Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

23 de febrero de 2012

Un espacio atemporal. Por los Ancares y la sierra de Gistreo

Imaginando el pasado, inspirando el presente a bocanadas amplias y profundas, paseamos valle arriba llenando nuestros pulmones de aire puro y salvaje. Nos dirigimos a una braña solitaria a los pies de un pico nevado, en el occidente leonés. La conversación transcurre serena sobre lobos, osos y cortines, viejas historias que se transmiten de boca en boca, ahora de igual modo que se hiciera en las generaciones de nuestros mayores.

Soledad y un aura de misterio envuelven estos bosques casi olvidados en una región montañosa en donde todavía es posible observar techumbres de centeno. Mientras caminamos hablando sobre la situación del oso, sólo escuchamos el monótono crujir de nuestras propias pisadas sobre la nieve congelada del camino, cortando la ladera umbría. Los arroyos a la sombra permanecen aún medio congelados, aunque ya se barrunta la primavera en los cantos de algunos pájaros, en el aumento de las horas de luz y en la tibieza de los rayos del sol de media mañana. A nuestro alrededor sabemos que están todos los hermanos de la montaña. Sin duda, algunos nos estarán espiando. Nosotros a ellos sólo los imaginamos: inquietos corzos, ciervos esbeltos, lobos sociales, osos poderosos, zorros inteligentes, cárabos de las sombras, garduñas inquisitivas, …

Nos sentamos en el poyo de la cabaña, casi al final del valle, al sol, con la modorra que la calidez de la mañana, luminosa, nos provoca. Leal, el perro teckel de mi amigo, persigue lejos el rastro de algún corzo, que nos enseña su semáforo blanco muy alto en la loma, saltando cerca del arroyo.

Sentados aquí, viendo los abedulares aún desnudos, la conversación se para y el reloj quiere detenerse definitivamente, desaparecer. El hoy es igual al mañana, y lo mismo que al ayer. El tiempo se ausenta y ya sólo existe el aquí y el ahora.









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