Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

19 de diciembre de 2023

Luces boreales

Chispea algo, y los plomizos nubarrones que lo cubren todo no auguran un resto de tarde soleada y luminosa. Pero a saber, en el Norte (sí, con mayúsculas) las luces y los cielos cambian inesperadamente en cuestión de minutos. Literalmente.


El fiordo se encuentra ahora envuelto en una penumbra dura y hostil, fruto del contraluz y de ese cielo encapotado y plomizo que lo amenaza todo, al tiempo que dos claros entre las nubes parecen luchar contra las fuerzas de la borrasca; por uno de ellos asoma un retazo de azul, mientras que por el otro lo hacen unos rayos de sol que iluminan las montañas más lejanas. Todo el paisaje se envuelve con esas luces mágicas con las que cualquiera de nosotros sueña encontrarse en cada salida fotográfica, limpias y cristalinas. Las luces boreales son agradecidas, señores, se portan bien con el fotógrafo y nos regalarán a menudo momentos para el recuerdo, lo que es, sin duda alguna, infinitamente más importante que hacerlo para el disco duro, pues cada recuerdo del pasado pasará a ser una pequeña porción fundamental de nosotros mismos en el futuro. Nos construimos recuerdo a recuerdo pues somos la suma de lo vivido.



14 de diciembre de 2023

Convertirse en nieve

En Escandinavia el invierno real llega mucho antes de hacer su entrada el oficial. En pleno otoño ya podemos ver montañas, taigas y tundras completamente nevados, así como bastantes lagos ya congelados. Parece que el campo se vacía, pero no es así. Al menos no por todos sus habitantes. Algunos pocos especialistas resisten los primeros temporales otoñales y permanecen fieles al paisaje. No huyen hacia el sur y las tierras bajas. Algunos incluso se transforman en criaturas distintas para mimetizarse con el invierno, y se vuelven como de nieve.

El lagópodo escandinavo (Lagopus lagopus lagopus) es uno de ellos. Tetraónida igual que los urogallos, gallos lira, gallos de las praderas, grévoles y otras tres especies de lagópodos (y sus numerosas subespecies), son aves hermosas que en invierno mudan su plumaje a un blanco inmaculado. Difíciles de diferenciar en la estación fría de las, también inmaculadas, perdices nivales (Lagopus muta), son aves bellas y delicadas que no dejarán a nadie indiferente. El lagópodo común, al que pertenece la subespecie escandinava, es un habitante habitual de los bosques de abedul de todo el Holártico subpolar, donde se reúne en pequeños bandos para pasar en mejor compañía los duros meses invernales, cuando su alimentación se centra principalmente en yemas de abedules y sauces, como observamos en la siguiente foto.

Pero si algo es destacable en esta ave durante el periodo frío del año es, sin duda, la belleza de su blanco impoluto. Efectivamente, su plumaje críptico durante el resto del año para pasar desapercibido entre la parda vegetación rastrera de abedulares y tundras, se va transformando en una librea blanca a medida que muda el plumaje de cara al inminente invierno. Ya en octubre lo vemos así, casi con el plumaje completamente mudado, y casi sin una pluma que recuerde los viejos tonos marrones barreados, clásicos del estío.




Así es, esta maravillosa criatura se vuelve como de nieve.

12 de diciembre de 2023

El espíritu del bosque

Parece que seguimos con las pezuñas. Tras los ciervos y gamos daneses, las cabras monteses de nuestro solar ibérico, y los bueyes almizcleros de las tundras alpinas noruegas, ahora le toca el turno a otro ungulado simplemente increíble, el espíritu del bosque, un animal que muchos llevamos asociado en nuestro imaginario colectivo a los inmensos mares de píceas de la taiga boreal. El alce (Alces alces).


