ni perros. Nada. Todo transcurrió en perfecta armonía. Y así, sin estreses de ningún tipo, comió y se fue, lo que resulta en un verdadero placer el hecho de enclaustrase en el hide. Por la tarde cinco negros y varios leonados volvieron a entrar al cadáver y dieron buena cuenta de lo que quedaba de él, aunque yo ya no andaba por la zona.

Nota: como siempre, fotos en formato original, sin recortes o reencuadres.

1 de marzo de 2019

Los viajeros que llegaron del Gran Norte

De entre las citas que naturalistas, biólogos y documentalistas inexcusablemente tenemos cada final de año con la vida salvaje una resulta especialmente llamativa y espectacular. Con un trompeteo familiar que asociamos a los cortos días invernales, las tropas en formación de unas aves inconfundibles nos sobrevuelan cada otoño reclamando nuestra atención, fieles a su cita migratoria. Nómadas del Paleártico, del enorme y lejano Gran Norte, las grullas comunes (Grus grus) nos han visitado un invierno más, escogiendo nuestros campos adehesados, las tierras de labor con el incipiente brote de sus simientes y algunos humedales para recalar con nosotros durante los días más crudos del invierno, dejando por unos meses silenciosas sus regiones de reproducción, en el norte de Europa y Asia. Apunto ya de abandonarnos (muchas ya lo han hecho) vamos a repasar algunas fases de la vida de estas grandes viajeras como tributo a su fidelidad.


DESCRIPCIÓN
La grulla común es un ave del orden de las Gruiformes y de la familia de las Gruidae, y si aún queremos afinar más podríamos decir que pertenece además al género Grus, junto con otras nueve especies de grullas. Tiene un tamaño similar o algo superior a nuestra familiar cigüeña blanca, y su envergadura alar puede superar cómodamente los dos metros. Se trata, pues, de un ave de gran tamaño, de alrededor de cinco kilogramos, pero de aspecto muy estilizado y esbelto, con cuello largo y delgado, y patas finas y no menos largas, perfectas para moverse en las marismas y turberas que forman parte de su hábitat, y presentando un aspecto menos corpulento y macizo que el de las citadas cigüeñas. A su apariencia estilizada contribuye, sin duda, sus andares elegantes y pausados, como de refinadas criaturas. No presenta dimorfismo sexual, machos y hembras son indistinguibles a simple vista y solo mediante medidas biométricas con el ejemplar en mano se podría determinar su género, aunque un observador experimentado podría llegar a diferenciar a los miembros de una pareja por su comportamiento durante el cortejo. El plumaje general es de color gris ceniza en los adultos y pardo claro en los juveniles. La cabeza de los primeros presenta una combinación de colores blanco, negro y rojo muy característica: el píleo se muestra desprovisto de plumas y con un significativo color rojo, que puede ser de diferente tamaño y longitud según los individuos, desde un simple cuadrado a una larga ceja que cae hacia la nuca. Los ojos generalmente son naranjas o rojos, pero con excepciones, no siendo extraño observar algunos ejemplares con el iris en tonos ambarinos o crema claros. Pollos y juveniles los tienen de color castaño oscuro.





Por la frente, entre el pico de tonos verde oliva y los ojos, y descendiendo por la parte delantera del cuello presenta una gran franja gris oscuro. Además, contrastando con ella, desde la posición de los ojos arrancan sendas franjas blancas que se juntan tras la nuca y bajan por la parte posterior del cuello. Detrás, la piel desnuda del píleo rojo y otra pequeña porción de plumas gris pizarra en la nuca.


