Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

11 de diciembre de 2021

Capítulo I, construyendo el futuro

Tal día como hoy, un 11 de diciembre de 1991, hace ya treinta larguísimos años, dos personas nos embarcábamos en un emocionante viaje que aún no ha terminado. Cuatro pesados petates militares comprados en el rastro de Madrid, entraron en la bodega de un avión rumbo a un destino meditado, añorado durante largo tiempo, pero a la vez incierto. Rumbo a un rinconcito dentro de nosotros mismos, donde se construye el futuro. Un lugar valioso como la esencia, un lugar vital. Sí, dentro de esos petates verdes caqui y de la barriga del DC-9 partían un montón de esperanzas, ilusiones y deseos, un cargamento infinito de sueños y anhelos, de voluntades y metas. Dábamos tal día como hoy los primeros pasos de un camino del que desconocemos aún el final. De un viaje sin billete de vuelta.

27 horas después de despegar de Madrid aterrizábamos en la capital argentina, con sendas escalas previas en Dakar y Asunción. Aquella será nuestro primer destino, Buenos Aires, hermosa y enorme metrópoli que acogió a estos gallegos con cordialidad entre sus más de 14 millones de almas, aunque solo fuese como la escala necesaria para alejarnos, precisamente, de la vida urbana y morar en nuestras montañas. Pasear en aquel momento por Caminito a ritmo de tangos, o por Corrientes, el barrio de San Telmo, por sus avenidas flanqueadas de rascacielos y con el Obelisco como faro, o por la emblemática plaza de Mayo siempre será un placer, lugar este último que desde entonces para mí será la plaza de las Madres de Mayo al verlas caminando en círculos frente a la Casa Rosada cada jueves desde los años de la dictadura de Videla, con sus pañuelos blancos, reclamando justicia y reparación (¿os suena de algo esto último?). Era como vivir en un sueño, como vivir la vida de otros en nuestros cuerpos. Como si no fuéramos nosotros los que coincidiéramos en el espacio y en el tiempo. 

Pero los días pasan y tenemos muchos planes en nuestras mochilas. Sin demorarnos más ponemos rumbo a Mendoza con intención de asegurar un buen proceso de aclimatación a la altura en la mole gigantesca del volcán Tupungato. Un tren eterno nos cruza a lo ancho el país desde la capital y nos acerca a la cordillera de Los Andes tras más de 20 horas de traqueteo y retrasos. Inmediatamente realizamos el traslado a la pequeña población de Tupungato y visitamos la Prefectura Militar del Regimiento Nº 11 con intención de que nos proporcionen el arriero y las mulas necesarias para aproximarnos hasta la base del volcán. Sin embargo, nos deben ver cara de dólar y el mando con el que negociamos debe quererse sacar un sobresueldo a nuestra costa, pidiéndonos una cantidad que sobrepasa incluso lo desorbitado para las informaciones que nosotros tenemos.

La primera ... en la frente.

Con la enorme decepción de aquel imprevisto regresamos a Mendoza cabizbajos y sopesando el siguiente movimiento: iremos directamente al Aconcagua -lo que en un principio iba a ser nuestra segunda parte del viaje, en la que aprovecharíamos la aclimatación adquirida en el volcán para subir y bajar rápidamente de sus casi siete mil metros de altura-. Rehacemos, pues, nuestras mochilas y petates y abandonamos Mendoza camino de Puente del Inca con las ilusiones recobradas. "No problem", viajar es superar las piedras del camino y seguir andando.

Ahora sí, estamos por fin donde queremos estar, en un valle de proporciones descomunales de Los Andes, en plena montaña, iniciando nuestro Aconcagua particular. Aún de noche, abandonamos el modesto alojamiento con una mochila con comida y ropa para una larga jornada en la que nos "fundiremos" con 36 kms. de tierra, piedras, polvo y arroyos, y sus algo más de 1.500 m. de desnivel, hasta situarnos a 4.250 m.s.m. Nuestras cargas saldrán horas más tarde sobre unas mulas y serán depositadas en el C.B. mucho antes de nuestra llegada. Así pues, hoy estamos de celebración, pero lo será por partida doble ya que, además de haber iniciado por fin la aproximación al campo base de la montaña, hoy es mi cumpleaños. No se puede pedir mejor regalo que estar en camino.


