Pasan los meses y los años más rápido de lo que quisiéramos y antes de que me haya dado cuenta este blog ha cumplido un nuevo aniversario. Hoy día catorce ponemos cinco velas sobre la tarta. Pocas todavía, lo sé, pero pasito a pasito va creciendo; darle tiempo. Las doce fotografías que os dejo en esta quinta celebración rompe de nuevo con la deriva que va tomando Cuaderno de un Nómada en los últimos tiempos hacia una fotografía casi exclusivamente de fauna, y en vez de presentaros bichos de pluma y pelo, os dejo una docena de tomas de Londres, realizadas en nuestro viaje estival por el Reino Unido que habéis podido leer en entradas anteriores. Doce tomas, doce fotografías de doce momentos callejeando por esta ciudad cosmopolita y multicultural. Doce imágenes para doce meses.
14 de diciembre de 2016
7 de diciembre de 2016
La primera gran nevada
El pronóstico para mañana miércoles es de nieve en todo el Sistema Central. Para el jueves también, así como para el viernes y el sábado. Y para el domingo las previsiones anuncian más de lo mismo. Ese es entonces nuestro día.
Alcanzamos el final de la carretera ya con cadenas y nos equipamos contra el poco frío que hace y para la mucha nieve que nos espera. Lo primero será localizar algún rebaño de cabra montés (Capra pyreanica victoriae), lo que nos cuesta unas horas de patear abriendo huella en la nieve profunda y húmeda. No hace frío y la nieve está empapada. De hecho, a ratos incluso llueve ligeramente, o cae aguanieve o minúsculos cristales poco o nada vaporosos. Hubiera sido perfecto el día si el frío se hubiera presentado intenso y la nieve cayera lentamente en forma de grandes copos. Pero hoy no será así.
Localizado por fin un rebaño, lo alcanzamos sin prisas, pausadamente, dejándonos ver con mucho cuidado y antelación para no espantarlo y ver así cómo de un plumazo se nos terminan las oportunidades de toda la jornada. Una vez junto al rebaño, pasamos las siguientes horas en su periferia, buscando las ubicaciones fotográficas que nos permitan realizar tomas representativas. Si no hay que subestimar nunca los peligros de la montaña, menos aún cuando la capa de nieve tapiza y lo cubre todo, ocultando agujeros, hielo o piedras resbaladizas. Esto nos obliga a extremar las precauciones, dando pequeños rodeos, necesarios para esquivar cualquier roquedo sobre los que en otras circunstancias hubiéramos transitado sin miramientos. Por otro lado, desde un punto de vista fotográfico, la gran luminosidad que el manto blanco proporciona contrarresta la capa de nubes bajas que cubre la sierra y que, de lo contrario, nos hubiera obligado a tirar de ISO.
Sabemos que esta va a ser probablemente la última sesión que dediquemos al celo de la cabra montés esta temporada. Los machos están poco activos, pero, no obstante, algunos nos muestran su típico ritual. Por muchas veces que lo veamos siempre será un espectáculo contemplarlo. Tal parece que nunca me cansaré de observar a estos magníficos ejemplares.
Muchas veces, cuando estoy delante de alguno de estos negros machos en celo, pienso en lo lejos que estoy como fotógrafo de realizar sesiones a la berrea del ciervo -ni buenas ni malas- ya que en donde yo vivo y por los lugares que yo me suelo mover no existe la oportunidad. Y se me viene a la cabeza porque ciervos y cabras monteses tienen en común un par de cuestiones que los ha convertido en centro de interés para el hombre desde hace siglos. Una de ellas es que el macho de ambas especies es un animal potente, de porte arrogante y espectacular, siempre identificado con la nobleza y la belleza; mientras que la segunda cuestión compartida deriva de que sus respectivos celos constituyen momentos únicos en la vida de nuestra fauna ibérica, con un denominador común: sus brutales y, a veces, agotadores combates. Ningún otro animal peninsular nos proporciona espectáculos similares al del celo de estos dos herbívoros. Por eso, disponer de la oportunidad de ser espectadores cercanos de este momento en la vida de las cabras, supone para mi una verdadera fortuna, consciente de que respecto del ciervo y su berrea me tendré que resignar.