La cabeza de los juveniles muestra un pico de color rosado en su base y no presenta ese patrón de colores gris y blanco altamente contrastado que vemos en la cabeza de los adultos, ni la calva roja del píleo, siendo en general acorde con los tonos pardos y apagados del resto del cuerpo. Como ya hemos advertido, los iris de sus ojos son de color marrón más o menos oscuro. Sin embargo, estos pollos, aproximadamente cuando llegan a nuestro país en su primer viaje migratorio -octubre o noviembre- realizan una primera muda parcial del plumaje y durante el final del invierno otra segunda, también parcial. Esto, unido a la diferencia de edad de cada ejemplar, hace que se pueda observar un amplio abanico de combinaciones en los colores del plumaje -en general, y en los de la cabeza en particular- intermedios entre el propio de un juvenil y el definitivo de un adulto, que se alcanza completamente pasados dos o tres años.






Así, podemos ver ejemplares que parecen adultos pero no ostentan en este momento la mancha roja de la cabeza, ni el blanco puro de las mejillas y parte posterior del cuello.


O nos podemos encontrar con ejemplares que combinan en el plumaje general del cuerpo los normales tonos pardos de los juveniles con el patrón de colores clásico de los adultos en cabeza y cuello, incluida la calva roja del píleo.


En otras ocasiones podremos observar animales con el plumaje de un ave adulta de color gris ceniza típico, en el que solamente asoma la incipiente mancha roja de la cabeza.


En vuelo las plumas primarias y secundarias de los adultos se muestras negruzcas, como una franja oscura respecto del gris claro general del resto del cuerpo.



Los adultos ostentan, además, unas curiosas y llamativas plumas terciarias, despelujadas y colgantes, fácilmente confundibles con una "cola" desordenada, de color gris y extremos negros, que pueden erizar a voluntad durante el cortejo. Se podría pensar en un primer vistazo que se trata de las rectrices de la cola o de las supracobertoras caudales, pero es cuando abren las alas cuando el observador atento puede darse cuenta de que realmente no es así, sino que, por el contrario, se trata de las mencionadas plumas rémiges (también llamadas remeras) terciarias las que dan forma a esta peculiar "cola".




DISTRIBUCIÓN Y RUTAS MIGRATORIAS
La grulla común ocupa un amplio territorio en el norte de Europa y Asia, abarcando desde Noruega a gran parte de Rusia y norte de Mongolia. Su población es migratoria y abandona cada año sus regiones de reproducción para invernar en el sudeste chino, India, regiones de Oriente Próximo, algunos pocos enclaves del este y norte de África, así como en el sur de la península ibérica y humedales concretos de Francia (Lac du Der-Chantecoq y Arjuzanx).


El grueso de su población occidental, la que a nosotros nos incumbe pues parte de la misma es la que nos visita cada temporada, presenta varias rutas migratorias principales, aún sin olvidarnos de que un número reducido de ejemplares "ataja" entre ellas. Los ejemplares que se reproducen en Noruega, Suecia, Dinamarca y norte de Alemania, junto con un porcentaje pequeño de grullas finlandesas que se desvían hacia el oeste de su ruta principal y una minoría inapreciable procedente de las repúblicas bálticas y Polonia, son los que, tras hacer alguna escala en diversos puntos de Francia, sobrevolarán finalmente los Pirineos y se establecerán en la Península. Esta ruta, como si de una amplia cinta transportadora de unos 300 km de ancho se tratara, es una de las dos autopistas principales que utilizan en el sector más occidental de su área de distribución. Algunas de estas grullas cruzarán el estrecho de Gibraltar e invernarán en el norte de África, en un número muy reducido y cada vez probablemente menor. En diciembre de 2013, por ejemplo, se censaron 90.085 grullas invernando en Francia, 223.639 en España, 6.546 en Portugal y 326 en Marruecos. El período que dura la migración puede ser muy variable dependiendo principalmente de la disponibilidad de alimento y de las condiciones climatológicas, pero grullas marcadas en Alemania, por ejemplo, han dedicado entre solo tres días y casi un mes (28 jornadas) en alcanzar sus cuarteles de invernada en España.