Se trata del mayor cérvido del planeta y de una mole de más de 2 metros de altura en la cruz y hasta 700 u 800 kilogramos de peso en los machos alaskeños más grandes. Dentro de la familia Cervidae pertenece a la subfamilia Capreolinae, lo que lo emparenta más con el corzo que con los propios ciervos. Esta familia Capreolinae se subdivide a su vez en tres tribus, siendo nuestro protagonista el único representante actual de una de ellas, la Alcinae. La especie se distribuye por el cinturón de bosques subpolares de la taiga y caducifolios a lo largo del Holártico. Hasta no hace mucho se clasificaba en dos especies (el eurasiático -Alces alces-, y el americano -Alces americanus-, subdivididas en 9 subespecies, una de ellas extinta), pero en la actualidad se tiende a considerar en base a estudios moleculares una sola especie que cuenta, eso sí, con esas ocho subespecies diferentes (cuatro en Eurasia y cuatro en América del Norte), además de la extinta en Eurasia. Según esta corriente, este animal de las fotos pertenece a la subespecie nominal Alces alces alces, descrita para Escandinavia, Rusia occidental, Polonia, Países Bálticos, etc. y hoy en día en tímida recuperación tras la fuerte regresión sufrida en el pasado por la caza excesiva, recuperando territorios tanto por el sur (Alemania, Austria, etc.) como por la tundra ártica.

Patas largas y cuerpo robusto definen a esta criatura, de la que nos llama rápidamente la atención esa cabezota enorme, con esa nariz grande y extraña que usan para filtrar el aire frío y calentarlo antes de que llegue a sus pulmones, adaptación clara a esos ambientes pre-árticos en los que prospera. Este ejemplar se nos pone adrede de perfil para que observemos esa piel colgante de la papada tan característica de los machos y con el que las hembras no cuentan, al igual a como sucede con la cornamenta.


La envergadura de sus astas puede llegar a los 2 metros, pero en general ronda el metro o metro y medio. En estas fotos se la vemos aún teñida del rojo sanguinolento que sigue al descorreo de su piel muerta. Y es que como en el resto de sus parientes cérvidos, los alces pierden y renuevan su cornamenta cada temporada. Hablemos un poco de ello y aclaremos algunas confusiones al respecto.

Llamamos cuernos a aquellos apéndices óseos que emergen de los cráneos de ciertos animales. Surgen desde el hueso frontal generalmente, o en algunos casos más raros del parietal. Pero nunca lo hacen desde la nariz, aunque lo denominemos de igual forma, dado que lo que les crece a los rinocerontes no es materia ósea, sino queratinosa, como nuestras uñas y pelo. En las jirafas machos y hembras, y en los machos de okapis tampoco son cuernos propiamente dichos, sino los denominados Osiconos, que no son sino protuberancias cartilaginosas osificadas, recubiertas, además, siempre de piel y pelo (en las hembras de jirafa estas protuberancias acaban en un plumero de pelos, con el que los machos no cuentan). Los verdaderos cuernos son siempre permanentes y fijos, con un núcleo de hueso y una funda queratinosa que los cubre, creciendo continuamente a lo largo de la vida del animal. Nunca se les cae y los observaremos tanto en los machos como en las hembras, aunque en ellas suelen estar a menudo menos desarrollados. En el caso de las hembras de ovejas y muflones, a veces los presentan y a veces no. Vacas, búfalos, antílopes, bisontes, cabras, bueyes almizcleros, ... todos ellos tienen cuernos.

Las astas, por el contrario, están formadas enteramente de hueso, sin ningún tipo de funda, se caen anualmente y vuelven a crecer cada temporada. Solo cuentan con ellas los machos de la familia Cervidae, con una excepción: las hembras de reno también las portan en sus cabezas.


Las astas arrancan del cráneo desde unas protuberancias denominadas pedúnculos o pivotes óseos, cuyo diámetro va aumentando cada año para poder soportar el propio aumento del tamaño de la cornamenta a medida que el animal va sumando años. A partir de este pivote óseo se genera una estructura cartilaginosa que poco a poco va ganando consistencia y densidad. En estos primeros compases del crecimiento la cornamenta está recubierta del famoso terciopelo o borra, que no es otra cosa que piel. Hueso y terciopelo están profusamente irrigados a través de numerosos vasos sanguíneos que alimentan la estructura mientras crece. Al término de su desarrollo se van depositando sales de calcio que endurecen la estructura interna del hueso y taponan la irrigación de la piel. Esta se vuelve más reseca y quebradiza hasta secarse y caer, en el proceso que se denomina descorrear, cuando el animal se frota la cornamenta compulsivamente contra ramajes, árboles y arbustos. Tras el celo de los animales en otoño, unas células denominadas osteoclastos atacan la base de la cuerna hasta que esta se desprende; es el desmogue, que suele tener lugar durante el invierno. Con la llegada de la inminente primavera el nacimiento de una nueva cornamenta se reanuda, esta vez de mayor tamaño.