Con el paso de las horas los kilómetros se acumulan en nuestras piernas, y la altura en nuestra cabeza. La mañana que amaneció radiante bajo un cielo de un intenso azul, se ha trasformado radicalmente. Un fuerte empeoramiento del tiempo lo envuelve todo antes de llegar al campamento y deja el valle de Horcones teñido de blanco por el granizo, al tiempo que la atmósfera se carga de gran electricidad estática que llega a chisporrotear alrededor nuestro. La tormenta eléctrica se acabará disipando sin consecuencias, pero no sin antes hacernos ver lo pequeños e insignificantes que somos frente a las fuerzas de la naturaleza.

Nuestra llegada a Plaza de Mulas, con el viejo refugio pintado ahora de blanco y las primeras "carpas" de colores, la hacemos más de doce horas después de abandonar Puente del Inca. Ha llegado por fin la hora de la verdad, la que teníamos marcada en nuestros relojes desde hacía mucho tiempo.

La mañana siguiente amanecerá de nuevo apacible y amable. Deambulamos por el campo base de Plaza de Mulas conociendo a los que serán nuestros vecinos durante las próximas dos semanas, y comenzamos a acomodarnos a la peculiar vida de esta pequeña y variopinta comunidad, donde se hablan diversas lenguas. Paseos suaves, lectura, música en el walkman, charlas y el diario de bitácora constituyen los primeros quehaceres para conseguir una buena aclimatación: no esforzarse al principio y concentrarse en "ser un pulmón" será fundamental para adaptarnos a la altitud.  


A nuestra llegada nos cuentan que un conocido alpinista español se encuentra desaparecido en la montaña, tras no regresar de su intento en solitario a la cumbre. Por lo visto ha permanecido ya dos noches a la intemperie, sin saco de dormir, alimentos o agua, y, visto el empeoramiento climatológico que se ha producido en las dos últimas jornadas -la noche pasada se han registrado 20 grados bajo cero en el C.B.-, ya nadie creemos que se encuentre con vida. Sin embargo, increíblemente la tarde del 23 aparece en el campo base Josep Antoni Pujante, caminando más entero de lo que nadie pudiéramos imaginar, con los crampones puestos. Mientras él nos narra su odisea, nosotros le atendemos de sus congelaciones leves en manos y pies, le preparamos líquidos para hidratarse, le damos calcetines secos y hasta le presto los botines interiores de mis botas para que tenga los pies calientes.

Tras el revuelo que su regreso provocó en el C.B., nosotros continuamos con nuestro proceso de adaptación a la altura realizando diversas ascensiones cada vez a mayores cotas. 

El mundo era perfecto. No existía nada que nos enturbiara la vida, y estábamos en el lugar que nosotros habíamos escogido. No existían móviles, ni internet, ni pronósticos del tiempo que no fueran levantar la mirada al cielo y observar, y calcular. Nuestras familias no sabrían nada de nosotros durante casi tres meses, salvo algún telegrama esporádico, cartas y postales que, en cualquier caso, llegarían siempre con muchos días de retraso, además de alguna conferencia telefónica internacional que se medían con cuenta gotas. La vida era la montaña. De hecho solo "estaba" en la montaña. Y nosotros formábamos parte del decorado, estábamos allí, donde se vivía, donde se respiraba.

Subíamos y bajábamos, aclimatándonos. Con un campamento de altura que soportó alguna fortísima tormenta que se llevó por delante incluso muchas de las tiendas del mismo campo base. La nuestra en Nido de Cóndores aguantó como una jabata. Algún intento a cumbre fue frustrado por el "viento blanco" que soplaba furioso a más de 5.000 metros. Nosotros cruzábamos los dedos. 





Finalmente, un 4 de enero de 1992 gastábamos nuestras últimas energías para llegar a la cumbre de un Aconcagua casi vacío de gente, ya que la buena climatología del día previo había permitido a la mayoría de los montañeros que estaban ya aclimatados intentar la cima en la anterior jornada. Nosotros y poca gente más alcanzamos finalmente la cima de nuestro Aconcagua particular en una jornada lenta pero perfecta, sin viento y con una enorme visibilidad en todas las direcciones.
 





La marcha a nuestro ritmo hizo que realizáramos buena parte de la ascensión coincidiendo con un guía argentino y sus acompañantes, y con ellos acabamos llegando a la cumbre, forjando una amistad que nos ha llevado desde entonces a más montañas y encuentros hasta nuestros días. De izquierda a derecha: Jorge, malagueño de Estepona, Lito Sánchez -una institución en Argentina, con más de 70 cumbres en el Aconcagua y varias expediciones a ochomiles en invierno-, Inma, Fernando -compañero de ochomiles de Lito y extremeño, y al que podéis ver de blanco y mochila roja en mi foto de la entrada "Erosión eternamente fugaz"- y yo mismo en el punto donde se juntan todas las aristas de una montaña, 14 días después de nuestra llegada a Plaza de Mulas.

