Mi casa nunca está cerrada, porque no tiene puerta. Está siempre abierta, porque ni siquiera tiene cristales. Los plásticos con los que cierro el paso al viento y la lluvia son viejos y sucios, y los ato con cuerdas y alambres.
Mi casa no tiene luz. Por eso no tengo frigorífico, ni televisor. Ni microondas, ni lavadora última generación, de esas triple A, eficientes y ecológicas. Ni home cinema, ni aparato de alta fidelidad. Como en ella no puedo cargar mi smartphone tampoco me compré uno. La tablet nunca me gustó.
Saco a la entrada una silla que encontré junto a una cuneta. En ella me siento. Y desde ella miro mis zapatos. Están viejos y gastados. Si llueve me mojo los pies y los calcetines raídos y agujereados. No tengo otros, son de verano y de invierno al mismo tiempo. Tendré que buscar unos nuevos pronto. Bueno, mejor tendré que buscar unos pronto.
Tampoco aparco delante de ella mi coche, porque como ya habréis adivinado tampoco tengo. Pero solo es porque me gusta moverme despacio por la ciudad, andando. Saboreando el paso del tiempo. Caminando. Buscando. Revisando contenedores. Ya sabes, a veces tomando prestado de un frutal o de una huerta. Paseo hasta mi casa y desde mi casa. Paseo porque no tengo horarios, no tengo trabajo, ni ficha que fichar. Por eso muchas veces pienso que mi trabajo es aguantar. Sobrevivir. Superar un día sin neumonía. Hacer una rayita más en la pared de atrás de mi casa, la que da para el corral que no tiene gallinas. Una muesca más por cada día que como, por cada noche que duermo seco y caliente, una por cada día que no enfermo. Seis rayitas y una que las cruza. Un semana. Y así se suman los grupos de rayitas. Y los grupos suman paredes. Tengo que buscar otra pared para seguir haciendo rayitas, y ya llevo varias.
Se que a veces hablan unos y otros de mi y de otros pocos que viven como yo. Nos llaman los desheredados y no entiendo por qué. Los sin techo, y no entiendo por qué. Los excluidos. Los desamparados. Los olvidados. Llegan a llamarnos los invisibles. Y no entiendo por qué. El caso es que nunca vino aquí ninguno de ellos a verme, ni a hablar conmigo, ni a ofrecerme otro trabajo que no sea el que ya os expliqué de aguantar, ni ayudarme a mejorar. Ni curas, ni políticos, ni vecinos.
Mesas encontradas, cajas de frutas que hacen de armarios y baldas improvisadas, viejos colchones manchados y mantas, botellas, cubos y barreños, platos de porcelana mellada y viejos cartones de vino malo que me consuelan en las frías noches de invierno. Y de verano.
Esto es mi hogar. Mi casa.
Mi casa que ni siquiera es mi casa.
14 de septiembre de 2014
11 de septiembre de 2014
Rebecos cantábricos
Estamos a primeros de septiembre y nosotros hemos aprovechado un hueco de unos pocos días para hacer la última escapada veraniega, migrando al norte con la intención de fotografiar al rebeco (Rupicapra rupicapra). El caso es que después de tres jornadas pateando por la zona es esta nuestra última oportunidad tras ver solamente rebaños muy alejados y desconfiados los días anteriores.
Hoy nos hemos alejado de los enclaves más humanizados buscando algún grupo al que poder fotografiar en un ambiente alpino y salvaje. Tras superar una cómoda canal llena de simas, recovecos y pedregales, estamos a punto de alcanzar un collado herboso en donde en anteriores ocasiones hemos podido ver y fotografiar a esta especie sin complicaciones. Es un lugar tranquilo, solitario y alejado de las rutas más conocidas de Picos de Europa. Y a pesar de ello, los rebecos que otros años hemos visto en esta zona no son especialmente asustadizos, aunque tampoco son precisamente de los que se acercan a los hombres hasta entablar casi contacto físico. Nuestra esperanza es que nos permitan mantener una distancia de seguridad suficientemente cercana como para facilitarnos el trabajo fotográfico, algo que tampoco es muy difícil ya que debido al tamaño de estos animales esta distancia no tiene por qué ser corta.