Volviendo a la cabra montés, y aunque el período de celo está ya avanzado, aún restan unas semanas de cortejos y cópulas hasta entrado diciembre. Sin embargo, nuestro verdadero objetivo hoy no será tanto la fotografía del cortejo (no es mi intención aburriros ya más con este período de su ciclo biológico), como fotografiar a estos animales en un ambiente alpino, verdaderamente riguroso, de alta montaña, descriptivo de una etapa anual en sus vidas que pocas veces vemos fotografiada. Para el rebaño representa un período del año duro, difícil, en el que no todos tendrán un buen final. No pocos ejemplares viejos o enfermos, o incluso los jóvenes del año nacidos tarde durante la temporada de partos, sucumben ante la crudeza del invierno, con sus bajas temperaturas, escasez de horas de luz, lluvia, viento y nieve. La vida es dura en la alta montaña y los débiles simplemente no verán la próxima primavera.
Tras unas horas acompañando al rebaño, recogemos el equipo satisfechos con la sesión pero pensando ya en aprovechar alguna nueva oportunidad, sin duda ya en la próxima temporada, en la que la nevada y el intenso frío -e incluso la ventisca, ¿por qué no?- nos proporcionen imágenes más invernales si cabe, con grandes copos, y sensaciones verdaderamente alpinas. Nos despedimos, pues, de los grandes machos por esta temporada. Esperemos vernos pronto, solo en unos meses, cuando los piornos en flor tapicen de amarillo estas sierras, ahora blancas.
Alcanzamos el final de la carretera ya con cadenas y nos equipamos contra el poco frío que hace y para la mucha nieve que nos espera. Lo primero será localizar algún rebaño de cabra montés (Capra pyreanica victoriae), lo que nos cuesta unas horas de patear abriendo huella en la nieve profunda y húmeda. No hace frío y la nieve está empapada. De hecho, a ratos incluso llueve ligeramente, o cae aguanieve o minúsculos cristales poco o nada vaporosos. Hubiera sido perfecto el día si el frío se hubiera presentado intenso y la nieve cayera lentamente en forma de grandes copos. Pero hoy no será así.
Localizado por fin un rebaño, lo alcanzamos sin prisas, pausadamente, dejándonos ver con mucho cuidado y antelación para no espantarlo y ver así cómo de un plumazo se nos terminan las oportunidades de toda la jornada. Una vez junto al rebaño, pasamos las siguientes horas en su periferia, buscando las ubicaciones fotográficas que nos permitan realizar tomas representativas. Si no hay que subestimar nunca los peligros de la montaña, menos aún cuando la capa de nieve tapiza y lo cubre todo, ocultando agujeros, hielo o piedras resbaladizas. Esto nos obliga a extremar las precauciones, dando pequeños rodeos, necesarios para esquivar cualquier roquedo sobre los que en otras circunstancias hubiéramos transitado sin miramientos. Por otro lado, desde un punto de vista fotográfico, la gran luminosidad que el manto blanco proporciona contrarresta la capa de nubes bajas que cubre la sierra y que, de lo contrario, nos hubiera obligado a tirar de ISO.
Sabemos que esta va a ser probablemente la última sesión que dediquemos al celo de la cabra montés esta temporada. Los machos están poco activos, pero, no obstante, algunos nos muestran su típico ritual. Por muchas veces que lo veamos siempre será un espectáculo contemplarlo. Tal parece que nunca me cansaré de observar a estos magníficos ejemplares.
Muchas veces, cuando estoy delante de alguno de estos negros machos en celo, pienso en lo lejos que estoy como fotógrafo de realizar sesiones a la berrea del ciervo -ni buenas ni malas- ya que en donde yo vivo y por los lugares que yo me suelo mover no existe la oportunidad. Y se me viene a la cabeza porque ciervos y cabras monteses tienen en común un par de cuestiones que los ha convertido en centro de interés para el hombre desde hace siglos. Una de ellas es que el macho de ambas especies es un animal potente, de porte arrogante y espectacular, siempre identificado con la nobleza y la belleza; mientras que la segunda cuestión compartida deriva de que sus respectivos celos constituyen momentos únicos en la vida de nuestra fauna ibérica, con un denominador común: sus brutales y, a veces, agotadores combates. Ningún otro animal peninsular nos proporciona espectáculos similares al del celo de estos dos herbívoros. Por eso, disponer de la oportunidad de ser espectadores cercanos de este momento en la vida de las cabras, supone para mi una verdadera fortuna, consciente de que respecto del ciervo y su berrea me tendré que resignar.
