Cuando se alcanza por fin el balcón, el paisaje cambia repentinamente. Abajo queda olvidado el valle, y la amabilidad de sus sombras, del bosque, del río vivificante y de sus praderas verdes. Por delante un paraíso mineral, duro, inhóspito y peligroso. Retazos de los últimos hielos glaciales de la cordillera se aferran a las laderas del Monte Perdido, peleándose con el calentamiento del planeta en una batalla que tienen perdida inexorablemente. Se observan todavía algunas grietas, alguna rimaya y unos escuálidos séracs. Del invierno pasado aún aguanta bastante nieve, lo que inevitablemente nos entretiene en nuestro caminar, que se vuelve un poco más errático. Atravesamos, pues, por neveros suaves y cortantes lapiaces buscando con la mirada mucho más allá del gran circo, en donde una laguna se aloja recoleta en un rinconcito, apartada, como si quisiera pasar desapercibida, cargada todavía de hielos flotantes.
Decidimos comer definitivamente en este collado, pero no sin antes realizar un pequeño y último esfuerzo para coronar el Petit Astazu, que nos observa desde cerca del collado, casi a tiro de piedra, y que nos permitirá ampliar aún más nuestra perspectiva hacia el país vecino. Una corta ladera pedregosa, unos minutos en la arista, aérea pero segura, y unas fotos de cumbre rematan los últimos metros de desnivel positivo de la jornada. Se acabó el subir más, ahora ya solo resta bajar. Un día perfecto.
Ya de regreso a la comodidad del collado, amplio y apacible por la vertiente del Cinca pero brutal por la parte francesa, comentamos la ascensión, anécdotas ocurridas muchos años antes por el gran circo que tenemos delante, explicando y nombrando cada accidente geográfico que podemos identificar, así como los macizos de tres mil metros que se ven desde este extraordinario mirador. Reconocemos desde aquí incluso senderos por los que un día pasaron nuestras botas. Días muy lejanos en el tiempo pero muy cercanos en el corazón.
Bueno, con el estómago más contento y la mente más motivada que nunca, somos conscientes de que solamente la mitad de la jornada se ha completado según los planes previstos, aunque, esos sí, algo más lento de lo esperado debido a esos neveros tardíos que nos han obligado a realizar pequeños rodeos y rebuscar o reinventar el camino. En cualquier caso, estamos dentro de los horarios marcados. Nos sobra aún mucho, mucho día por delante para realizar el largo descenso que tenemos todavía pendiente. Como debe ser. Como dice Tente, tiempo y horas de luz son sinónimo de seguridad en montaña, lo que al final se traduce en que madrugar es nuestra primera responsabilidad. Cuando alcanzamos de regreso el Lago de Marboré y el Balcón de Pineta aún hay gente subiendo, exhaustos muchos de ellos por el calor. Nosotros vamos de recogida ya, satisfechos, sin prisas pero sin pausas, parando, recuperando las piernas, metiendo los pies en los arroyos para que descansen, picando y bebiendo. En definitiva, disfrutando de la marcha, del tiempo y del lugar en el que estamos. Del deber cumplido, y de haber realizado una de las ascensiones normales más bonitas y variadas que se pueden hacer a una cumbre pirenaica. Controlando los tiempos y las paradas. Con una sonrisa dibujada en la cara que nos delata la satisfacción que nos ha reportado lo que hemos vivido.
Si en los primeros compases de la jornada disfrutamos de una extraordinaria visión sobre la cabecera del valle de Pineta, cada vez más lejano y pequeño, cerramos la jornada con la misma perspectiva. Pero ahora el valle se acerca a nosotros, se agranda y se va volviendo más y más descomunal. Nosotros, sin embargo, a medida que descendemos a él nos vamos volviendo más y más pequeños. Insignificantes seres en una naturaleza que se ha mostrado, una vez más, portentosa.
Nosotros bajamos a la bondad de un valle, pero regresaremos a hollar las cumbres.
Volveremos.