Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

18 de julio de 2020

Compañeros

El gorrión común (Passer domesticos) es, sin lugar a dudas, la especie salvaje más conocida por nosotros de entre las que medran junto al ser humano en nuestras urbes, pueblos y zonas habitadas. Es comensal del hombre y se ha adaptado a vivir con (y de) nosotros sin problemas. No es la única especie silvestre que lo hace, ni mucho menos, pero sí es probablemente la más emblemática. Su alimentación omnívora y su adaptabilidad a vivir tanto en ambientes rurales como urbanos se lo facilitan mucho. Que se suban a nuestras manos en algunos lugares para comer en ellas con descaro no significa que sean absolutamente confiadas, y saben marcar las distancias con los hombres, aunque parezca a veces que esas distancias son muy cortas. Hacía años que veía a los gorrioncillos criar sus nidadas en una vieja chimenea inutilizada y ya taponada hace muchos años, situada en una pared del corral. Este año me llevé una tarde el equipo, sabedor de que los polluelos estaban a punto de saltar del nido y largarse a conocer mundo, como así hicieron: dos días después el nido ya estaba vacío y silencioso.

El macho ceba constantemente, aparentemente más confiado que la hembra. Aporta a los pollos granos de maíz y pienso destinados a la alimentación de las gallinas y que roba del interior del gallinero, y a veces también insectos.


Los pollos, teóricamente dos (o al menos únicamente coincidieron solo dos asomando sus picos al mismo tiempo), generalmente esperan agazapados en el nido la llegada de los progenitores, pero a veces lo hacían asomando curiosos su cabecita por encima del borde. 


Uno de ellos haciendo prácticas de vuelo sin soltarse de la oxidada chimenea, mariposeando sus alas velozmente, como si de un colibrí se tratara. No les queda nada en casa de sus padres.


Como ya avancé arriba, la mayor parte de las cebas las realizó aquella tarde el padre y solo unas pocas las hizo la gorriona, que se mostraba mucho más huidiza y desconfiada ante nuestra presencia. Es curioso cómo, a pesar de ser animales que están acostumbrados a la gente trabajando y moviéndose por un espacio concreto relativamente pequeño, y de, a pesar de ello, escoger ese entorno para ubicar su nido, luego desconfían de esa presencia humana cercana. Fácilmente nueve de cada diez cebas las realizó el macho.


Arriba vemos a la madre aportando una especie de avispa negra o quizás alguna hormiga voladora, mirándonos desconfiada mientras estamos sentados bajo una pérgola cubierta de plantas trepadoras, a ocho o nueve metros de distancia. Al poco uno de los polluelos aletea en el reducido espacio del interior de la chimenea mientras su hermano asoma la cabeza.


La luz de la tarde va cayendo y las sombras alcanzan la chimenea. Dejamos a los gorriones y al resto de compañeros silvestres que sigan con sus idas y venidas. Los mirlos comunes ceban a sus tres pollos al lado mismo de nosotros, en el ramaje profuso de la misma pérgola bajo la que descansamos; entran y salen a escasos dos metros nuestro, cargados en el pico con lombrices que capturan en el césped del campo de futbol. En esta pareja sucede al revés que con los gorriones, el desconfiado es el macho -extrañamente desplumado en el cuello-, mientras que la hembra entra con más facilidad al nido. Las tórtolas turcas que anidan bajo un techado existente en el corral y mucho más lejos de nuestra presencia, parecen estar incubando una nueva puesta (un año pusieron seis, siendo ya Navidades cuando sacaban la última nidada adelante, siempre de dos pichones). Sin embargo, los tordos, que es como por estas tierras se les llama a los estorninos negros, ya solo se acercan hasta esta casa para comernos los higos que maduran en la higuera. No nos dejan ni uno. Yo no me enfado, quizás también tienen sus pollos que alimentar, y aunque esta especie en estos momentos ya no anida en la casa, hace tan solo unas semanas una pareja cebaba a su nidada bajo la teja rota de la "cocina vieja", en la base de la chimenea. 

Unos y otros viven con el ser humano, son nuestros pequeños compañeros de viaje. Alegran nuestras primaveras castellanas con sus algarabías, cantos y polluelos. Padres ajetreados en interminables idas y venidas. Picos abiertos en rojo y amarillo, pidiendo insaciables. Vida nueva en forma de pequeñas criaturas emplumadas que medran entre nosotros, aportando naturaleza a nuestras ciudades y pueblos.

Compañeros de piso.



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