Por fin estamos llegando al collado donde esperamos encontrar al rebaño -no quedan ni cinco minutos- cuando súbitamente un grupo numeroso de rebecos se nos aparece de frente, huyendo asustados en nuestra dirección. Bajan a grandes saltos por un gran nevero que nosotros estamos esquivando, y escapan por unas laderas rocosas de fuerte pendiente hacia un jou al que nosotros no tenemos pensado bajar. Estamos sorprendidos. Pero, ¿qué a pasado? Intrigados, terminamos de subir y junto al collado descubrimos el motivo de la espantada generalizada de la manada: cuatro montañeros acaban de acceder hasta el lugar desde la vertiente opuesta. Nuestras esperanzas de pasar el día junto al rebaño de la zona se han desvanecido por completo de un plumazo. Por lo pronto no vemos ningún rebeco más. El inoportuno grupo de montañeros continúa su camino y nosotros dos nos quedamos de nuevo a solas con la montaña, abatidos por nuestros pensamientos: si hubiéramos caminado un poco más deprisa, si hubiéramos parado menos veces, ...
Decepcionados, deambulamos por la zona buscando con los prismáticos hasta que, camino de una cumbre próxima, nuestra suerte parece cambiar, pues localizamos por fin una primera hembra rumiando tranquila acompañada de su cría, que por estas fechas ya presenta un buen tamaño. Permanecen tranquilas ante nuestro lento acercamiento, y nos permiten hacerles algunas tomas a una distancia prudencial que les incomoda poco o nada, ya que están más pendientes de otra pareja de montañeros que evolucionan a mucha mayor distancia que de nosotros mismos.
Tras permanecer junto a ellas durante bastante tiempo, nos despedimos finalmente de esta familia solitaria y las dejamos pastando entre los canchales cercanos. Han ido pasando las horas y hemos ido localizando desperdigados por los alrededores nuevos ejemplares que se prestan a posar para nosotros. Alguna otra madre con su descendencia, algún ejemplar altivo y solitario. Poco a poco hemos salvado la jornada, aunque solo sea en parte tras la azarosa huida de la manada principal. Finalmente se han sumado un puñado de imágenes difíciles en la tarjeta de la cámara y nosotros, sin estar plenamente satisfechos, emprendemos el regreso definitivo. Nos despedimos de ellos por ahora. Esperamos que sea una despedida momentánea, pues es en invierno cuando la belleza de esta especie se presenta en todo su esplendor con el contrastado pelaje invernal. Queda pendiente, por lo tanto, una futura escapada cuando las ventiscas y las heladas hayan hecho acto de presencia en la alta montaña cantábrica. No es un adiós, sino un hasta pronto.
Hoy nos hemos alejado de los enclaves más humanizados buscando algún grupo al que poder fotografiar en un ambiente alpino y salvaje. Tras superar una cómoda canal llena de simas, recovecos y pedregales, estamos a punto de alcanzar un collado herboso en donde en anteriores ocasiones hemos podido ver y fotografiar a esta especie sin complicaciones. Es un lugar tranquilo, solitario y alejado de las rutas más conocidas de Picos de Europa. Y a pesar de ello, los rebecos que otros años hemos visto en esta zona no son especialmente asustadizos, aunque tampoco son precisamente de los que se acercan a los hombres hasta entablar casi contacto físico. Nuestra esperanza es que nos permitan mantener una distancia de seguridad suficientemente cercana como para facilitarnos el trabajo fotográfico, algo que tampoco es muy difícil ya que debido al tamaño de estos animales esta distancia no tiene por qué ser corta.
