Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

11 de octubre de 2018

Mi catálogo

Son los pilares que sujetan sobre nuestras cabezas el firmamento, la bóveda celeste, el infinito azul. Entre ellas encontramos cuatro cumbres de más ocho mil metros (Cho Oyu, Makalu, Lothse y Everest), varias de más de siete mil y un abanico casi infinito de cumbres menores de "solo" seis mil metros de altitud sobre el nivel del mar. Pero sus nombres no importan, ni tampoco si superan una u otra barrera, ni si las etiquetamos en una u otra categoría. Importan, por el contrario, su hermosura, su grandiosidad, su verticalidad, sus atardeceres envueltos en brumas y nieblas, sus amaneceres limpios como un espejo. Sus cambios de color.  Sus dimensiones descomunales, la amplitud de sus horizontes. Importan sus historias, sus leyendas, los sacrificios que impusieron entre quienes osaron amarlas. Los que impondrán a aquellos que flirteen con sus laderas en adelante. Su épica. El magnetismo que nos obliga a mirar sus cúspides.

Veintitrés imágenes de otras tantas vivencias, recuerdos que ya son solo sueños en nuestras mentes; veintitrés ensoñaciones que nos conectan con el pasado más reciente, un catálogo hecho de roca, hielo, viento y nubes; de espacios abiertos, de inmensos espacios abiertos, inabarcables, infinitos.

Eso y mucho más es el Himalaya.

























30 de junio de 2018

El monje

Cuando los fotógrafos nos escondemos frente a una carroñada solemos esperar con especial expectación a un señor de aspecto serio y orgulloso, de genio rudo y trato difícil; bronco, huraño. El buitre negro (Aegypius monachus) es un carroñero escaso que no cuenta ni con la décima parte de parejas reproductoras que su compañero de fatigas, el buitre leonado. Mientras que de este último contamos en la Península Ibérica con una población cercana a las diez y ocho mil parejas, del buitre negro rondan solo las mil trescientas, aunque afortunadamente parece que en franca recuperación. Sin lugar a dudas este aspecto de su estado de conservación le confiere una notoria relevancia para el naturalista, que siempre presta más interés a aquellas especies que precisan de una mayor protección. Pero es que, además, ostenta otros atributos peculiares que se vienen a sumar a su precaria situación poblacional. Por un lado, es el mayor ave voladora de Europa y una de las más grandes del mundo tras albatros y cóndores andinos, alcanzando casi los tres metros de envergadura. Resulta ser mucho menos gregaria que el leonado, apareciendo en las carroñas en menor número que aquel (exceptuando allí donde una gran colonia de buitre negro está cercana). Tiene unos hábitos alimenticios algo diferentes a los del leonado -digamos que es un poco más exquisito a la hora de sentarse en la mesa, escogiendo con preferencia la carne a las vísceras-, alimentándose a menudo de carroñas muy pequeñas. Se agrupa en dispersas colonias de cría en densas masas forestales de algunas serranías sobre todo del Centro-Oeste peninsular, donde construyen enormes plataformas sobre la copa de los árboles. Por si fueran poco sugestivas todas estas particularidades, exhibe un porte sobrio y elegante, propiciado en gran medida por las plumas que adornan erizadas la parte posterior de su cuello y que le otorgan ese cariz a la vez aristocrático y severo. Todo ello hace que para un fotógrafo el buitre negro sea una verdadera tentación. Personalmente los considero unos animales realmente bellos, en especial los jóvenes del año, con su cabeza prácticamente negra.

Todo esto se me agolpa en la cabeza cuando a lo largo de varias carroñadas en dos ubicaciones diferentes busco encuadres y gestos que inmortalizar. Sigo y persigo a los ejemplares con el objetivo, los espío y los vigilo, esperando una pose, un gesto o un comportamiento. Caliento el sensor de la cámara con continuas ráfagas desde el escondrijo intentando plasmar en bits digitales ese empaque de personaje duro que siempre transmite esta especie y que a mí tanto me engancha; ese semblante ceñudo y áspero, sí, como de señor serio y orgulloso.
















10 de junio de 2018

Gorriones

Como en otras muchas casas del barrio donde yo me crié, en la nuestra también había una jaula, aunque a diferencia de otras jaulas que se podían ver en balcones y terrazas, en la nuestra no trinaba un canario, o al menos no en aquellos lejanos días de finales de los setenta que me vienen ahora a la memoria. En aquellas fechas una gorriona hembra rabona, a la que le faltaban las plumas de la cola, se movía con la misma soltura tras los barrotes de alambre como por fuera de los mismos. Yo le abría la puertecita sin miedo y ella salía a la habitación y revoloteaba contenta, posándose sobre los muebles, las mesas o el respaldo de las sillas. Con la palma extendida de la mano le ofrecía alpiste y ella lo agradecía con su piar alegre. Se me posaba en el hombro cual loro de pirata cuando iba de una habitación a otra. En ocasiones habría la puerta que daba paso del salón al balcón y nos asomábamos curiosos los dos al bullicio exterior desde nuestro tercer piso de aquella calle humilde, de barrio obrero. Ella realizaba vuelos hasta el medio de la calle para regresar a posarse sobre la barandilla de nuestro balcón o directamente sobre mis hombros o cabeza, donde se arrebujaba comodona entre mi pelo rizado. A veces ella misma se metía sola de nuevo en casa. Parecía libre.

Un día de primavera no regresó de uno de aquellos vuelos. Desapareció.