Dos factores son decisivos a la hora de concentrar los flujos migratorios de las grullas hacia el sur: por un lado las propias condiciones meteorológicas y por otro la disponibilidad de alimento, siendo desde mediados de octubre a principios de diciembre el período de tiempo en el que se concentran la mayor parte de los desplazamientos hacia la península ibérica. Tras superar los Pirineos por Navarra o Aragón, el grueso de las grullas recala actualmente en la laguna de Gallocanta, extenso humedal ubicado a caballo entre las provincias limítrofes de Zaragoza y Teruel, aunque también algunas usan el embalse de la Sotonera (Huesca) para hacer un primer descanso tras el salto de la cordillera pirenaica. Y digo "actualmente" porque hace unas cuantas décadas era un ave completamente desconocida en las comarcas de Jiloca y Daroca; así, hablando con gente de los pueblos que circundan Gallocanta te cuentan cómo de niños no veían nunca estas aves. En la actualidad hay ejemplares que se quedan todo el invierno en esta laguna endorreica, pero la gran mayoría, tras descansar y reponer fuerzas en ella durante un período de tiempo muy variable que oscila entre un solo día y más de cuarenta, continúa camino hacia las dehesas y tierras de labor que tapizan el SO peninsular, especialmente a las dehesas extremeñas.



Estas rutas migratorias son conocidas ampliamente tras años de anillamientos científicos y gracias al seguimiento y estudios que numerosos investigadores han llevado a cabo desde hace varias décadas. Según las normas establecidas y coordinadas por el European Crane Working Group para el marcaje de las grullas se procederá a colocar en la tibia izquierda de las aves tres anillas de diferentes colores en función del país en el que se haya realizado el anillamiento, mientras que aquellas que abracen su tibia derecha individualizarán al ejemplar concreto del resto de congéneres. Así mismo, un reducido número de ejemplares han sido equipados con emisores GPS para su localización vía satélite.


Según las combinaciones de colores que observamos en la tabla superior podemos comprobar cómo el juvenil de la imagen inferior en base a las anillas que porta en su tibia izquierda fue anillado en Alemania, mientras que el adulto del recuadro lo fue en Finlandia. Ambas imágenes fueron obtenidas el 14 de febrero de este 2019 en Bello, en la parte turolense de Gallocanta, y a través de la plataforma iCORA que recoge todos los datos sobre el anillamiento de las grullas y de la Asociación Amigos de Gallocanta que me los remitieron muy amablemente con posterioridad, podemos saber mucho más acerca de estos dos ejemplares. Por ejemplo, que el pollo es un macho anillado el 7 de julio de 2018 al NE de Berlín, en Alemania, en una lugar rodeado de lagos, bosques y campos cultivados conocido como Senftenhütte, en Brandemburgo. Formaba parte de una nidada de dos pollos. Hasta el 17 de octubre fue localizado en otras 10 ocasiones siempre por la región (Althüttendorf), y siempre a pocos km. del lugar de anillamiento. Algo más de un mes después, el 23 de noviembre, fue visto de nuevo tras su primera migración, esta vez en Bello (Gallocanta, Teruel) a 1.768 km de distancia formando parte de la unidad familiar al completo. Con posterioridad se le ha podido seguir observando en otras tantas ocasiones por la zona.

Por su parte, si el ejemplar del recuadro es el que esos días se dejó ver por la zona de la laguna de Gallocanta, a pesar de que no se le ven las dos anillas inferiores de su tibia derecha, sería un ejemplar de sexo desconocido anillado en Maaninka, Finlandia, un 22 de julio de 2013 a 3.128 km. Desde entonces se tiene medio centenar largo de registros de este ejemplar, generalmente en Suecia y Alemania, con un par de citas de invernada la temporada 2015-16 en Francia (Campuzan, Midi-Pyrénées), otra en Aragón en la invernada de 2017-18 (Farasdués) y unas pocas más en la presente invernada 2018-19 en Bello (Gallocanta).