Por fin estamos llegando al collado donde esperamos encontrar al rebaño -no quedan ni cinco minutos- cuando súbitamente un grupo numeroso de rebecos se nos aparece de frente, huyendo asustados en nuestra dirección. Bajan a grandes saltos por un gran nevero que nosotros estamos esquivando, y escapan por unas laderas rocosas de fuerte pendiente hacia un jou al que nosotros no tenemos pensado bajar. Estamos sorprendidos. Pero, ¿qué a pasado? Intrigados, terminamos de subir y junto al collado descubrimos el motivo de la espantada generalizada de la manada: cuatro montañeros acaban de acceder hasta el lugar desde la vertiente opuesta. Nuestras esperanzas de pasar el día junto al rebaño de la zona se han desvanecido por completo de un plumazo. Por lo pronto no vemos ningún rebeco más. El inoportuno grupo de montañeros continúa su camino y nosotros dos nos quedamos de nuevo a solas con la montaña, abatidos por nuestros pensamientos: si hubiéramos caminado un poco más deprisa, si hubiéramos parado menos veces, ...
Decepcionados, deambulamos por la zona buscando con los prismáticos hasta que, camino de una cumbre próxima, nuestra suerte parece cambiar, pues localizamos por fin una primera hembra rumiando tranquila acompañada de su cría, que por estas fechas ya presenta un buen tamaño. Permanecen tranquilas ante nuestro lento acercamiento, y nos permiten hacerles algunas tomas a una distancia prudencial que les incomoda poco o nada, ya que están más pendientes de otra pareja de montañeros que evolucionan a mucha mayor distancia que de nosotros mismos.
Tras permanecer junto a ellas durante bastante tiempo, nos despedimos finalmente de esta familia solitaria y las dejamos pastando entre los canchales cercanos. Han ido pasando las horas y hemos ido localizando desperdigados por los alrededores nuevos ejemplares que se prestan a posar para nosotros. Alguna otra madre con su descendencia, algún ejemplar altivo y solitario. Poco a poco hemos salvado la jornada, aunque solo sea en parte tras la azarosa huida de la manada principal. Finalmente se han sumado un puñado de imágenes difíciles en la tarjeta de la cámara y nosotros, sin estar plenamente satisfechos, emprendemos el regreso definitivo. Nos despedimos de ellos por ahora. Esperamos que sea una despedida momentánea, pues es en invierno cuando la belleza de esta especie se presenta en todo su esplendor con el contrastado pelaje invernal. Queda pendiente, por lo tanto, una futura escapada cuando las ventiscas y las heladas hayan hecho acto de presencia en la alta montaña cantábrica. No es un adiós, sino un hasta pronto.
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8 de septiembre de 2014
Las piquigualdas
Regresamos Pablo y yo de darnos una pequeña paliza en busca de algunos rebecos que tengan a bien dejarse hacer alguna foto. Dentro de un rato estaremos en la carretera de regreso a nuestra casa, pero antes de bajar de estas montañas y juntarnos con el resto de la familia que espera abajo en el valle, decidimos probar suerte con las siempre espectaculares chovas piquigualdas (Pyrrhocorax graculus). Para ello nos detenemos en unos prados junto a unos grandes precipicios sobre los que los días anteriores hemos observado que estas aves gustan de jugar con el viento. Vuelan en grupos realizando acrobáticas piruetas, yendo y viniendo, piando, reclamando, posándose cerca de montañeros y turistas, esperando obtener algo a cambio y volviendo a emprender el vuelo para alejarse hasta otro lugar. Se acercan y se alejan, posándose en las praderas alpinas en busca de insectos.
Descargamos, pues, nuestras espaldas del peso de las mochilas y nos sentamos en la hierba al borde del acantilado. Preparamos las cámaras y nos disponemos a esperar. La montaña se presenta increíble, con un espléndido cielo azul. Detrás, moles gigantescas de caliza; delante, el valle aún muy abajo tapizado de hayedos y praderas. En momentos como estos uno comprende por qué regresamos una y otra vez a las alturas. Me dan envidia estas aves alborotadoras, veleras como pocas, habitantes de las montañas más altas de Eurasia, desde China a la Cordillera Cantábrica, y en menor medida también del norte de África. En el Himalaya o Karakorum se las puede observar por encima de los ocho mil metros de altitud, visitando los campamentos de altura de las expediciones alpinísticas, llegando a criar allí en alturas cercanas a los cinco mil metros. Inteligentes como todos los miembros de la familia de los córvidos, repasan los lugares en los que los humanos hemos descansado previamente, batiendo la zona en busca de restos alimenticios. A menudo se posarán en las cumbres cuando nosotros las abandonamos.