Decidió volver a ser verdaderamente libre, libre de verdad, como debió nacer, como nunca debía haber dejado de serlo. Lo cierto es que no recuerdo a estas alturas (¡vaya cabeza mía!) cómo llegó a ser un animal enjaulado, pues a mí me lo regaló un compañero del instituto siendo ya adulta. Durante las semanas siguientes la busqué infructuosamente desde el mismo balcón desde el que recuperó su libertad, la esencia misma de su ser, del de todos los seres que nacen salvajes. Aún tenía la vana esperanza de que regresara, pero no fue así.

Algún tiempo después caminaba por mi calle abajo cuando me llamó la atención un pardalillo volantón pidiendo comida a sus padres con ese aleteó rápido tan carácterístico, tiritón y tierno. Cuando vi que la madre que se acercó a introducirle comida en su pico abierto de par en par era una hembra rabona me quedé de piedra, y aunque la observé durante un rato largo hasta que polluelo y madre desaparecieron volando, nunca sabré si fue realmente mi amiga o no. Sin embargo, aquel encuentro me dejó un poso de tranquilidad al imaginar que así seguramente era, que la joven hembra de gorrión que se arrebujaba en el pelo de mi cabeza como si fuera un nido había encontrado el camino a la vida en libertad que nunca debió perder. Si realmente era así, todo había vuelto a su cauce normal, a pesar de mi pesar.

Pienso muchas veces en esta historia cuando veo a las hembras de gorrión común (Passer domesticus), no lo puedo evitar, y tampoco quiero.








Si hay un ave que vive ligada al hombre ese es el gorrión común, sin duda, nuestro "pardal", como se le conoce en numerosas regiones españolas. Común donde los haya, no por ello deja de ser un ave bonita si la observamos con detenimiento, en especial durante el período reproductor cuando los machos presentan el pico negro y el plumaje más llamativo y contrastado, más lustroso, incluyendo un babero mucho más marcado y desarrollado. Por común y cotidiana en nuestras vidas, naturalistas y fotógrafos generalmente no dedicamos mucho tiempo ni esfuerzo en esta especie, pero tenerlos delante del objetivo, a cinco metros de distancia, y entretenerse con una detenida observación de su comportamiento es todo un placer, y si además los enfilamos con nuestro teleobjetivo ... 

Común sí, en absoluto vulgar. De colores modestos puede que también, pero no feo. Abundante sin duda, aunque por desgracia cada vez menos. Carismático, curioso, adaptable, vivaracho, simpático, incluso inteligente. Así es el gorrión. Hasta su nombre es bonito de pronunciar, o al menos a mí me me lo parece: "gorrión", la belleza de lo normal, de lo cotidiano, de lo cercano. Gorrión, ¡qué palabra más bonita!

5 de junio de 2018

El final de la primavera ...

... se va acercando en la meseta castellana. Poco a poco, casi imperceptiblemente, algunos campos van amarilleando a pesar de las lluvias, chaparrones y tormentas que parecen no querernos abandonar. Los primeros campos de cereal ya comienzan a perder el verde intenso con el que han crecido y algunas praderas se van lentamente tornado pardas. Los fondos cambian en nuestras fotos y nos abren nuevas posibilidades con los mismos personajes. Ambientes distintos, la misma ilusión.







30 de mayo de 2018

Primavera

Desde antes de salir el sol una abubilla ya proclama a mis espaldas su porción de paisaje mediante su característico reclamo, profundo y grave, como esponjoso, retumbando por toda la vallejada en la que me encuentro. He llegado hasta una encina baja y achaparrada, rodeada de carrascos, con las primeras luces de un día de diario que se presenta soleado y despejado, vacío de gente y alejado de rutinarias labores agrícolas. La soledad es total. Literalmente empotrado en el follaje que rodea el árbol paso inadvertido a la fauna esteparia que merodea por la zona, con la esperanza de que alguno de sus miembros se deje fotografiar sin miramientos. Me gustan estos momentos en los que se inicia un nuevo día, los albores de una nueva jornada para cientos de seres tras el descanso nocturno. Siempre me han gustado los amaneceres, fríos, solitarios, despejados aún de los quehaceres humanos que lo invaden todo. Solo yo y el espacio que me rodea. Yo solo y los seres que lo pueblan.

El vehículo ha quedado a casi un kilómetro de distancia. Hasta aquí he llegado, pues, caminando sin prisas, intentando esquivar el rocío posado sobre la hierba para que las botas no acaben mojadas y frías, en un gesto tantas mañanas repetido. El gorro de lana y el poco abrigo que he traído se van a hacer imprescindibles en adelante; el grado y medio de temperatura que ha marcado el termómetro del coche en el momento de aparcar me ha sorprendido y promete unas primeras horas de hide "espartanas", puesto que la predicción no las indicaban tan bajas. Me acomodo en el centro de la vaguada rodeado de minúsculos roquedos que le dan variedad al vallejo. Delante de mí una nueva alfombra de flores de las que esta primavera nos está regalando sin contemplaciones; las manzanillas tapizan una porción de varias decenas de metros cuadrados por delante de mí y a mi izquierda en esta porción de estepa que he hecho mía, si quiera durante un pellizco de horas en esta mañana fría. Me basta una sola foto de un animal atravesando la alfombra de flores para compensar el madrugón. Una abubilla, una liebre, una corneja merodeando en busca del desayuno, un alcaraván,... un zorro. Al final una buena perdiz (Alectoris rufa) vino a compadecerse de mí y cruzó rápida mi tapete amarillo y blanco. Mira hacia la encina de donde sale el sonido de la cámara, posa y continúa su camino, alejándose. Suficiente para guardar en mi tarjeta tres o cuatro fotos que representan la belleza de las primaveras mediterráneas, su explosión de vida tras semanas de lluvia. No pasó por donde yo hubiera deseado enfrente mío, es cierto, pero al menos pasó y le estoy agradecido. Gracias por ello, perdiz.