Sin lugar a dudas, conocer algo más de la vida de los ejemplares que fotografiamos y observamos en el campo no deja de representar un importante interés en sí mismo, un foco más de curiosidad añadida a nuestra pasión por la fauna.

La migración suele hacerse a menudo en grupos familiares, pues se mantienen aún estrechos lazos de unión entre los miembros de una misma familia durante el primer invierno. Los adultos, por ejemplo, muestran todavía un alto grado de atención hacia sus pollos de la temporada, lo que conlleva un aumento del tiempo que dedican a la vigilancia en detrimento del empleado en su alimentación con respecto del estudiado en congéneres adultos sin crías a su cargo. Suele ser muy normal ver a las unidades familiares compuestas por los dos adultos y uno o dos juveniles, que permanecerán acompañando a sus progenitores hasta su total independización al año siguiente.


En general los individuos suelen ser fieles a sus lugares de invernada, especialmente si son adultos, regresando a los mismos lugares cada año, siendo precisamente los juveniles los que pueden variar estas rutas o sus paradas de descanso con mayor facilidad. También se ha observado que los adultos cambian estas rutas cuando se emparejan por primera vez, aunque no se ha podido estudiar de qué modo se producen estos cambios.

Durante el regreso a sus áreas de reproducción en el norte de Europa el tiempo de permanencia que emplean las grullas en los puntos y zonas de paso migratorio depende únicamente de las condiciones climatológicas y no de la disponibilidad de alimento -como sí sucedía en el descenso otoñal-, frenando o acelerando el viaje hacia el Norte en función de la meteorología. De este modo, durante la migración prenupcial una grulla puede permanecer entre 5 y 8 días en Gallocanta antes de continuar su ruta. El momento en el que el gran bando de miles de grullas decide dar el pistoletazo de salida hacia la etapa pirenaica oscila entre las 9:00 y las 12:00 de la mañana, cruzando la cordillera mayoritariamente por los altos collados de los valles de Roncal, Ansó y Hecho.

¿CUÁNTAS GRULLAS INVERNAN EN LA PENÍNSULA?
Es difícil de calcular, pero en estas últimas décadas en las que se ha censado la población parece probada una tendencia positiva desde aquella primera estima mediante encuestas que realizó Bernis en un ya lejanísimo 1960, cuando se calcularon con una metodología a todas luces insuficiente unas 10.000 aves. Si en 1980 Fernández-Cruz M. et al. estimaron 14.000 individuos, en 1985 fueron 31.945 (Alonso et al.), y alcanzaron los 65.000 en 1995 (Alonso y Alonso), los 80.000 ejemplares en 1998 (Sánchez et al.,), las 151.423 grullas en 2007 (Prieta y del Moral), y las 223.639 de 2013 (Román et al.). Este incremento del número de grullas ha ido acompañado también de un incremento paralelo en el número de áreas de invernada y, por añadidura, de un incremento parejo en el número de individuos en cada una de dichas áreas. Así, como ya hemos mencionado arriba, Gallocanta hace unas cuantas décadas no era lugar de parada y fonda para esta especie, y sus habitantes no la recuerdan de niños. En Salamanca, como ejemplo anecdótico, muchos naturalistas recordamos la novedad que suposo la aparición de los primeros bandos de grullas en la provincia, a los que íbamos a observar a las dehesas donde se alimentaban y al embalse de Santa Teresa donde tenían el primer dormidero conocido.




De la misma forma, gracias al seguimiento que se tiene actualmente de la especie, se viene observando desde los años 80 un desplazamiento general de las áreas de invernada cada vez más al Norte, quizás debido a la suavización del clima y a la disponibilidad de alimento en áreas más septentrionales. El seguimiento mediante raiotelemetría de ejemplares jóvenes parece indicar que son estos los que antes o después interrumpen su ruta migratoria tradicional y que hicieron una primera vez acompañando a sus progenitores hacia el sur de Europa o norte de África, y optan por pasar el invierno en áreas menos meridionales de la propia península ibérica (caso de Gallocanta) o incluso más norteñas como en el caso de Francia (Landes de Gascogne, Lago Der Chantecoq).