Los alces entran en celo en septiembre y octubre, momento en el que los machos llegan a combatir entre sí en peleas muy violentas que acaban ocasionalmente con la muerte de alguno de los gladiadores. En esta época vocalizan unos particulares reclamos de aspecto nasal y profundo, que escuchado en lo más escondido y denso del bosque te pone los pelos de punta, hueco y poderoso, y que nosotros pudimos escucharlo junto a un lago congelado dentro del Parque Nacional de Abisko, en Suecia. Nos pareció algo cuasi sobrenatural, telúrico.

El macho, que no me perdió de vista mientras yo lo fotografiaba (no me quitaba ojo, desconfiado), al tiempo que controlaba la posición de su hembra oculta en el interior del bosque -y a la que yo no había alcanzado a ver en un principio, a pesar de tener constancia de su presencia-, se reunió por fin con ella. Los sigo durante unos pocos metros y los observo ya juntos, ella algo más pequeña que él. Parecen tranquilos. Ella incluso come algo antes de echarme también una mirada tierna y melosa como pidiéndome que los deje tranquilos en la intimidad de sus amoríos. 

Tras unos minutos, los espíritus del bosque giran sobre sí mismos y emprenden un caminar pausado hacia el interior de su taiga, donde desaparecerán definitivamente. Yo quedaré marcado por esos pocos minutos de contacto. El alce siempre será un animal ligado simbólicamente a la última frontera, aquella que nos acerca a la tundra salvaje y fría del Gran Norte.

8 de diciembre de 2023

Tras el fósil de la Edad del Hielo

Después del alto en el camino que hicimos en Dinamarca, donde ciervos (Cervus elaphus) y gamos (Dama dama) me sirvieron para desentumecer el dedo índice, llegamos por fin al Parque Nacional de Dovrefjell-Sunndalsfjella, en el centro-sur de Noruega. Este espacio natural protegido ocupa 1.693 kilómetros cuadrados de superficie del área montañosa de Dovrefjell, una cordillera fuertemente erosionada. El término dovre hace referencia al topónimo de la zona, lo que sumado a fjell, cuyo significado es "montaña", viene a traducirse como la montaña de Dovre. Desde los 2.286 metros de su cota más elevada, en la cumbre del Snoetta, podremos observar un paisaje duro e inhóspito donde la biodiversidad necesariamente se vuelve escasa en estas fechas, pues ni hay recursos suficientes para albergar un gran número de especies, ni muchas de ellas son capaces de adaptarse a las condiciones climáticas y ecológicas del lugar durante los meses más fríos. El contraste con la época estival, cuando miles de aves migratorias asaltan el Ártico para reproducirse, es brutal. Pero sobrevivir ahora no resulta fácil en este lugar tan rotundamente severo, con largos, muy largos y fríos inviernos, y estaciones estivales cortas, muy cortas, realmente demasiado breves. Dicen que lo bueno, si breve, dos veces bueno; pues entonces aquí el período estival debe ser fabuloso a juzgar por lo breve que llega a ser.


