Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

14 de septiembre de 2014

La puerta de mi casa

Mi casa nunca está cerrada, porque no tiene puerta. Está siempre abierta, porque ni siquiera tiene cristales. Los plásticos con los que cierro el paso al viento y la lluvia son viejos y sucios, y los ato con cuerdas y alambres.

Mi casa no tiene luz. Por eso no tengo frigorífico, ni televisor. Ni microondas, ni lavadora última generación, de esas triple A, eficientes y ecológicas. Ni home cinema, ni aparato de alta fidelidad. Como en ella no puedo cargar mi smartphone tampoco me compré uno. La tablet nunca me gustó.

Saco a la entrada una silla que encontré junto a una cuneta. En ella me siento. Y desde ella miro mis zapatos. Están viejos y gastados. Si llueve me mojo los pies y los calcetines raídos y agujereados. No tengo otros, son de verano y de invierno al mismo tiempo. Tendré que buscar unos nuevos pronto. Bueno, mejor tendré que buscar unos pronto.

Tampoco aparco delante de ella mi coche, porque como ya habréis adivinado tampoco tengo. Pero solo es porque me gusta moverme despacio por la ciudad, andando. Saboreando el paso del tiempo. Caminando. Buscando. Revisando contenedores. Ya sabes, a veces tomando prestado de un frutal o de una huerta. Paseo hasta mi casa y desde mi casa. Paseo porque no tengo horarios, no tengo trabajo, ni ficha que fichar. Por eso muchas veces pienso que mi trabajo es aguantar. Sobrevivir. Superar un día sin neumonía. Hacer una rayita más en la pared de atrás de mi casa, la que da para el corral que no tiene gallinas. Una muesca más por cada día que como, por cada noche que duermo seco y caliente, una por cada día que no enfermo. Seis rayitas y una que las cruza. Un semana. Y así se suman los grupos de rayitas. Y los grupos suman paredes. Tengo que buscar otra pared para seguir haciendo rayitas, y ya llevo varias.

Se que a veces hablan unos y otros de mi y de otros pocos que viven como yo. Nos llaman los desheredados y no entiendo por qué. Los sin techo, y no entiendo por qué. Los excluidos. Los desamparados. Los olvidados. Llegan a llamarnos los invisibles. Y no entiendo por qué. El caso es que nunca vino aquí ninguno de ellos a verme, ni a hablar conmigo, ni a ofrecerme otro trabajo que no sea el que ya os expliqué de aguantar, ni ayudarme a mejorar. Ni curas, ni políticos, ni vecinos.

Mesas encontradas, cajas de frutas que hacen de armarios y baldas improvisadas, viejos colchones manchados y mantas, botellas, cubos y barreños, platos de porcelana mellada y viejos cartones de vino malo que me consuelan en las frías noches de invierno. Y de verano.

Esto es mi hogar. Mi casa.

Mi casa que ni siquiera es mi casa.


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