Un sueño cumplido. Uno de los objetivos principales del viaje ya nos lo llevamos con nosotros en nuestras mochilas, nos lo echamos a nuestra espalda como una enorme experiencia que nos hará en adelante más seguros en la montaña. Nos ha costado, no ha sido un año fácil, con algún intento abortado por la climatología, pero estamos aquí, arriba, cansados pero inmensamente felices. La sonrisa en nuestros semblantes se hará imborrable a la mañana siguiente, ya en la seguridad del campamento base, descansando y con la mente ya puesta en el nuevo intento al Tupungato.

Pero antes tenemos que bajar a la civilización. 36 kms. de regreso a Puente del Inca, dejando atrás nuevamente un cielo encapotado que no presagia una vida fácil para los que se han quedado en Plaza de Mulas. El deshielo del glaciar de los Horcones Superior nos lo pone entretenido.




Acabando los últimos restos de comida: un brik de tomate frito y unas bolsitas de ketchup: más justos no podíamos haber calculado la comida y los días de estancia máxima en esta montaña. Al final fueron más de los que esperábamos.
  
Y saliendo del Parque Provincial Aconcagua, menos de siete horas después de abandonar el campo base y poco tiempo antes de alcanzar la carretera, la felicidad que ocupaba nuestras almas era, sencillamente, total y absoluta, rebosando por cada poro de nuestra piel. Habíamos sido capaces de hacer lo más difícil: iniciar nuestro camino, ahora ya solo teníamos que seguirlo. 


29 de noviembre de 2021

Erosión eternamente fugaz

Que el tiempo es relativo ya lo sabemos todos. Lo que para nosotros es una vida laaaarga cuando pensamos en algunos seres vivos, para otras criaturas o sucesos de la naturaleza pudiera ser sencillamente un instante efímero.

¿Por qué digo esto? Porque ayer, caminando por una garganta de Gredos, un buen amigo me enseñaba rincones donde la erosión va rebañando poco a poco algunos taludes fluviales, arañando piedra a piedra, desmoronando tierra y dejando en precario equilibrio algunas rocas de gran tamaño. Me señalaba los cambios ocurridos en el trazado de las sendas porque la erosión se había merendado un tramo de las mismas, así como restos de antiguas vallas de piedra que el tiempo y el desgaste han acabado precipitando a los tumultuosos ríos de montaña. En un momento dado me llevó hasta un tramo del camino, hoy en desuso, donde un bloque enorme permanecía suspendido sobre el cauce de un arroyo, en un delicado equilibrio que nos haría pensar a todos que en cualquier momento se iba a precipitar hasta el lecho del mismo, bastantes metros más abajo. Eso mismo pensé yo y así se lo expresé, a lo que él me contestó que ese bloque seguía exactamente igual desde 2005, cuando él lo vio en la misma posición por primera vez. Increíble. 

O no tanto, pensé yo de pronto.

Porque aquello me recordó al instante una anécdota que nos puede describir fielmente la lentitud con que algunas veces se producen los procesos erosivos en la naturaleza, y, por extrapolación, lo relativo del tiempo. El mítico fotógrafo de montaña Galen Rowell fotografió en 1975 un grupo de porteadores pakistaníes caminando a lo largo de un abrupto sendero cortado a pico sobre un terreno absolutamente descompuesto que se precipitaba sobre las rugientes aguas opacas del río Braldu, en plena cordillera del Karakorum. Es una fotografía que yo pude ver y disfrutar en varias publicaciones a finales de los 90. Y sí, se me quedó grabada en la cabeza para siempre. Imposible no imaginarme a mí mismo caminando por aquellos desolados y paupérrimos parajes rotos donde la historia del alpinismo mundial escribió grandes e inolvidables páginas, enormes gestas de irrepetibles alpinistas en montañas que parecieran existir solo en nuestros sueños. Cada punto del recorrido a lo más profundo y salvaje del Karakorum me lo conocía al dedillo muchos años antes, incluso, de llegar a Askole, la minúscula aldea a partir de la cual ya no se podía avanzar más sino era caminando.