En las partes de menor altitud del parque podemos encontrar los clásicos abedules y sauces de porte bajo, y a veces hasta achaparrado, adaptados a las inclemencias meteorológicas propias de una región geográfica pre-ártica. Toda la vegetación restante que encontraremos la veremos a ras de suelo. La "tundra alpina subpolar" -como la denominan los ecólogos- propia de este parque nacional también se extiende por encima de la línea de árboles, pero esta vez por el efecto de la altura de la cordillera en vez de por la latitud, como sucedería con la tundra ártica. Al igual que en esta región biogeográfica conocida por todos, estas tundras alpinas se caracterizan también por la ausencia de arbolado y por un tapiz vegetal muy ralo, que apenas se despega del suelo para luchar contra las adversas condiciones de viento y frío. El suelo permanece helado -aunque no esté realmente constituido por lo que conocemos como permafrost- y cubierto por la nieve gran parte del año. Este suelo, además, a menudo se encontrará encharcado formando turberas pobres en oxígeno y, por lo tanto, con pésima descomposición de la materia orgánica. Así las cosas, caminaremos sobre un tapiz increíble de musgos y líquenes que puede abarcar hasta donde alcanza la vista.







Este ecosistema no puede mantener durante el período invernal una gran variedad de fauna pero, a cambio, la que resiste es extraordinariamente interesante dadas las condiciones ambientales tan adversas a las que se ha de enfrentar para sobrevivir a la estación y prosperar. Serán verdaderos especialistas. Nosotros nos cruzamos, por ejemplo, con algún rastro de liebre variable (Lepus timidus) y de perdiz nival (Lagopus muta) o lagópodo escandinavo (Lagopus lagopus) -a saber quién era el autor de estas últimas huellecitas en cuestión-. Pero, además, seres como el lemming (Lemmus lemmus), tan fundamental en este paisaje de tundra como base alimenticia de los depredadores que aquí sobreviven, tales como los zorros árticos (Vulpes lagopus, o a veces también como Alopex lagopus), glotones (Gulo gulo) o los búhos nivales (Bubo escandiacus), así como algunas de las últimas manadas de renos salvajes (Rangifer tarandus), son criaturas tan especiales y asombrosas que forman parte de nuestro imaginario colectivo cuando pensamos en el mítico Ártico. 



Pero si hay una estrella indiscutible en este parque nacional, ese es sin ningún género de duda, el buey almizclero (Ovidos moschatus). Por todos los lados vemos referencias a este herbívoro, y encontraremos numerosos carteles advirtiéndonos de su peligrosidad en caso de tener un encuentro excesivamente cercano con él.


Los carteles, ubicados por diversos sitios, rezan en noruego, inglés y alemán:

ATENCIÓN - BUEYES ALMIZCLEROS. Ahora usted está en un área con bueyes almizcleros. El buey almizclero es un herbívoro pacífico, pero puede atacar si usted se acerca demasiado. ¡Entonces usted correrá un gran peligro! Si accidentalmente se encuentra con un buey almizclero en su camino, retroceda despacio y de un gran rodeo a su alrededor. Por su propia seguridad: NUNCA SE ACERQUE A MENOS DE 200 METROS. USTED ES EL ÚNICO RESPONSABLE EN CASO DE ACCIDENTE.

¡Vaya ánimos que dan!, jejeje.

Habrá que remangarse para trabajar y ponerse a buscarlo. Nos hemos dado un par de jornadas para intentar llevarnos algún retrato de esta maravilla prehistórica, así que no hay tiempo que perder ya que las horas de luz en estas fechas tampoco ayudan. El hielo en los senderos inferiores y la capa de nieve más arriba ralentizan la marcha, pero a cambio nos puede facilitar la localización de los bueyes sobre el blanco elemento, si aciertan a moverse por alguna ladera nevada. El fuerte viento ha barrido la nieve en muchas zonas del parque y todo cobra un aspecto confuso. Localizado el primer día un pequeño grupo en la lejanía compuesto por unos cinco ejemplares, toca dirigirse hacia ellos. No será sencillo, y cuando alcancemos el lugar -las cercanías de una suave cumbre- parecen haberse volatilizado. Ya no los veremos por ningún lado. 





Las huellas aquí y allá nos indican que solo un rato antes pasaron por aquí; pero, no habiendo obstáculos tras los que esconderse, nos parece mentira que unos bichos tan grandes hayan desaparecido sin que los hayamos visto. Nos va a resultar complicado volverlos a encontrar.