A nosotros hoy nos es suficiente una hora de descanso en los prados junto a los cantiles para disfrutar de su presencia antes de iniciar el definitivo regreso al valle y a casa. Unas pocas fotos, unos pocos minutos de despedida en su compañía.
Descargamos, pues, nuestras espaldas del peso de las mochilas y nos sentamos en la hierba al borde del acantilado. Preparamos las cámaras y nos disponemos a esperar. La montaña se presenta increíble, con un espléndido cielo azul. Detrás, moles gigantescas de caliza; delante, el valle aún muy abajo tapizado de hayedos y praderas. En momentos como estos uno comprende por qué regresamos una y otra vez a las alturas. Me dan envidia estas aves alborotadoras, veleras como pocas, habitantes de las montañas más altas de Eurasia, desde China a la Cordillera Cantábrica, y en menor medida también del norte de África. En el Himalaya o Karakorum se las puede observar por encima de los ocho mil metros de altitud, visitando los campamentos de altura de las expediciones alpinísticas, llegando a criar allí en alturas cercanas a los cinco mil metros. Inteligentes como todos los miembros de la familia de los córvidos, repasan los lugares en los que los humanos hemos descansado previamente, batiendo la zona en busca de restos alimenticios. A menudo se posarán en las cumbres cuando nosotros las abandonamos.
A nosotros hoy nos es suficiente una hora de descanso en los prados junto a los cantiles para disfrutar de su presencia antes de iniciar el definitivo regreso al valle y a casa. Unas pocas fotos, unos pocos minutos de despedida en su compañía.
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23 de agosto de 2014
La foto de mi fracaso
Sí, esta es la foto de mi fracaso, y tiene ya varios meses. Tras ver la entrada en el blog de mis amigos de Iberiabird sobre el elanio azul (Elanus caeruleus), no me he resistido a enseñaros esta foto -más por el placer de volver a ver de nuevo en este cuaderno esos increíbles ojos rojos que por cualquier otra motivación- que es el triste resultado de lo que es un nuevo fiasco fotográfico en lo que va de año. Fiasco si tenemos en cuenta que el producto de las esperas en el interior del hide no ha dado más resultado positivo que esta única fotografía, no así por el disfrute que en cualquier caso ha estado asegurado. Y sí, esta única foto es todo lo que he podido obtener de varias tardes delante de uno de los posaderos habituales de mi pareja de elanios, ese posadero que ya conocéis de la temporada anterior y que tan buenos momentos me ha deparado. Pero esta vez no tuvieron a bien posarse en la parte limpia del mismo quedando ocultos tras el follaje, o si lo hicieron fue en una ocasión y durante apenas un segundo, tiempo que fue suficiente para realizar una ráfaga de cinco disparos. El azar y la casualidad hicieron que en ninguna de las ocasiones ni los dos preciosos progenitores ni ninguno de los tres nuevos retoños que han sacado adelante en este 2014 se posaran a comer tranquilamente sus topillos en este posadero (usan habitualmente cinco o seis distintos) ¡Qué se le va a hacer! habrá que seguir insistiendo, este año o el que viene. O el siguiente, quién sabe.
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21 de agosto de 2014
Ojo y pestaña ...
... que nuestros campos se llenan ya de gentes con armas entre las manos. Ha comenzado la media veda.
Íbamos bajando un amigo y yo por entre unos jarales inmensos por un sendero zigzageante de la sierra cuando observamos que un cazador y su pointer batían el monte ladera arriba. Antes que recibir una descarga de perdigones comenzamos a silbar y a hablar alto para ser oídos con antelación por aquella persona armada. Cuando llegamos a su altura respondió a mi saludo con una muy malhumorada y agresiva respuesta por ir hablando a un volumen que, según él, espantaba las perdices de la zona, inexistentes por otro lado, debido quién sabe si a la propia presión cinegética.
