Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

4 de enero de 2014

Sorthela

Recorrer las calles de algunos pueblos portugueses es retroceder en el tiempo muchos años; es echar una mirada atrás, a una época en donde la ausencia de puertas de aluminio, persianas de plástico, tendederos en las ventanas y otros objetos antiestéticos de modernos materiales hacían de la población un lugar auténtico y con personalidad. Hoy en día, ese amor por lo propio de los habitantes de alguna de estas pequeñas aldeas del país vecino hace que muchas de ellas sean merecedoras de una visita pausada por parte de aquella gente fieles de lo auténtico. Y no creo que esté reñida la conservación del patrimonio cultural con la comodidad y la calidad de vida de los vecinos que habitan las casas que nosotros, los turistas que estamos simplemente de paso, fotografiamos. Basta tener un poco de sensibilidad respecto de la belleza estética del mundo que nos rodea para entenderlo, no importando el hecho de si estamos hablando de un paisaje sin trazas artificiales de pistas, carreteras o tendidos eléctricos, o de una coqueta y aislada aldea donde a la vieja puerta carcomida por el paso del tiempo se la sustituye por otra nueva igualmente de madera, en lugar de por la vulgar y antiestética de aluminio plateado.

Sorthela es un claro ejemplo de esto. El mimo con el que los propietarios de las casas y la municipalidad cuidan el conjunto de la aldea intramuros se traduce en belleza. Simplemente. Y la belleza atrae a la gente capaz de apreciarla. Pasear por un pueblo en el que no encuentras papeles por el suelo, en donde las construcciones conservan la arquitectura tradicional, en donde los recintos amurallados no están afeados por modernas barandillas metálicas, en donde el cuidado de cada rincón transmite cariño por la tierra, representa un ejercicio de aprendizaje y humildad del que muchos deberíamos aprender. Sí, Sorthela es uno de esos lugares maravillosos en donde es muy improbable que en una de tus fotografías te veas obligado a clonar algún papel del suelo de alguna de sus calles.








29 de diciembre de 2013

Nómadas del Gran Norte ...

... en las dehesas charras. Aunque no en el número en que se concentran en otros puntos de la geografía peninsular, en las dehesas de Salamanca también podemos disfrutar del encuentro anual con grandes bandos de grullas que vienen a pasar el invierno por nuestras latitudes. La algarabía inconfundible de su trompeteo anuncia anticipadamente al gran bando volando en formación, cambiando a un nuevo campo donde alimentarse de bellotas y brotes tiernos o, al caer la tarde, en dirección a sus dormideros en las orillas del embalse. El encuentro anual con estás incansables viajeras de tamaño ligeramente superior al de nuestras cigüeñas blancas, representa una cita ineludible durante los meses más fríos del año para cualquier amante de la naturaleza en los encinares peninsulares. Ya estamos deseando tener un hueco para intentar tenerlas un poco más cerca desde nuestro hide. Crucemos los dedos, pues, y si nuestros deseos se cumplen os mostraremos el resultado en estas páginas virtuales. Entre tanto, nos conformaremos con el sonido reciente de sus trompeteos en nuestras sienes -grabados de ayer mismo a estas mismas horas-, esas voces que llegan a nuestras latitudes con el frío y que nos traen cada invierno el sabor del Gran Norte.







25 de diciembre de 2013

Otros doce más ...

... y ya suman veinticuatro los meses de vida de este blog. Ya me parecían muchas casi diez mil visitas durante el primer año de recorrido, y en este segundo me habéis regalado más de quince mil. Gracias por todo ello. Si para celebrar aquellos primeros doce meses de vida os mostré doce hermosas montañas, ahora lo haré con doce momentos vividos a lo largo de este año dos mil trece que ya se nos marcha. Gracias por vuestra compañía, sin la cual este blog no tendría ninguna razón de ser.













21 de diciembre de 2013

20 de diciembre de 2013

Olor a carne quemada

El hierro al rojo vivo derrite los pelos antes incluso de tocarlos. El operario apoya sobre la gruesa piel del animal el metal incandescente y lo aprieta firme contra su carne blanda y palpitante, desprendiendo un denso humo blanquecino y un fuerte olor, acre y desagradable, que envuelve la escena. Los mugidos terribles de la res se mezclan con las palabras sosegadas y la conversación tranquila de los hombres. Mientras un veterinario anota metódico en un listado números de crotales, fechas y medicaciones, otro abre la portezuela trasera del cajón y se dispone a inmovilizar el cuerpo del animal con una gruesa cadena alrededor de su cintura y extrayendo su cola por un agujero. Otro trabajador más pinza su cabeza por el cuello, inmovilizándolo mediante una barra y acto seguido le da un corte en una de sus orejas con unas tijeras. Queda la res firmemente subyugada, amarrada, indefensa e inerme. Y entre la rutina tantas veces repetida de unos y otros, a mi me sigue mareando el olor a carne chamuscada, calcinada, abrasada. Números, letras y símbolos marcan el cuerpo del ternero atenazado por el pánico y el estrés. De su garganta salen mugidos pavorosos y de su boca babas y espuma caliente que lanza al aire con los violentos movimientos de su cabeza con los que desesperadamente trata de zafarse de los seres humanos. Miro muy de cerca sus ojos aterrados, que parece se fueran a salir de las órbitas, llenos de horror y miedo. La tensión de su cuerpo desborda todos sus músculos que luchan por liberarse del cajón y las cadenas. Huele a carne quemada, tostada, carbonizada. Carne abrasada.