El buey almizclero, por muy aspecto de buey que tenga, y por mucho nombre de buey que lleve, es en realidad una cabra disfrazada. El Género Ovidos -del que es la única especie que vive en la actualidad- es uno de los once en que se divide la subfamilia Caprinae. Esta bestia parda tiene, pues, un parentesco filogenético mucho más cercano a las cabras, los muflones y las ovejas que a las vacas, los búfalos y los verdaderos bueyes, pertenecientes todos ellos a la subfamilia Bovinae. Podríamos decir que el buey almizclero es una cabra que se ha pasado de la raya haciendo pesas y dopándose con esteroides anabolizantes para desarrollar su volumen corporal, hasta el punto de ser un buen ejemplo de "convergencia evolutiva" al presentar unas características morfológicas similares a las de los miembros de Bovinae, siendo él, como hemos indicado, un destacado miembro de Caprinae.




Durante épocas glaciares ocuparon gran parte de Eurasia y Norteamérica al encontrar condiciones ecológicas adecuadas para su expansión, alcanzando incluso la península Ibérica. Luego corrieron una suerte pareja a la de los mamuts y fueron desapareciendo de gran parte de su área de distribución, a lo que se sumó finalmente la caza abusiva en épocas ya históricas (¡cómo no!, de nuevo la psicopatía humana aparece detrás de otra extinción), hasta quedar relictos en unos pocos enclaves del Ártico canadiense y groenlandés, allá por los siglos XIX y XX. Desde entonces su población ha ido en aumento, de la mano de las regulaciones cinegéticas y las reintroducciones en diversos puntos de su histórica área de distribución, hasta alcanzar en nuestros días un total de entre 80.000 y 125.000 individuos en todo el Holártico.

Este es el caso también de Dovrefjell, en Noruega, donde unos trescientos ejemplares prosperan perfectamente en la actualidad, habiendo incluso servido de núcleo fuente para colonizar de modo natural alguna otra área cercana en la región fronteriza entre Suecia y Noruega. En estas tundras alpinas de Dovrejell fueron reintroducidos por primera vez en 1932, aunque de nuevo la caza los volvió a exterminar (¡no aprendemos, somos una verdadera plaga!) durante la segunda contienda mundial, lo que obligó de nuevo a "re-reintroducir" más individuos a partir de 1947.

Hasta 400 kilos de músculo bruto acabados en unos cuernos afilados y una testuz con la que los machos se enfrentan en la época de celo a velocidades a veces de 40-60 km/h como trenes descarrilados, dan para pensárselo mucho antes de acercarse a estas bestias lanudas de la Edad del Hielo. En especial los que nos ponemos delante de ellos por primera vez, recordando las advertencias de los cartelitos en cuestión y de todas las webs oficiales consultadas antes del viaje. El buey almizclero es de las pocas especies de ungulados que son capaces de enfrentarse a sus depredadores y salir victoriosos del encuentro; aparte del búfalo cafre frente a los leones, no se me ocurren muchos más. Mientras lo habitual es que, ante una amenaza, un herbívoro salga huyendo, estos animales del Pleistoceno reaccionan de forma diferente, atacando de un modo agresivo sin muchas contemplaciones, siendo famosa su férrea defensa de los terneros mediante la formación de un círculo de adultos con los cuernos hacia el exterior y los terneros protegidos entre ellos. No, no les debe resultar nada fácil a una manada de lobos hacerse con un buey almizclero, siendo estos cánidos en la actualidad sus únicos depredadores allí donde sus áreas de distribución aún coinciden, lo que sucede en el Ártico canadiense y ruso, pero no en Noruega o Suecia. En estos países tan "civilizados y modernos" el odio paranoico y fanático al cánido consiguió exterminarlo en los años 70 del pasado siglo, y hoy solo regresa a duras penas desde Finlandia y Rusia a unos territorios donde la persecución institucional, tanto en Noruega como en Suecia, continúa siendo sencillamente medieval en pleno siglo XXI. Las luchas encarnizadas entre un buey almizclero adulto y un grupo de lobos solo se terminan tras el agotamiento del buey, quizás tras horas de persecución y enfrentamiento, lo que solo puede asombrarnos y provocarnos un profundo respeto por la capacidad de supervivencia que ostentan ambos mamíferos.