HABITAT
Algo que desconoce gran parte del público en general es que históricamente criaron en la propia península ibérica, aunque probablemente en números muy pequeños y en enclaves concretos de algunas provincias andaluzas (marismas del Guadalquivir, laguna de La Janda, etc) y en la palentina laguna de La Nava. En 1895 Irby menciona una población de 30 o 40 parejas reproductoras en la provincia de Cádiz, mientras que la última pareja que nidificó lo hizo según Bernis en 1954 en la laguna de la Janda, Cádiz.

En España prefieren utilizar para su invernada áreas adehesadas con diferentes usos del suelo, desde pasto para el ganado, cereal, maíz o matorral disperso. Esta llegada a sus cuarteles de invierno en el SO peninsular coincide con la maduración de la bellota y con la siembra del cereal de invierno. En general la rotación de cultivos favorece la heterogeneidad del paisaje y la disponibilidad y variedad de alimento para los grandes bandos de grullas, como el que se ve en las fotografías inferiores de unas dehesas charras con grupos alimentándose de bellota y brotes de trigo, compartiendo alimento, en este caso concreto, con piaras de ganado porcino, aunque también más comúnmente lo hacen con manadas de ganado vacuno. Este tipo de áreas de alimentación son intercaladas con campos abiertos dedicadas al cultivo intensivo.



Aparentemente se aprecia una selección positiva de áreas adehesadas menos alteradas en las familias con pollos de esa temporada, que se agrupan además en bandos más reducidos, en contraposición con la selección que hacen los grupos mucho más numerosos de adultos no reproductores y subadultos de grandes campos de cultivos intensivos. Quizás esta diferente selección del hábitat donde se alimentan y del número de individuos que conforman los bandos tenga una relación directa con las interferencias y agresiones que se dan entre las mismas grullas, lo que llevaría a las familias con crías a mantenerse en grupos menos numerosos y en áreas más protegidas. Sea como fuere, cada atardecer los diferentes grupos de grullas que se han repartido por un amplio territorio de alimentación se desplazan a ciertos humedales cercanos para reunirse y dormir en la seguridad de grandes y ruidosos bandos, generalmente con las patas dentro del agua para protegerse de posibles depredadores nocturnos. Debajo el embalse de Borbollón en el norte de la provincia de Cáceres.




RUTINAS DIARIAS
Como sucede en el resto de fauna silvestre, la actividad diaria de una grulla suele presentar un patrón regular. Este, por regla general muestra claramente dos picos de actividad importantes a primera hora de la mañana y a última del día, en los cuales se concentra el tiempo dedicado a la búsqueda de alimento. Para ello abandonan muy temprano con las primeras luces del día y mucho antes de que despunte el sol el humedal donde se han concentrado para pasar la noche y, en diversos grupos de diferente tamaño, se desperdigan por los alrededores en pos de esas zonas de alimentación.






Estos desplazamientos pueden oscilar desde apenas unos pocos kilómetros hasta varias decenas (entre 2 y 30 Km). Además, la composición de estos grupos puede variar entre las pocas decenas de individuos y varios cientos de ellos, quizás en función de la disponibilidad de alimento y/o, como decíamos anteriormente, de que estén formados por unidades familiares o individuos sin pollos a su cargo. De hecho, es sencillo observar familias comiendo por separado, manteniendo las distancias con otros grupos similares y con los grandes bandos, aunque casi siempre conservando por razones de seguridad un contacto visual o sonoro con ellos.

Pasado ese primer pico de actividad, dedican durante las horas centrales del día un tiempo más o menos prolongado a descansar, beber, bañarse o arreglarse el plumaje, lo que las obliga ocasionalmente a realizar algunos desplazamientos hasta algunos puntos de agua o de descanso.