Caminaba yo mucho tiempo antes por la orilla de un pequeño azud de la provincia cuando observé algunas anátidas en el centro de la lámina de agua. Mientras las identificaba con los prismáticos varias detonaciones me sobresaltaron a mi y a los patos, que levantaron el vuelo. Acto seguido los perdigones silbaron a mi lado, incrustándose como flechas silbantes en el fango de la orilla a mi alrededor. Los cazadores a lo suyo.
Caminando por una dehesa salmantina descubro unos huesos y pellejo seco, semi-enterrados por la hierba alta. Los recojo y gracias a los restos de plumas compruebo que se trata de un ratonero. Cuando los limpio en casa para guardar el cráneo descubro perdigones incrustados en varios de los huesos de la rapaz.
Diez y ocho milanos reales tiroteados en un dormidero en la Reserva Natural de Villafáfila, o águilas imperiales en Cádiz, linces u osos en otros puntos de nuestra geografía. Da igual el lugar, tampoco importa tanto porque ejemplos de estos tenemos en todas las provincias y con todas las especies. Y lo que es peor, de manera cotidiana hasta el hastío.
Pero podríamos seguir. Especies, protegidas o no, envenenadas en cotos de caza. Furtivos detenidos por el SEPRONA, y otra infinidad de ellos que nunca serán apresados. Cazadores caminando con el arma cargada junto a poblaciones, lugares habitados o por las cunetas de las carreteras, o disparando a menos de quinientos metros de zonas habitadas.
En fin, hechos anecdóticos como estos los hemos sufrido o conocido en mayor o menor medida todos los que paseamos por el campo. Tal es así, que da la sensación de que se trata de algo mucho menos anecdótico de lo que pudiera parecer, y desde luego de lo que las federaciones de caza intentan transmitir al resto de la población, a esa parte de la población, inmensa, que no portamos armas letales. Los antiguos cazadores que un día, en un momento de inflexión en sus vidas, dejaron las armas para siempre, cuentan barbaridades sobre el ambiente cinegético. Gente ansiosa de apretar el gatillo. Gente que dice amar el campo pero que curiosamente no lo pisa fuera de la temporada de caza. Gente que alardea de actos de furtivismo. Diversión por la muerte hasta el ensañamiento de ciertas especies como el zorro. En fin otra vez, un mundo muy triste para los que de verdad hemos demostrado que sí amamos el campo, para esos que salimos a él a la menor oportunidad durante todos los meses del año.
Cierto es que no se puede generalizar, pero la pésima imagen que el cazador tiene en la sociedad actual parece fruto de sus propias acciones y no de esa "cultura del bambi" que representantes del sector cinegético achacan peyorativamente, y haciendo alarde de una gran falta de respeto, a unas generaciones que en realidad lo que están es simplemente más concienciadas respecto de nuestro peligroso alejamiento de la naturaleza, y que han optado por oponerse a esta práctica cruel de un modo "razonado", algo de lo que reiteradamente se olvidan la mayoría de los que empuñan un arma. Y aunque, insisto, no se debe generalizar, lo cierto es que según algunas estadísticas mueren anualmente una veintena de personas en España como consecuencia directa de accidentes de caza, y casi un millar sufren heridas de diversa consideración, algunas irreversibles como paraplegias o cegueras. Algunas de estas víctimas son personas ajenas a la caza, personas que tuvieron la desgracia de pasar demasiado cerca de un cazador que, por irresponsabilidad, negligencia, desconocimiento o simplemente accidente, apretó el gatillo cuando no debía.
