Aparco por un momento los derroteros por los que este diario me arrastra y me quedo clavado mirando unas viejas diapositivas cuyos protagonistas me reclaman poderosamente la atención. Las sensaciones que tengo al verlas son de profunda tristeza. En ellas veo a los niños de una remota aldea perdida en el Karakorum sujetando sus viejas tablillas de madera, que hacían las veces de las pizarras de piedra que nuestros antepasados usaron en la escuela desde la Edad Media hasta el siglo XIX principalmente. En las sobadas tablillas aquellos niños aprendían a leer y escribir, y unas matemáticas rudimentarias, buscando alcanzar un futuro mejor que el de sus padres, intentando salir del agujero de miseria en el que habían nacido. O al menos aprendían con aquella intención.
Muchos no lo habrán conseguido, quizás ninguno. Se arremolinaban alrededor de aquellos tres occidentales que parecerían a sus ojos envidiables extraterrestres, inalcanzables, con sus cámaras fotográficas, sus ropas y calzados buenos, con sus equipos de montaña y con una riqueza que les permitía despilfarrarla volando desde sus lejanos lugares de origen hasta aquel país para recorrer a pie sus montañas, algo excéntrico y absurdo para ellos. Unos críos nos miran como asustados, los más pequeños. Otros se divierten con nuestra presencia, somos una novedad. Otros incluso se muestran especialmente curiosos y se nos acercan decididos. Pero las niñas no. Las niñas están desplazadas, siempre en un segundo plano, bien conocedoras ya de cuál es su roll en aquella sociedad patriarcal y machista, siempre haciéndose cargo de algún hermano pequeño.
Ellas nunca sonrieron, siempre trabajando desde muy pequeñas, sin posibilidad de salir del bucle en el que nacieron, ellas, sus madres, sus abuelas, sus bisabuelas ..., predestinadas desde que fueron engendradas para ser casadas con hombres adultos cuando ellas aún apenas están dejando la infancia -si es que alguna vez la tuvieron-.
En estos tiempos que corren, en los que las noticias nos arrastran a la cruda realidad afgana, mi corazón no puede por menos de llorar cuando veo estas viejas diapositivas y pienso en aquellos niños y niñas, hoy hombres y mujeres, y en cuál habrá sido su destino final, en si habrán conseguido salir de aquel pozo sin fondo en el que yo me los crucé durante unos pocos minutos. E imagino a esos niños y niñas afganas que intuimos en la televisión estos días y a los que nunca llegaremos a conocer. Nosotros, en nuestras acomodadas vidas, al menos tenemos la obligación de pensar en ellos, de no olvidarlos, de no hablar de ellos como de simples números de un noticiario.
Porque los niños siempre son los primeros que pagan las consecuencias de las guerras que hacemos los adultos, y porque, además, las niñas son las que siempre sufren las peores consecuencias de nuestras miserias humanas, hoy pienso en las niñas y los niños afganos. Y los veo a través de los ojos de aquellos otros críos pakistaníes para los que solo fuimos una novedad en aquel lejano día a la salida de la escuela.
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