Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

16 de enero de 2013

Espectros

Las ilusiones se marchitan.
La esperanza muere.
Las tragedias nos rodean.
Las manos se nos tienden.
Los ojos húmedos nos reclaman, pero nosotros desviamos la mirada.
Vemos desde el otro lado del cristal los sueños rotos.
La pesadilla.
El drama.
El dolor.

Bajamos la cabeza.
O la giramos para un lado.
Pasamos de largo.
Los esquivamos.
Driblamos la realidad de los demás que a nosotros no nos afecta.
La sorteamos con alivio.

Como si la cosa no fuera con nosotros, miramos su desdicha desde nuestras ventanas, ajenos a su sufrimiento.


13 de enero de 2013

Hoy domingo a las 18:08

Son las seis y ocho minutos exactos de hoy domingo. Pasan veloces las nubes y los rayos de sol penetran por los resquicios que los deshilachados bordes de la borrasca trae consigo a su llegada. El paisaje, insulso tan solo hace unos minutos, cobra ahora fuerza e imanta inevitablemente mi mirada. Pego mi nariz a la ventana, como los niños al escaparate de una juguetería. Las garcetas comunes siguen con sus lances en pos de pequeños pececillos en la aceña del molino, mientras la garza real espera paciente pescados más grandes. Un grupo de cormoranes pasa volando río arriba, oscuros, a tono con las amenazantes nubes. No puedo resistirme y tomo la cámara para dar fe del espectáculo con el que la naturaleza nos obsequia por unos breves momentos. Luz y color, unidos durante un instante para deleite de quien sepa apreciarlos. Belleza en estado puro.

Unos minutos después, exactamente a las seis y once, todo parece de nuevo insulso y mortecino. Tres minutos de luz huidiza, efímera y fugaz. Maravillosa. Solo tres minutos.

Panorámica obtenida con la fusión de 11 imágenes verticales con una Canon EOS 7D y el objetivo EF 24-70 f/2.8 L USM, a una distancia focal de 43 mm, y a f 6.3 y 1/125 sg, a 200 ISO. A pulso.

9 de enero de 2013

La Terrona



Más de ochocientos inviernos han soportado mis ramas desde que del extremo puntiagudo de una bellota emergiera una pequeña raicilla, de apenas unos milímetros al principio, que creció y penetró en esta misma tierra de la que ahora me alimento y a la que me sujeto fuertemente desde aquel mágico instante. Desde entonces, a ella le devuelvo lo que de ella he obtenido, a fuerza de soltar hojas secas, ramas, bellotas y mi protectora sombra. Más de ochocientos años soportando el sol implacable del verano y las mordientes heladas del invierno. Sequías, nieve, granizo y vientos han intentado doblegarme, sin conseguirlo.

Más de ocho siglos esquivando el hacha y el fuego.

Y lo he logrado. He sobrevivido todo este tiempo y soy una superviviente. Lo sé. Hay quien afirma que soy la más anciana de mi especie en todo el mundo. No sé si es exagerado o no, pero sí soy consciente de que, si lo fuera, sería por que los humanos han sido benévolos conmigo. A ellos les doy las gracias, pues sigo viva después de ver pasar a mi alrededor muchas guerras, penurias y dolor. De hecho, mientras yo germinaba y brotaba en este terruño duro, almohades y cristianos se enfrentaban por estas tierras, tiñéndolas de sufrimiento y sangre, abanderando ambición, religión y poder.

Durante todo este tiempo, mis ramas han servido de refugio a la fauna y por mi, ahora grueso tronco, han trepado cientos de generaciones. Durante toda esta vida mía, a mi alrededor han crecido y desaparecido muchas vidas. Cientos de ellas. Miles de ellas. Decenas de miles. Seres diminutos, a veces, como los insectos que pueblan las arrugas de mi piel, o los ratoncillos que acumulan mis bellotas en sus despensas. Otras fueron seres grandes que han buscado la sombra de mis ramas. O rapaces y otras aves que han anidado o descansado en mi copa.

Muchas más vidas veré nacer y apagarse antes de morir yo misma y fundirme con la tierra que me vio nacer, hace ya tanto tiempo. Ya estoy mayor y los seres humanos han apoyado mis cansados brazos sobre grandes bastones de acero, para que mi propio peso no me hinque de rodillas. No sé si esto es bueno o no, los tiempos cambian y estoy un poco sorprendida y abrumada, pues nunca me han mimado así. Yo, mientras tanto, los veo a ellos venir a observarme en un número cada vez mayor. Hay quien se sienta enfrente y me observa durante largo rato, y también quien me habla. Los hay que incluso buscan conservar una parte de mi esencia y recogen bellotas bajo mis ramas con el deseo de que una de ellas germine. Las siembran y esperan con ansiedad que una raicilla, de apenas unos milímetros al principio, crezca y penetre en el suelo, al que se sujetará firmemente en el que, sin duda, será un instante mágico. Como siempre.