Podríamos hablar de la agresividad innata que muestran muchos cazadores, capaces de descargar su frustración disparando contra cualquier cosa que se mueva si ese día "no se le ha dado bien", dando igual que sea una señal de Coto Privado de Caza o una rapaz, o incluso contra algún perro (que de estos casos también todos conocemos alguno). O podríamos hablar de la muerte innecesaria de unos 40 millones de animales salvajes, solo en España, aunque luego tiran balones fuera cuando se quejan del poco número de ejemplares existentes de algunas especies (bueno, a lo peor he exagerado un poco, hay datos que apuntan a que en realidad son solo 30 millones, y me olvidaré de otros que hablan de 50 millones). O podríamos hablar de la falta de ética de algunas modalidades cinegéticas como las monterías o los ganchos o batidas, que a veces incluso empujan a los animales sin escapatoria contra los mallados cinegéticos, en una carnicería verdaderamente aberrante; o sobre la caza en épocas en las que las crías aún no se ha independizado (como en el caso de los cachorros de lobo) o en días de fortuna -nieve, niebla- (sí, esto también se hace con el demonizado lobo) o también, por qué no, sobre animales cebados previamente (y nuevamente hemos de decir que así se persigue también al lobo o al jabalí, entre otros). En fin, todo un acto de cobardía injustificable, donde las oportunidades de lucha -por decirlo de algún modo- de tú a tú entre cazador y presa son minimizadas o directamente eliminadas del todo, en lo que no podemos dejar de denominar como una lamentable masacre.
También podríamos hablar de los miles de toneladas de plomo contaminante que se esparce por nuestros campos y humedales. O de los lamentables abandonos o la muerte de los perros de caza cuando ya no les sirven a sus dueños (a pesar de las campañas de denuncia, aún se pueden encontrar demasiados galgos ahorcados por nuestros campos). También podríamos hablar -y esto concierne a las administraciones- de la inexplicable facilidad con la que se le concede un permiso de tenencia de armas a la gente. O de que incomprensiblemente el 0,02% de la población dispongan para su disfrute del 80% del territorio nacional, perjudicando en el uso de esos espacios al 99,98% de los españoles que se ven seriamente amenazados por un accidente de caza, limitando su plena libertad de movimientos. O podríamos hablar del por qué algunas grandes fincas cinegéticas tienen tanto poder que cierran caminos públicos impunemente, u obtienen de modo habitual permisos "excepcionales" para controlar depredadores, incluso mediante artes ilegales.
O podríamos hablar simple y llanamente de por qué una práctica cuya esencia es el divertimento a través de la muerte de un animal, es algo tan defendido y fomentado por las administraciones en un siglo XXI que se cree civilizado y moderno, y que alcanza las máximas cotas de locura colectiva cuando una comunidad autónoma (siempre la inefable Castilla y León) llega a subvencionar con dinero público un programa de acercamiento de la caza a los escolares de 7 a 12 años en colegios públicos, para luchar contra esa "cultura del bambi".
¿Nos hemos vuelto locos? ¿Estamos realmente en el siglo XXI?
Pero no vamos a hablar de todo ese ambiente enrarecido que envuelve al mundo de la caza y de todas esas cuestiones que a los cazadores les pueden parecer "anecdóticas". Que el sector cinegético mueva tanto dinero, tantas influencias y se haya convertido en un lobby es también algo anecdótico, como lo es el que muchos de los grandes políticos, banqueros y empresarios del país sean cazadores, y que muchas decisiones políticas se cocinen durante sus excursiones cinegéticas en grandes fincas de Castilla-La Mancha, Extremadura o Andalucía. No es algo que tenga relación. No seáis mal pensados, es simplemente una coincidencia.
Yo solo comenzaba hablando de dos o tres de las muchas anécdotas similares que yo he tenido, sin más.
Pues eso, disfrutar del campo, amigas y amigos, pero cuando os crucéis con un cartel de Coto Privado de Caza acribillado por una persona frustrada de gatillo fácil, pensar que si una perdigonada atraviesa sin problemas su duro metal, tampoco podrán resistir una descarga similar ni vuestra cabeza ni vuestra caja torácica. Feliz día de campo, camperos y bicheros en general.