Los hábitos alimenticios de la grulla durante la invernada en España están obviamente condicionados por la actividad agrícola humana. En regiones adehesadas del SO la bellota de encina representa, junto con los bulbos una parte fundamental de su alimentación, así como la ingesta de semillas y brotes de cereal u otros cultivos según su disponibilidad (leguminosas o rastrojeras de arroz en los regadíos de Orellana, por ejemplo), el maíz o el girasol derramado en el suelo durante la cosecha, o los restos de patatas y remolacha que quedan abandonados en los campos. En Túnez, por ejemplo, es fácil verlas comer aceitunas. Complementan su alimentación con la captura de insectos y pequeños vertebrados que son igualmente consumidos, aunque componen un porcentaje muy reducido del conjunto de su dieta.

La grulla es un ave eminentemente gregaria durante la migración, con un comportamiento muy esquivo y tímido, que levanta el vuelo mucho tiempo antes de que el observador o el posible peligro se acerque demasiado al grupo. Tienen en realidad pocos depredadores al ser animales de gran tamaño y mantener la costumbre de dormir en zonas encharcadas, pero, sin embargo, la presencia de grandes rapaces las asusta y si su aparición sucede mientras están en tierra el grupo de grullas cierra filas apelotonándose en bandos muy densos, con numerosos reclamos de alerta. Se dan casos esporádicos de águilas reales atacando a estos bandos, pero en general son escasos este tipo de sucesos. Cuando están alerta se mantienen expectantes con el cuello muy estirado, durante mucho tiempo si es necesario. Si la amenaza se acerca más aún levantan el vuelo sin dudarlo. Las molestias que hacen levantar el vuelo a los bandos de grullas suelen tener como causa directa la presencia humana, que toleran solo en distancias muy amplias.








COMPORTAMIENTO REPRODUCTOR
Es un ave monógama que cría entre abril y junio en el norte de Europa y Asia en turberas y zonas pantanosas, donde construye un nido en el suelo en el que pone generalmente dos huevos, y ocasionalmente tres. En esta época son territoriales y las parejas se separan y dispersan por amplias regiones. Esto es algo que nosotros por el momento no podremos volver a observar hasta que no se diera la hipotética circunstancia de que volviera a reproducirse en la Península. Sin embargo, sí podemos disfrutar de sus primeros comportamientos de cortejo, cuando a mediados de febrero observamos ejemplares caminando muy erguidos con el cuello estirado y las plumas de "la cola" levantadas, el pico mirando al cielo y reclamando. Abren las alas y dan saltos. Se exhiben con un caminar especial.











La grulla común es sin lugar a dudas un ave llamativa que reclama la atención incluso de quien no es apasionado por la naturaleza y la fauna, de quien no es ornitólogo. Sus vuelos en "V", su griterío, su tamaño, sus exhibiciones son un foco de interés que nos asombra a todos. Sus costumbres también, su vida nómada, la gran viajera que nos visita cada invierno desde el lejano Gran Norte hace que muchas personas concurran en los puntos de entrada a sus dormideros en muchos atardeceres de invierno, y no necesariamente gente naturalista u ornitóloga. Gentes que simplemente son capaces de comprender la belleza inherente de estos bandos ruidosos recortados sobre un cielo rojo tras la puesta del sol.

Por todo ello, en estas fechas en que regresan de nuevo a sus áreas de reproducción no podemos despedirnos de ellas sin incluir esta entrada en nuestra cuaderno, quedándonos todos a la espera de que vuelvan a visitarnos con su trompeteo inconfundible. Lo echaremos de menos durante los próximos meses.

NOTA: Todas las imágenes que acompañan esta entrada, exceptuando aquellas concretas que muestran detalles de su plumaje o anatomía, se adjuntan en su formato original, sin la eliminación o clonado de ejemplares en los bordes de la fotografía u otro tipo de edición o manipulación en ordenador.