Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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9 de agosto de 2014

Astazu

Aún falta bastante rato para amanecer cuando encaminamos nuestros pasos en la oscuridad de la noche por la pista forestal que serpentea en el fondo del valle. Avanzamos hacia la cabecera de la artesa en forma de "U", perfecta, de libro, calentando nuestros músculos y aprovechando aún el frescor de estos momentos antes de que la pendiente se vuelva más "entretenida" y el sol más justiciero. Este último nos alcanza por fin en plena ascensión por desniveles fuertes, allí donde el quebrantahuesos busca su pitanza planeando sin esfuerzo en círculos ingrávidos. Vamos, casi lo mismo que nosotros. Las piernas van superando los insistentes y machacones zig-zags del sendero, condenándonos a ganar altura realmente de un modo brusco, pero ayudándonos así a encaramarnos a un balcón que más parece un nido de águilas.





Cuando se alcanza por fin el balcón, el paisaje cambia repentinamente. Abajo queda olvidado el valle, y la amabilidad de sus sombras, del bosque, del río vivificante y de sus praderas verdes. Por delante un paraíso mineral, duro, inhóspito y peligroso. Retazos de los últimos hielos glaciales de la cordillera se aferran a las laderas del Monte Perdido, peleándose con el calentamiento del planeta en una batalla que tienen perdida inexorablemente. Se observan todavía algunas grietas, alguna rimaya y unos escuálidos séracs. Del invierno pasado aún aguanta bastante nieve, lo que inevitablemente nos entretiene en nuestro caminar, que se vuelve un poco más errático. Atravesamos, pues, por neveros suaves y cortantes lapiaces buscando con la mirada mucho más allá del gran circo, en donde una laguna se aloja recoleta en un rinconcito, apartada, como si quisiera pasar desapercibida, cargada todavía de hielos flotantes.





Continuamos pesadamente por el duro terreno kárstico ganando altura sin prisas, como si el camino quisiera compensarnos por el brusco desnivel que hemos superado anteriormente. Nos acercamos al collado que cierra vertiginosamente la cabecera de esta cuenca fluvial con las piernas y el estómago pidiendo un paréntesis. Pero no queda nada ya, un rato de insistencia más, yo diría que de cabezonería, y subimos definitivamente al collado. Nos quedamos absortos con el panorama que se ofrece ante nosotros. El gigantesco y descomunal circo de Gavarnie aparece ante nuestra mirada muchos metros por debajo de nuestra posición. Es, sin lugar a dudas, una de las visiones más espectaculares del Pirineo, y la tenemos ante nosotros. Boquiabierto por la visión, soy feliz de poder compartir esta maravilla con mi familia, quince años después de haber caminado solo por estas mismas cumbres mientras mi hijo mayor y su madre esperaban en el valle. El pequeño ni siquiera había nacido. Y ahora estoy aquí con ellos, de nuevo, en un reencuentro con este collado, estas cumbres y estos paisajes que nunca olvidé.




Decidimos comer definitivamente en este collado, pero no sin antes realizar un pequeño y último esfuerzo para coronar el Petit Astazu, que nos observa desde cerca del collado, casi a tiro de piedra, y que nos permitirá ampliar aún más nuestra perspectiva hacia el país vecino. Una corta ladera pedregosa, unos minutos en la arista, aérea pero segura, y unas fotos de cumbre rematan los últimos metros de desnivel positivo de la jornada. Se acabó el subir más, ahora ya solo resta bajar. Un día perfecto.

Ya de regreso a la comodidad del collado, amplio y apacible por la vertiente del Cinca pero brutal por la parte francesa, comentamos la ascensión, anécdotas ocurridas muchos años antes por el gran circo que tenemos delante, explicando y nombrando cada accidente geográfico que podemos identificar, así como los macizos de tres mil metros que se ven desde este extraordinario mirador. Reconocemos desde aquí incluso senderos por los que un día pasaron nuestras botas. Días muy lejanos en el tiempo pero muy cercanos en el corazón.





Bueno, con el estómago más contento y la mente más motivada que nunca, somos conscientes de que solamente la mitad de la jornada se ha completado según los planes previstos, aunque, esos sí, algo más lento de lo esperado debido a esos neveros tardíos que nos han obligado a realizar pequeños rodeos y rebuscar o reinventar el camino. En cualquier caso, estamos dentro de los horarios marcados. Nos sobra aún mucho, mucho día por delante para realizar el largo descenso que tenemos todavía pendiente. Como debe ser. Como dice Tente, tiempo y horas de luz son sinónimo de seguridad en montaña, lo que al final se traduce en que madrugar es nuestra primera responsabilidad. Cuando alcanzamos de regreso el Lago de Marboré y el Balcón de Pineta aún hay gente subiendo, exhaustos muchos de ellos por el calor. Nosotros vamos de recogida ya, satisfechos, sin prisas pero sin pausas, parando, recuperando las piernas, metiendo los pies en los arroyos para que descansen, picando y bebiendo. En definitiva, disfrutando de la marcha, del tiempo y del lugar en el que estamos. Del deber cumplido, y de haber realizado una de las ascensiones normales más bonitas y variadas que se pueden hacer a una cumbre pirenaica. Controlando los tiempos y las paradas. Con una sonrisa dibujada en la cara que nos delata la satisfacción que nos ha reportado lo que hemos vivido.