Volviendo a la cabra montés, y aunque el período de celo está ya avanzado, aún restan unas semanas de cortejos y cópulas hasta entrado diciembre. Sin embargo, nuestro verdadero objetivo hoy no será tanto la fotografía del cortejo (no es mi intención aburriros ya más con este período de su ciclo biológico), como fotografiar a estos animales en un ambiente alpino, verdaderamente riguroso, de alta montaña, descriptivo de una etapa anual en sus vidas que pocas veces vemos fotografiada. Para el rebaño representa un período del año duro, difícil, en el que no todos tendrán un buen final. No pocos ejemplares viejos o enfermos, o incluso los jóvenes del año nacidos tarde durante la temporada de partos, sucumben ante la crudeza del invierno, con sus bajas temperaturas, escasez de horas de luz, lluvia, viento y nieve. La vida es dura en la alta montaña y los débiles simplemente no verán la próxima primavera.
Tras unas horas acompañando al rebaño, recogemos el equipo satisfechos con la sesión pero pensando ya en aprovechar alguna nueva oportunidad, sin duda ya en la próxima temporada, en la que la nevada y el intenso frío -e incluso la ventisca, ¿por qué no?- nos proporcionen imágenes más invernales si cabe, con grandes copos, y sensaciones verdaderamente alpinas. Nos despedimos, pues, de los grandes machos por esta temporada. Esperemos vernos pronto, solo en unos meses, cuando los piornos en flor tapicen de amarillo estas sierras, ahora blancas.
29 de noviembre de 2016
El cortejo
Nosotros seguimos regresando cansinamente a la sierra de Gredos para continuar con la observación del cortejo de la cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) durante los primeros fríos otoñales. Por nuestra experiencia, y coincidiendo en las conversaciones que mantenemos con los celadores de la reserva, esta vuelve a ser una temporada de celo nuevamente extraña, con un número pequeño de combates entre grandes machos (aunque alguno de ellos de gran duración), un poco anodina y algo más atrasada de lo habitual, quizás todo ello debido a las temperaturas anormalmente templadas que se han registrado al comienzo de este período. En cualquier caso, nosotros, cargados con nuestros pesados equipos a lo largo de varias sesiones más, vamos ojeando cómo evoluciona este celo un tanto insulso.
Como cada comienzo de temporada, los primeros en encelarse son siempre los machos más jóvenes, mucho antes incluso de que las cabras se muestren receptivas. Parecen ser inmunes a la frustración y el desánimo.
Los machos a menudo se marcan con su propia orina en un gesto típico repetido miles de veces por otras especies de ungulados y que, aunque hemos podido observar en varias ocasiones en el transcurso de estas jornadas, las circunstancias nos ha impedido esta vez que lo podamos forografiar. Se lamen, van de allá para acá excitados y sin mucha fortuna con las hembras, que pacen o sestean desinteresadas. Van probando suerte de una cabra a otra sin caer en la desmoralización, insistente y machaconamente, siendo rechazados por ellas de un modo igual de sistemático, apartándolos con sus cuernos.
Pasan las jornadas y paulatinamente vamos viendo cada vez a más machos negros galanteando a las hembras. En estos momentos podemos comprobar cómo estos ejemplares de más edad se mantienen obstinadamente detrás de una sola cabra, señal inequívoca de que ella ya ha entrado en celo y se muestra receptiva. Estas ya no se muestran tan ariscas y se dejan flirtear. No alcanzamos a ver cópulas este año tampoco, pero poco a poco el cortejo va entrando en su cenit.
Finalmente los grandes ejemplares nos obsequian escenas siempre interesantes, con sus posturas ceremoniales, echando los pesados cuernos hacia atrás, levantando el hocico, sacando su lengua morada llena de puntitos negros, adelantando de vez en cuando una de las patas delanteras hacia la hembra objeto de cortejo, olisqueándolas y siguiéndolas con exquisita paciencia.
Nosotros intentamos recoger en los sensores de las cámaras la compleja y rica comunicación gestual del cortejo, sus protocolarios movimientos, el ritual del amor. Los viejos machos, con sus más de once y doce medrones, negros, abstraídos tras las hembras fértiles, se olvidan de nuestra presencia a unas pocas decenas de metros. Ellos siguen con sus muecas y respingos.
Declina el día una vez y lamentamos el final de cada una de las sesiones que hemos realizado a esta especie durante el transcurso de este período tan transcendental de su ciclo biológico. Recogemos los bártulos y nos dirigimos hacia nuestro vehículo, satisfechos con varias decenas de gigas en nuestras tarjetas, mientras los grandes machos persisten pacientemente tras las hembras. Durante las próximas jornadas irán teniendo lugar las cópulas que darán como resultado final la próxima generación de cabras monteses, el nuevo reemplazo de ejemplares de una especie magnífica e hipnotizante. Como este año y como también los pasados, el próximo otoño esperamos ser nuevamente testigos del elaborado cortejo de la cabra montés en alguna de nuestras sierras. Será nuevamente una cita ineludible.