El caso es que 26 años después de que Galen Rowell tomara aquella fotografía, yo iniciaba junto a dos compañeros el mismo recorrido; y en mi mente seguía grabada aquella foto. A cada recodo del camino, en los lugares más abruptos, escudriñaba el sendero hasta que localicé el mismo recoveco inmortalizado por aquel genio de la fotografía. No me lo podía creer y, de hecho, hasta no estar de regreso en mi hogar no estuve convencido de haber dado con aquel rincón exacto. Junto con las imágenes de los grandes ochomiles que había fotografiado estaba casi ofuscado por la foto de aquel recodo que parecía desmoronarse por momentos. Y cuando tuve por fin la diapositiva en mi despacho sobre una mesa de luz y la pude observar detenidamente con una lupa cuentahilos no daba crédito a lo que veía. "Luces de montaña" al lado, abierto por la página 148, ya mostraba entonces muchas de las piedras que aparecerían en mi transparencia de 35 mm casi tres décadas más tarde.

Yo miraba una y otra imagen y no podía más que sorprenderme al comprobar que un número realmente elevado de piedras de pequeño y mediano tamaño siguieran tantos años después aguantando sujetas por una mísera capa de tierra y arena que parecía deshacerse entre las manos. Poco había cambiado en aquel tiempo transcurrido ese tramo del sendero. Muy poco.

Podéis comprobarlo por vosotros mismos buscando detenidamente las coincidencias en el foto-montaje superior, aunque no soy tan malo y, pensando en los que ya sufráis de vista cansada y en los impacientes, os ahorraré el suplicio dejándoos parte del trabajo hecho en la imagen de debajo, donde podemos ver de un simple vistazo la importante cantidad de piedras que todavía se aferraban al abismo, inmutables en el tiempo, cuando yo tuve la fortuna de caminar por aquellos mismos lugares.

Viendo esto parece evidente que el tiempo en la naturaleza y en la vida se vuelve relativo, y que nuestro parecer al respecto solo puede ser considerado como subjetivo. Nosotros, al final, nos tenemos que reconocer como unos seres con vidas incuestionablemente cortas en medio de una naturaleza y un tiempo eternos. ¿En realidad se desmoronan rápidamente las laderas como de azúcar que dominan las orillas del río Braldu?, ¿o, por el contrario, lo hacen lentamente? Pues depende de los ojos con los que lo observemos. Quizás la respuesta sea que su tiempo es, sencillamente, a la vez eterno y fugaz.

20 de noviembre de 2021

El momento de las cabras

Para los amantes de la naturaleza hay momentos a lo largo del año que tienen un protagonista inequívoco. Pasa con la berrea del ciervo, con la llegada de las aves migratorias en bandos espectaculares hasta nuestros humedales, con los cantos de los pequeños pájaros cantores en primavera. En Gredos, el mes de noviembre y parte de diciembre es el momento de las cabras monteses (Capra pyrenaica victoriae), sin ningún género de dudas. Coma cada año, con el permiso fotográfico que me exige el Parque Regional de la Sierra de Gredos guardado en la mochila, me acerco a la sierra para reencontrarme con estos colosos espectaculares.




Incluso ya en octubre podemos observar ciertos comportamientos que nos indican que se están calentando los motores. Los grupos de machos, que hasta entonces se han mantenido compactos y segregados de las manadas de hembras y chivos, comienzan a disgregarse y a acercarse a estas últimas. Entre ellos podemos observar tensiones por delimitar su situación en una jerarquía cada vez más marcada: caminan en paralelo a veces largos trechos, al tiempo que se empujan con sus cuerpos, se frotan unos contra otros, se intentan echar la zancadilla utilizando para ello su cornamenta, molestándose, se producen los primeros combates a testarazos, ... se están midiendo, en definitiva. El celo está comenzando, pues, y su comportamiento de cortejo supone un atractivo al que no me quiero resistir. Además, con la llegada del invierno estos viejos machos presentan el pelaje de un color casi negro por completo, lo que a mí personalmente me resulta mucho más hermoso que el marrón que muestran con la muda de verano.

Así pues, este momento del año es el momento de las cabras monteses. No hay excusa para no acercarse un otoño más a patear entre el granito gredense en busca de esas fotos que nos pintarán una sonrisa en la cara.



