El intolerable asesinato de cientos de niños palestinos recorre como un reguero de pólvora los noticiarios del mundo entero al mismo tiempo que oraciones budistas ondean en el viento en lugares sin importancia, de los que nadie se acuerda. El premio nobel de la paz vende armas a los asesinos, pero clama desde su tarima justicia para los inocentes. Mientras, los banderines oran por nosotros desde el recogimiento de un templo budista, a un mundo de las masacres que se suceden en barrios, hospitales y escuelas de Gaza. Unos asesinan, con la condescendencia de la geoestrategia política que exige un aliado fuerte en Oriente Medio; otros mueren bajo las bombas, o desean hacerlo para liberarse por fin de la tiranía de un plan meticulosamente trazado, donde la ocupación, el aislamiento, la opresión y la ausencia de Derechos Humanos se hace insoportable desde hace ya demasiado tiempo. Los dirigentes políticos occidentales se llevan las manos a la cabeza mientras calculan con los dedos cruzados en la espalda, a hurtadillas, las "ventajas" globales de un gobierno israelí fuerte en la región. El tiempo pasa, los días se suceden y las oraciones siguen fluyendo y se diluyen en el viento, mientras la mano de hierro cae sobre los inocentes, como siempre. Lo que en otros conflictos hubiera sido denominado como genocidio o crímenes de guerra, ahora es considerado simplemente una "respuesta desproporcionada" judía frente a los ataques de las milicias palestinas. Se le cambia el nombre para que no se nos caiga la cara de verguenza mientras la volvemos para otro lado. Y entre tanto, las oraciones se siguen perdiendo para siempre en el bochorno etéreo de esta calurosa mañana de verano. Nunca llegarán a ningún Dios.
Pienso en esos niños al pasear por entre las estupas del templo budista, críos a los que se les ha robado la infancia, rehenes de unas estrategias políticas meticulosamente trazadas por unas mentes dementes, por unos genocidas a los que la comunidad internacional no llama por su nombre.
Yo, circunvalo el templo mientras mi mano hace girar los molinillos de oración situados en su perímetro. Dan vueltas y vueltas antes de parar y dejar de hacer ese sonido chirriante que se escucha claramente desde el interior del edificio, en donde algunos practicantes se encuentran meditando en el más completo de los silencios, rodeados de pinturas de Buda, rojas, azules, blancas.
Observo cómo el aire reclama los textos sánscritos de esas telas maltrechas por la fuerza del viento. Oraciones y plegarias que vuelan hasta los dioses. Me gusta este lugar. Sosiego, tranquilidad, bondad y paz interior. Una paz que lo invade todo. Dos monjes tibetanos me sonríen sorprendidos cuando me ven fotografiar insistentemente esos banderines raídos y deshilachados, llenos de flecos, mientras juegan con el viento, ondulándose, meciéndose. He regresado una vez más a este santuario espiritual, situado tan, tan lejos de las barriadas reducidas a escombros de Gaza. Respiro despacio, hondo, profundamente, entre renovado por el lugar y abatido por mis pensamientos, y no puedo dejar de pensar en esos niños palestinos sin infancia que esperan una muerte inminente o, lo que es peor aún, una muerte lenta asediados por la indiferencia israelí, creciendo en el odio; esos niños y niñas que sobreviven a una distancia infinita de esta paz y de este lugar.