Como cada comienzo de temporada, los primeros en encelarse son siempre los machos más jóvenes, mucho antes incluso de que las cabras se muestren receptivas. Parecen ser inmunes a la frustración y el desánimo.
Los machos a menudo se marcan con su propia orina en un gesto típico repetido miles de veces por otras especies de ungulados y que, aunque hemos podido observar en varias ocasiones en el transcurso de estas jornadas, las circunstancias nos ha impedido esta vez que lo podamos forografiar. Se lamen, van de allá para acá excitados y sin mucha fortuna con las hembras, que pacen o sestean desinteresadas. Van probando suerte de una cabra a otra sin caer en la desmoralización, insistente y machaconamente, siendo rechazados por ellas de un modo igual de sistemático, apartándolos con sus cuernos.
Finalmente los grandes ejemplares nos obsequian escenas siempre interesantes, con sus posturas ceremoniales, echando los pesados cuernos hacia atrás, levantando el hocico, sacando su lengua morada llena de puntitos negros, adelantando de vez en cuando una de las patas delanteras hacia la hembra objeto de cortejo, olisqueándolas y siguiéndolas con exquisita paciencia.
Nosotros intentamos recoger en los sensores de las cámaras la compleja y rica comunicación gestual del cortejo, sus protocolarios movimientos, el ritual del amor. Los viejos machos, con sus más de once y doce medrones, negros, abstraídos tras las hembras fértiles, se olvidan de nuestra presencia a unas pocas decenas de metros. Ellos siguen con sus muecas y respingos.
Declina el día una vez y lamentamos el final de cada una de las sesiones que hemos realizado a esta especie durante el transcurso de este período tan transcendental de su ciclo biológico. Recogemos los bártulos y nos dirigimos hacia nuestro vehículo, satisfechos con varias decenas de gigas en nuestras tarjetas, mientras los grandes machos persisten pacientemente tras las hembras. Durante las próximas jornadas irán teniendo lugar las cópulas que darán como resultado final la próxima generación de cabras monteses, el nuevo reemplazo de ejemplares de una especie magnífica e hipnotizante. Como este año y como también los pasados, el próximo otoño esperamos ser nuevamente testigos del elaborado cortejo de la cabra montés en alguna de nuestras sierras. Será nuevamente una cita ineludible.
25 de noviembre de 2016
Testosterona
Estamos en los últimos días del otoño. Las horas de luz se siguen acortando, el termómetro continúa bajando y el empeoramiento de la climatología se empieza a hacer patente por fin. Las nubes se enganchan en nuestras cordilleras y pasan las horas o incluso los días sin que el sol caliente los ánimos de sus moradores. Caen las primeras nevizas, que duran lo que duran los primeros fríos, seguidos siempre de jornadas soleadas durante el día y que tapizan de hielo piedras, caminos y arroyos durante sus noches estrelladas. Si para la mayoría de los habitantes de nuestras montañas la llegada inminente del invierno significa una época de penurias que muchos no superarán, para las cabras monteses (Capra pyrenaica victoriae) representa un tiempo de ardores amorosos, de pugnas por la supremacía jerárquica entre los machos, y de persecución y cortejo de los harenes de hembras.
Como siempre a comienzo de la temporada, los machos adultos que se van a disputar la cubrición de las cabras comienzan un período en el que miden sus fuerzas. Si no es fácil poder fotografiar sus combates, sí es por el contrario relativamente sencillo verlos medirse, a menudo en parejas, aunque a veces van acompañados de otros ejemplares más jóvenes. Se empujan, caminan lomo contra lomo y se tocan o echan la zancadilla con los cuernos. Los ejemplares de fuerza similar intentan así establecer ya una jerarquía sin llegar a desgastarse físicamente en enfrentamientos agotadores.