Todos los años regresamos a estos rincones, yo y otros muchos fotógrafos de naturaleza, con la esperanza de poder fotografiar algún combate entre dos grandes sementales, parejos, con fuerzas y cabezonería similares. Dos machos que se peleen en una zona abierta, sin interferencias de matorrales o pequeñas piedras que "ensucien" las tomas, y a una distancia adecuada, además, para que ambos ejemplares entren en el encuadre de un modo correcto. Por supuesto, no es sencillo coincidir con todas esas circunstancias. Pero no importa si no somos testigos de alguno de estos combates, ello será motivo suficiente para buscar una nueva oportunidad y regresar. Simplemente con poderlos fotografiar ya es suficiente recompensa. Su belleza, su presencia, seria e imponente, compensará siempre cualquier madrugón. Delante de estos bichos nunca puede haber decepción.

Incluso los machos más jóvenes son atractivos para cualquier naturalista. Su comportamiento inexperto es algo diferente al de los grandes machos. Con pocas posibilidades de cubrir a las hembras cuando en las cercanías se encuentran uno o varios ejemplares de mayor edad, su estrategia pasa por insistir con todas las hembras desde el principio de la época de celo, quizás así, en un descuido de alguno de los sementales consiga alguna cópula. No será sencillo.


No muchas especies se muestran tan confiadas con el ser humano como las cabras monteses, y poder estar a poca distancia de cualquiera de estos individuos es un privilegio. Esto es posible solo en lugares concretos de su área de distribución, allí donde se han acostumbrado a la continua presencia de excursionistas y caminantes, conocedoras de que estos no representan ningún peligro. O eso creen ellas, porque no podemos olvidar que, increíble y lamentablemente, este Parque Regional es, además, Reserva Regional de Caza y, como matadero que es, a ella viene también mucha testosterona a divertirse con sus rifles, haciendo lo que mejor saben hacer para demostrar su virilidad: matando. Por suerte, en otras zonas del área de distribución de la especie menos transitadas por humanos, la cabra montés se muestra mucho más arisca y precavida ante nuestra presencia; obviamente, por la cuenta que le tiene. Aquí, donde te puedes acercar a escasos 10 metros de estos machos, la caza es un simple ejercicio de ejecución, sin escrúpulos ni sensibilidad. 

Pero abstraigámonos ahora de estas prácticas que considero (yo e infinidad de gente) inaceptables en pleno Espacio Natural Protegido. Aquí las cabras nos miran casi anodinamente, nos observan sin temor y nos permiten deambular alrededor del rebaño sin que les cause mayor preocupación, siempre y cuando nos movamos sin brusquedades. Ellos, los machos, están a lo que hay que estar en época de celo, van y vienen olfateando a las hembras para confirmar si están o no receptivas, con intención  de cubrirlas. Con la cola levantada desprendiendo sus efluvios se acercan a unas y otras para comprobarlas, poniéndoles posturitas y haciéndoles carantoñas como para convencerlas.

Ellas, por su parte, van a su bola también, sin hacer todavía ningún caso a estos insistentes machos. Comen, se tumban a rumiar, descansan, siguen comiendo. Aún no ha llegado el momento, es un poco pronto todavía. Las cubriciones vendrán más adelante. "No seáis pesados", parecen pensar ellas, "qué cansinos".



En general, las hembras suelen estar más atentas que los machos a la gente por si representáramos o no un cierto peligro para sus crías. Estas ya tienen una edad aproximada de medio año, más o menos, pero la relación que mantienen con sus madres sigue siendo a estas alturas muy estrecha, no separándose apenas de ellas aunque ya pasten de manera habitual y hayan cobrado una cierta independencia. Los mimos y lametazos que les prodigan las cabras a sus chivines refuerza esa relación maternofilial y cuando sestean siempre lo hacen uno junto al otro. Los cabritillos parecen a veces clones en miniatura de sus madres.


Cuando paren en primavera, las cabras se alejan a roquedos bastante inaccesibles y no resulta nada sencillo poder fotografiar a los pequeños, pero a estas alturas del año ya sí. Las madres realizan con ellos sus trasiegos cotidianos y en las regiones muy transitadas por excursionistas no es extraño que mantengan distancias relativamente cortas entre la unidad familiar y la gente. Es una delicia ver cómo estos pequeños se desenvuelven entre las piedras junto a sus madres y a otros compañeros de juegos. Se puede apreciar incluso la diferencia de edad entre unos y otros, pues con estas edades crecen rápido y las diferencias físicas se vuelven ostensibles. Es imposible no quedarse embobado con ellos.




Pero si esta época atrae a muchos naturalistas y fotógrafos a las sierras es para observar los cortejos de la especie, por supuesto. Y entre siesta y siesta, ...



... no dejarán de regalarnos toda esa serie de posturas rituales mientras van de una hembra a otra, testando su posible estro.

Comienza el espectáculo.