Íbamos bajando un amigo y yo por entre unos jarales inmensos por un sendero zigzageante de la sierra cuando observamos que un cazador y su pointer batían el monte ladera arriba. Antes que recibir una descarga de perdigones comenzamos a silbar y a hablar alto para ser oídos con antelación por aquella persona armada. Cuando llegamos a su altura respondió a mi saludo con una muy malhumorada y agresiva respuesta por ir hablando a un volumen que, según él, espantaba las perdices de la zona, inexistentes por otro lado, debido quién sabe si a la propia presión cinegética.
Caminaba yo mucho tiempo antes por la orilla de un pequeño azud de la provincia cuando observé algunas anátidas en el centro de la lámina de agua. Mientras las identificaba con los prismáticos varias detonaciones me sobresaltaron a mi y a los patos, que levantaron el vuelo. Acto seguido los perdigones silbaron a mi lado, incrustándose como flechas silbantes en el fango de la orilla a mi alrededor. Los cazadores a lo suyo.
Caminando por una dehesa salmantina descubro unos huesos y pellejo seco, semi-enterrados por la hierba alta. Los recojo y gracias a los restos de plumas compruebo que se trata de un ratonero. Cuando los limpio en casa para guardar el cráneo descubro perdigones incrustados en varios de los huesos de la rapaz.
Diez y ocho milanos reales tiroteados en un dormidero en la Reserva Natural de Villafáfila, o águilas imperiales en Cádiz, linces u osos en otros puntos de nuestra geografía. Da igual el lugar, tampoco importa tanto porque ejemplos de estos tenemos en todas las provincias y con todas las especies. Y lo que es peor, de manera cotidiana hasta el hastío.
Pero podríamos seguir. Especies, protegidas o no, envenenadas en cotos de caza. Furtivos detenidos por el SEPRONA, y otra infinidad de ellos que nunca serán apresados. Cazadores caminando con el arma cargada junto a poblaciones, lugares habitados o por las cunetas de las carreteras, o disparando a menos de quinientos metros de zonas habitadas.
En fin, hechos anecdóticos como estos los hemos sufrido o conocido en mayor o menor medida todos los que paseamos por el campo. Tal es así, que da la sensación de que se trata de algo mucho menos anecdótico de lo que pudiera parecer, y desde luego de lo que las federaciones de caza intentan transmitir al resto de la población, a esa parte de la población, inmensa, que no portamos armas letales. Los antiguos cazadores que un día, en un momento de inflexión en sus vidas, dejaron las armas para siempre, cuentan barbaridades sobre el ambiente cinegético. Gente ansiosa de apretar el gatillo. Gente que dice amar el campo pero que curiosamente no lo pisa fuera de la temporada de caza. Gente que alardea de actos de furtivismo. Diversión por la muerte hasta el ensañamiento de ciertas especies como el zorro. En fin otra vez, un mundo muy triste para los que de verdad hemos demostrado que sí amamos el campo, para esos que salimos a él a la menor oportunidad durante todos los meses del año.
Cierto es que no se puede generalizar, pero la pésima imagen que el cazador tiene en la sociedad actual parece fruto de sus propias acciones y no de esa "cultura del bambi" que representantes del sector cinegético achacan peyorativamente, y haciendo alarde de una gran falta de respeto, a unas generaciones que en realidad lo que están es simplemente más concienciadas respecto de nuestro peligroso alejamiento de la naturaleza, y que han optado por oponerse a esta práctica cruel de un modo "razonado", algo de lo que reiteradamente se olvidan la mayoría de los que empuñan un arma. Y aunque, insisto, no se debe generalizar, lo cierto es que según algunas estadísticas mueren anualmente una veintena de personas en España como consecuencia directa de accidentes de caza, y casi un millar sufren heridas de diversa consideración, algunas irreversibles como paraplegias o cegueras. Algunas de estas víctimas son personas ajenas a la caza, personas que tuvieron la desgracia de pasar demasiado cerca de un cazador que, por irresponsabilidad, negligencia, desconocimiento o simplemente accidente, apretó el gatillo cuando no debía.