Cuando nada de esto surte efecto, los machos, cargados de testosterona, inician los primeros testarazos. No nos será difícil ver estas violentas trifulcas, unas veces de ejemplares jóvenes y otras de animales ya curtidos con muchos celos a sus espaldas. Sus topetazos resuenan en las laderas, no siendo complicado localizarlos con los prismáticos. Sin embargo y para nuestro disgusto, no nos será tan sencillo fotografiar estos combates por varios motivos. Uno de ellos porque, aunque a veces duran muchos minutos o incluso horas sin parar, a menudo realizan unos pocos embistes, tras los cuales los animales siguen paciendo o se siguen midiendo, calculando sus posibilidades de victoria mientras se desplazan. Se van en ocasiones a mucha distancia de donde se ha iniciado la pelea y de donde se reúne el rebaño de cabras. También influirá mucho la suerte, pues si coincidimos con una corta pelea hemos de estar ineludiblemente en la zona para poder inmortalizar alguno de sus pocos encontronazos. Además, el terreno incómodo de la alta montaña, y a veces incluso peligroso, no facilita el trabajo de acercamiento al fotógrafo. Por si estos factores no fueran ya de por sí decisivos a la hora de poder o no fotografiarlos peleándose, los últimos años el celo ha sido extraño, retrasado o deslucido. Así pues, calcular las sesiones en las que iremos y coincidir con una gran pelea cerca se torna más en una cuestión de suerte que de experiencia.
Poco a poco se va pasando el momento adecuado para estas verdaderas exhibiciones de fortaleza y bravura, y apenas podemos fotografiarlas. Pero no por ello dejamos de disfrutar de su observación en las escasas oportunidades en las que los vemos. Resulta, obviamente, un regalo permanecer a corta distancia de una de estas batallas observando a dos potentes animales insistir con obstinación y empecinamiento en apabullarse mutuamente, agotados pero tercos, duros como las montañas que habitan, tozudos, disputándose la soberanía sobre sus contrincantes y el dominio del harén.
Si su porte es ya de por sí un espectáculo, ver sus reyertas significa, sin ningún género de dudas, un momento mágico para cualquier fotógrafo de fauna, y Gredos nunca defrauda.
Como siempre a comienzo de la temporada, los machos adultos que se van a disputar la cubrición de las cabras comienzan un período en el que miden sus fuerzas. Si no es fácil poder fotografiar sus combates, sí es por el contrario relativamente sencillo verlos medirse, a menudo en parejas, aunque a veces van acompañados de otros ejemplares más jóvenes. Se empujan, caminan lomo contra lomo y se tocan o echan la zancadilla con los cuernos. Los ejemplares de fuerza similar intentan así establecer ya una jerarquía sin llegar a desgastarse físicamente en enfrentamientos agotadores.
Cuando nada de esto surte efecto, los machos, cargados de testosterona, inician los primeros testarazos. No nos será difícil ver estas violentas trifulcas, unas veces de ejemplares jóvenes y otras de animales ya curtidos con muchos celos a sus espaldas. Sus topetazos resuenan en las laderas, no siendo complicado localizarlos con los prismáticos. Sin embargo y para nuestro disgusto, no nos será tan sencillo fotografiar estos combates por varios motivos. Uno de ellos porque, aunque a veces duran muchos minutos o incluso horas sin parar, a menudo realizan unos pocos embistes, tras los cuales los animales siguen paciendo o se siguen midiendo, calculando sus posibilidades de victoria mientras se desplazan. Se van en ocasiones a mucha distancia de donde se ha iniciado la pelea y de donde se reúne el rebaño de cabras. También influirá mucho la suerte, pues si coincidimos con una corta pelea hemos de estar ineludiblemente en la zona para poder inmortalizar alguno de sus pocos encontronazos. Además, el terreno incómodo de la alta montaña, y a veces incluso peligroso, no facilita el trabajo de acercamiento al fotógrafo. Por si estos factores no fueran ya de por sí decisivos a la hora de poder o no fotografiarlos peleándose, los últimos años el celo ha sido extraño, retrasado o deslucido. Así pues, calcular las sesiones en las que iremos y coincidir con una gran pelea cerca se torna más en una cuestión de suerte que de experiencia.
Poco a poco se va pasando el momento adecuado para estas verdaderas exhibiciones de fortaleza y bravura, y apenas podemos fotografiarlas. Pero no por ello dejamos de disfrutar de su observación en las escasas oportunidades en las que los vemos. Resulta, obviamente, un regalo permanecer a corta distancia de una de estas batallas observando a dos potentes animales insistir con obstinación y empecinamiento en apabullarse mutuamente, agotados pero tercos, duros como las montañas que habitan, tozudos, disputándose la soberanía sobre sus contrincantes y el dominio del harén.
Si su porte es ya de por sí un espectáculo, ver sus reyertas significa, sin ningún género de dudas, un momento mágico para cualquier fotógrafo de fauna, y Gredos nunca defrauda.
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