No nos lo podemos creer, cuando por fin los tenemos frente a frente, la distancia es verdaderamente corta para que pueda trabajar con tranquilidad y eficacia. Tan cerca que no me puedo mover como debiera para encuadrar y componer imágenes agradables en este entorno tan hermoso. 


Los animales están tumbados en una minúscula hondonada. Las fotografías en estas condiciones no son lo que nosotros esperábamos conseguir. Sin opciones de moverme alrededor con soltura, ni de fotografiarlos en actitudes o poses diferentes, no nos quedará más opción que conformarnos con un manojo de fotografías repetidas y la emoción de haber estado a unas pocas decenas de metros de ellos, formando por unos momentos parte de su mundo. El macho, de potentes cuernos, de vez en cuando abre los ojos y me mantiene controlado. Está amodorrado como el resto de su equipo, un ternero y varias hembras. Y así permanecerán el resto del día.



Sin inmutarse. Las pocas horas de luz que ya se empiezan a notar durante el mes de octubre en estas latitudes nos obliga a dejarlos allí sin poderlos disfrutar realmente, pastando de pie, moviéndose e interactuando entre ellos. Nada. Aguantaron tumbados estoicamente durante horas, desde última hora de la mañana hasta bien entrada la tarde. Nosotros paseamos y esperamos; comimos y esperamos; charlamos y esperamos; seguimos paseando por los alrededores y esperamos; ... y nada, no se les vio prisa alguna por moverse en ningún momento.


¿Y los 200 metros esos de los cartelitos? pareció preguntarme una hembra mientras me lanzó una mirada desde no más de 50. Yo, en el borde que dominaba la hondonada también me lo pregunté.

Toca, pues, recoger y regresar a la seguridad del valle y de la furgoneta. Habrá más oportunidades en el futuro. Por esta vez será suficiente.

30 de noviembre de 2023

Mi lugar de confort

La montaña es mi lugar de confort. Lo ha sido siempre desde la adolescencia. En ella siento que estoy en casa. Aún no había regresado del Gran Norte y en mi mente ya se estaba decantando la idea de cómo sería la nueva temporada de celo de la cabra montés (Capra pyrenaica vitoriae). Unos días después de los ciervos y gamos daneses, mi cámara y mi objetivo estaban a punto de fijarse un año más en este emblemático rumiante del Sistema Central. Regresaba a mis montañas. Así, a las primeras de cambio ya me encontraba caminando con el clarear de un nuevo día por mi zona de confort, ladera arriba, por aquellos roquedos, llambrias y piornales de mi querida sierra de Gredos. Lugares que siempre me han dado buenos resultados fotográficos con las cabras. A mi lado camina un gran amigo, además de magnífico fotógrafo, y no solo de fauna.


Como los últimos años, el celo de esta temporada vuelve a ser ... "raro", un poco anodino y soso (por no decir "un mucho").

Nos encontramos la sierra sin un copo de nieve, absolutamente limpia, lo que para caminar y pasar el día resulta muy cómodo, pero para el celo de la especie y para nuestras expectativas fotográficas supone en realidad un desastre. Tras una mañana perdida en la que los rebaños parecen haber desaparecido del lugar, alcanzamos a ver dos manadas en una misma ladera ya cerca del mediodía. No hemos sabido buscar bien, parece. Con uno de los grupos de cabras están ya un par de fotógrafos, así que nosotros nos dirigimos hacia el otro para no molestar.

Aunque las muestras de celo serán por parte de los machos insulsas y desaboridas durante toda la jornada, el primer contacto directo que tendremos con nuestro rebaño va a ser con este magnífico ejemplar que olfateaba el aire buscando feromonas femeninas que le indicaran una posible receptividad sexual, con esa peculiar mueca conocida como "reflejo de Fehmen", y de la que ya hemos hablado en la entrada dedicada a los ciervos, entre otras. Al mismo tiempo, el macho orina sobre la hierba para marcar con su propio olor el lugar, exactamente igual a como haría tan solo unos minutos después otro ejemplar más joven.