Podríamos hablar de la agresividad innata que muestran muchos cazadores, capaces de descargar su frustración disparando contra cualquier cosa que se mueva si ese día "no se le ha dado bien", dando igual que sea una señal de Coto Privado de Caza o una rapaz, o incluso contra algún perro (que de estos casos también todos conocemos alguno). O podríamos hablar de la muerte innecesaria de unos 40 millones de animales salvajes, solo en España, aunque luego tiran balones fuera cuando se quejan del poco número de ejemplares existentes de algunas especies (bueno, a lo peor he exagerado un poco, hay datos que apuntan a que en realidad son solo 30 millones, y me olvidaré de otros que hablan de 50 millones). O podríamos hablar de la falta de ética de algunas modalidades cinegéticas como las monterías o los ganchos o batidas, que a veces incluso empujan a los animales sin escapatoria contra los mallados cinegéticos, en una carnicería verdaderamente aberrante; o sobre la caza en épocas en las que las crías aún no se ha independizado (como en el caso de los cachorros de lobo) o en días de fortuna -nieve, niebla- (sí, esto también se hace con el demonizado lobo) o también, por qué no, sobre animales cebados previamente (y nuevamente hemos de decir que así se persigue también al lobo o al jabalí, entre otros). En fin, todo un acto de cobardía injustificable, donde las oportunidades de lucha -por decirlo de algún modo- de tú a tú entre cazador y presa son minimizadas o directamente eliminadas del todo, en lo que no podemos dejar de denominar como una lamentable masacre.
También podríamos hablar de los miles de toneladas de plomo contaminante que se esparce por nuestros campos y humedales. O de los lamentables abandonos o la muerte de los perros de caza cuando ya no les sirven a sus dueños (a pesar de las campañas de denuncia, aún se pueden encontrar demasiados galgos ahorcados por nuestros campos). También podríamos hablar -y esto concierne a las administraciones- de la inexplicable facilidad con la que se le concede un permiso de tenencia de armas a la gente. O de que incomprensiblemente el 0,02% de la población dispongan para su disfrute del 80% del territorio nacional, perjudicando en el uso de esos espacios al 99,98% de los españoles que se ven seriamente amenazados por un accidente de caza, limitando su plena libertad de movimientos. O podríamos hablar del por qué algunas grandes fincas cinegéticas tienen tanto poder que cierran caminos públicos impunemente, u obtienen de modo habitual permisos "excepcionales" para controlar depredadores, incluso mediante artes ilegales.
O podríamos hablar simple y llanamente de por qué una práctica cuya esencia es el divertimento a través de la muerte de un animal, es algo tan defendido y fomentado por las administraciones en un siglo XXI que se cree civilizado y moderno, y que alcanza las máximas cotas de locura colectiva cuando una comunidad autónoma (siempre la inefable Castilla y León) llega a subvencionar con dinero público un programa de acercamiento de la caza a los escolares de 7 a 12 años en colegios públicos, para luchar contra esa "cultura del bambi".
¿Nos hemos vuelto locos? ¿Estamos realmente en el siglo XXI?
Pero no vamos a hablar de todo ese ambiente enrarecido que envuelve al mundo de la caza y de todas esas cuestiones que a los cazadores les pueden parecer "anecdóticas". Que el sector cinegético mueva tanto dinero, tantas influencias y se haya convertido en un lobby es también algo anecdótico, como lo es el que muchos de los grandes políticos, banqueros y empresarios del país sean cazadores, y que muchas decisiones políticas se cocinen durante sus excursiones cinegéticas en grandes fincas de Castilla-La Mancha, Extremadura o Andalucía. No es algo que tenga relación. No seáis mal pensados, es simplemente una coincidencia.
Yo solo comenzaba hablando de dos o tres de las muchas anécdotas similares que yo he tenido, sin más.
Pues eso, disfrutar del campo, amigas y amigos, pero cuando os crucéis con un cartel de Coto Privado de Caza acribillado por una persona frustrada de gatillo fácil, pensar que si una perdigonada atraviesa sin problemas su duro metal, tampoco podrán resistir una descarga similar ni vuestra cabeza ni vuestra caja torácica. Feliz día de campo, camperos y bicheros en general.
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