Una raicilla chiquitilla saliendo del extremo puntiagudo de una simple bellota. He aquí la magia de la vida. La misma que a mi me permitió nacer hace más de ochocientos largos años.

26 de diciembre de 2012

Mi casa

Son los últimos días de diciembre y la sierra de Béjar está casi completamente libre de nieve como la mayoría de los inviernos por estas fechas, algo en lo que siempre pienso cada vez que recuerdo la lucha desigual que mantuvimos por evitar que destruyeran la zona de La Covatilla con una infraestructura que, ya entonces, se anunciaba de un impacto ambiental terrible e irreversible, y de unas rentabilidades económica nula y social cuestionable, cuanto menos.

Quiero esta sierra como si fuera mi hogar.

Hoy sopla en ella el viento con ganas. Paseo con mi compañera por los caminos que tantas veces hemos recorrido juntos desde hace décadas. Sin Prisas, sin carreras, camplaciéndonos de la propia acción de caminar. No nos preocupa hacia dónde dirigirnos y, sin un destino establecido, deambulamos sin rumbo fijo. Nos desviamos momentáneamente de la senda hecha buscando un hito que construyera yo hace muchos años y que ayuda a entrar en la hoya de Las Cañadillas. Lo localizamos y lo volvemos a levantar, ya que el paso del tiempo lo ha dejado reducido a un tercio de su altura. Seguimos vagando y nos encontramos con viejos amigos, compartiendo con ellos un rato de conversación, aunque demasiado corto, alrededor de las viandas. Con alguno de ellos compartiera yo hace muchos años mucha montaña, muchos caminos y algunas escaladas. Me alegra comprobar que los viejos roqueros nunca mueren, aunque en este caso se hacía innecesario encontrármelo por el monte para saberlo, pues era algo que a mi ya me constaba. Nos despedimos y los vemos alejarse por entre rocas y manchones de nieve hacia El Turmal. Al final son sólo unos puntitos que deambulan por lo alto de las rocas hasta que finalmente desaparecen.
















Pasan las horas y va concluyendo la jornada. Nosotros regresamos por la ladera teñida con los colores cálidos de las últimas luces del día. Arrancamos el motor y la plataforma de tierra se queda casi vacía. Un solo vehículo espera zarandeado por el aire y envuelto ya casi completamente por el manto de la noche a que regresen sus ocupantes, nuestros amigos. Ponemos rumbo a la ciudad y dejamos a la espalda nuestra casa. Nuestro hogar. A la luz de los faros nos alejamos entre curvas y sombras, esperando una nueva oportunidad para regresar.

24 de diciembre de 2012

Oporto

Apenas hay transeúntes cuando bajo por una estrecha calle del barrio de la Ribeira buscando el Douro. El adoquinado de sus callejas y los edificios cubiertos de humedades me saludan con las primeras luces de la mañana, envolviéndome con una atmósfera que me embriaga. De las fachadas de sus edificios cuelgan tendederos de ropa y de los tejados emergen los graznidos de las gaviotas que han pasado allí la noche. Un borracho sube como puede la empinada callejuela apoyándose en cada portal, mientras en la plazuela contigua un barrendero trabaja los últimos momentos de sus turno de noche.

Poco a poco despierta al nuevo día la bulliciosa ciudad mercantil que da nombre a todo un país.

Camino por sus calles con el plano guardado en el bolsillo del pantalón pues el frescor de estas primeras horas me anima a pasear sin rumbo fijo. En breve la ciudad sosegada del amanecer se transformará en la urbe comercial, agitada, ruidosa y colorista que todos imaginamos a orillas del gran río internacional, junto a su desembocadura en el Atlántico, cargada de edificios victorianos y puentes históricos, del tipismo de sus rabelos y bodegas, de sus azulejos del color del mar y de sus viejos tranvías. La melancolía y la nostalgia del fado de Amalia Rodrigues fluye como el hilo musical de Oporto desde la ventana abierta de alguna casa; desde la ventana abierta de cualquier casa de esta ciudad cargada de historia y vida, que rivaliza con la misma Lisboa. Fluye como la banda sonara de este Oporto que me engancha y de todo Portugal.