Hacer fotos a los rebaños de cabras puede parecer sencillo; y puede parecerlo porque lo es. No tiene ningún secreto. O como mucho uno: hay que intentar fotografiarlos allí donde estén habituadas a la presencia de excursionistas, de esa forma te aseguras que tu presencia cercana no represente para ellas ningún peligro. Dicho esto, lo primero será buscar un grupo de hembras, que en estas fechas siempre andarán acompañadas de los pesados de los machos, que las van atosigando a unas y otras casi sin descanso (aunque no es el caso de este año, como ya he dicho). Una vez localizado un rebaño y en condiciones normales, podrás acompañarlo durante varias horas, incluso a veces a lo largo de todo el día. Comes tus viandas mientras ellas rumian tumbadas. Buscas composiciones interesantes y encuadres ortodoxos mientras ellas posan sobre las rocas. Te acercas. Te alejas. Retratas a los chivos, luego a las madres y por supuesto a los machos. Buscas escenas. Vuelves a picar algo, sacas el termo. En fin, te vuelves casi un componente más del rebaño.


Lo más probable es que las hembras estén a lo suyo. Los chivos nacidos en la primavera ya están muy crecidos y son bastante independientes, aunque aún se mantienen cerca de ellas e incluso aún se toman su ración de leche de vez en cuando. Siempre es bueno no centrarse única y exclusivamente en los grandes e impactantes machos, las hembras también existen, no las discrimines. Vale, es cierto que para nosotros los grandes machos son el principal centro de atención, el objetivo de nuestras sesiones, pero ellas son al final las que cortan el bacalao durante los cortejos; observarlas implica no solo que puedas obtener fotografías atractivas también de ellas, sino que puedas identificar la que está a punto de dejarse montar por el sherif del lugar. De esa forma puede que aciertes a fotografiar alguna cópula. 




Como la vida en la manada suele ser tranquila, la jornada del cabrero tampoco será la mar de estresante. Desde luego, tendrás tiempo para descansar, seguro, y para disfrutar del paisaje. Podrás dejar el mochilón junto a una piedra y acompañar a uno u otro ejemplar por los alrededores. Todos los individuos del grupo acabarán posarán para nosotros como si supieran que nos gustaría que lo hicieran, como si alguien les hubiera dicho que deben hacerlo.

Uno macho de pelaje lustroso mira al horizonte, como pensativo; desde la montaña el mundo se ve muy pequeñito y lejano.


Otro se tumba sobre una piedra y deja pasar la tarde tranquilo, y hay quien se hace el dormido y con el peso de la cornamenta se le acaba cayendo la cabeza.



Los más posan para nosotros con su mejor perfil, grandes y viejos.




No es complicado, pues, hacer fotos de cabras en Gredos. Son mansas con la gente y nos aceptan a poca distancia. Basta con no molestarlas. Yo, normalmente hasta me tengo que alejar para que semejantes corpachones entren en el encuadre sin que queden constreñidos en él, aunque reconozco que no siempre lo consigo. Ellas están ocupadas y tú eres sólo un elemento más del ecosistema en el que se mueven.

Moverse tranquilo y dejarse ver en todo momento, no sobresaltándolas nunca emergiendo bruscamente desde detrás de una loma o una gran roca, son dos buenos consejos para no ahuyentarlas. Y por ende, para fotografiarlas. Eso, y tener siempre contigo el pertinente permiso fotográfico, no vaya a ser el guarda el que te ahuyente a ti. No cuesta nada solicitarlo cada año, así que ... sería una tontería no hacerlo. Por lo demás, tú solo has de buscar las posturas rituales que describan su comportamiento, y esas poses señoriales tan elegantes que nos regalan a veces, estar atento y ágil con el enfoque y el dedo índice en el momento de disparar para inmortalizarlas.

La belleza ya la ponen ellas, tú solo has de capturarla en la tarjeta.



Y así resulta imposible no quedarse prendado de estos toros de lidia cuando te posan de estas maneras. Elegantes, serenos y poderosos. Espectaculares, solemnes y regios.