Si en los primeros compases de la jornada disfrutamos de una extraordinaria visión sobre la cabecera del valle de Pineta, cada vez más lejano y pequeño, cerramos la jornada con la misma perspectiva. Pero ahora el valle se acerca a nosotros, se agranda y se va volviendo más y más descomunal. Nosotros, sin embargo, a medida que descendemos a él nos vamos volviendo más y más pequeños. Insignificantes seres en una naturaleza que se ha mostrado, una vez más, portentosa.

Nosotros bajamos a la bondad de un valle, pero regresaremos a hollar las cumbres.

Volveremos.


8 de agosto de 2014

Lugares de un verano

Las sombras se apoderan de inmensas laderas tapizadas de pinos negros y quedo ensimismado contemplando las últimas luces de la jornada sobre los paredones rocosos, altos e inhóspitos, de uno de tantos valles pirenaicos. He decidido descolgar una gran nube sobre el collado que se divisa al fondo del paisaje para que la realidad se parezca al sueño. Y queda perfecta. Estoy aquí y en estos precisos instantes. No puedo pedir más. 

Hoy no quiero poner nombre a las montañas que me rodean, me niego, quedan los mapas y planos a un lado; hoy las prefiero así, desconocidas, incógnitas. Los nombres domestican la naturaleza en mi cabeza, la vuelve humana, cercana, segura, accesible, familiar, y lo que me rodea hoy lo quiero salvaje. Dormiremos formando parte de este escenario de ensueño, para mañana pasear pausadamente hasta la laguna glaciar por senderos ondulantes, sin desniveles, atravesando praderías alpinas, bosques, arandeneras y sotobosque de boj. Me siento un privilegiado por respirar este atardecer y el amanecer que intuyo para mañana. 

A veces pienso que los lugares no existen hasta que estoy en ellos. A partir de hoy existirán Lavasar y Basa la Mora.









17 de marzo de 2013

En la niebla

¿Nos volvemos o seguimos? No se ve nada a nuestro alrededor; ni por arriba, hacia donde dirigimos nuestros pasos, ni por abajo, de donde venimos. Subimos sin descanso, a tientas, casi a ciegas siguiendo pequeños montoncitos de piedras. Ganamos altura rápidamente. Sin embargo, hace un buen rato que dejamos de ver nada a nuestro alrededor y nos sumergimos en una atmósfera oscura, lúgubre, lechosa y húmeda. Sin llover, resbalan multitud de gotitas de agua por nuestras mochilas y nuestras prendas técnicas de montaña. Seguimos ascendiendo mientras nuestro interior delibera si nos bajamos. Estamos solos. El silencio en la alta montaña se me antoja ahora brutal.

El camino zigzagea en fuerte pendiente, y se divide y se bifurca en pequeños senderillos, cada uno con sus líneas de hitos. Más dudas. Vacilamos. La incertidumbre envuelve nuestros pensamientos como la niebla que la provoca.

Pero mientras decidimos bajarnos, subimos.






3 de octubre de 2012

Las montañas del quebrantahuesos

Regreso a estas montañas después de casi una década de ausencia. Mi última visita fue en un lejano agosto de 2004, cuando con un gran montañero y mejor amigo hicimos la Salenques-Tempestades al Aneto en un fin de semana desde Salamanca. Desde entonces no había vuelto a las montañas pirenaicas. Reconozco que les he sido infiel. Ellas, que tanto me habían dado, han sido un paréntesis en mi vida durante ocho largos años. Pero no penséis mal, no las había olvidado. Este verano por fin he vuelto a sus brazos, sus valles y sus cumbres. Rincones añorados. Ella, Pirene, me ha perdonado y, como buena amante, me ha tratado bien. Me ha regalado un mes de buen tiempo entre los pliegues de sus faldas, sin tormentas veraniegas, ni días de gran bochorno. Sin problemas. Sin dificultades. Gracias por ello, no volverá a suceder.




Con mi familia he regresado finalmente a los Pirineos, hemos subido algunas de sus cumbres y hemos paseado por un puñado de sus valles. A nuestros hijos les hemos enseñado rincones que ya eran familiares para nosotros, y junto a ellos hemos descubierto otros que estaban en nuestro deseo desde hacía largo tiempo.







Desde lo alto, el planear del quebrantahuesos ha sido una constante cotidiana durante estas semanas. Lo hemos buscado. Lo hemos seguido y fotografiado. Hemos subido a algunos collados exclusivamente para esperarle. Miradores y cimas desde los que disfrutar viéndolos volar. Los prismáticos fueron aquellas semanas un bien preciado, que pasaban de mano en mano con la urgencia de quien pierde la oportunidad de verlo mejor. Él, por el contrario, nos ha observado probablemente sin interés, desde la libertad de su cielo.






Como queriendo compensar tanto tiempo de infidelidad, regresé a estas montañas tan solo unos días después de haberlas recorrido con mi familia, aunque en esta segunda oportunidad lo hice con un buen amigo para fotografiar a esta belleza alada desde un hide, como ya sabéis por la página anterior de este cuaderno.

Ya ha comenzado el otoño. Recuerdo las semanas que he pasado este verano en el Pirineo y pienso en lo distinto que es ahora en comparación con los años en los que yo comencé a patearlos. En aquella época, ver un quebrantahuesos era una fortuna, rara y extraña. Hoy en día, aun estando en serio peligro de extinción, resulta relativamente sencillo verlos si te mueves por los macizos montañosos en los que habitan.






Volveré, Pirene. Sin duda, una y otra vez. A recorrer tus valles, a subir y bajar las arrugas de tu vestido. Me subiré a tus hombros y, si me lo permites, también a tus cimas. Y desde ellas buscaré una vez más el planear poderoso de los buitres-águila.