Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

9 de enero de 2013

La Terrona



Más de ochocientos inviernos han soportado mis ramas desde que del extremo puntiagudo de una bellota emergiera una pequeña raicilla, de apenas unos milímetros al principio, que creció y penetró en esta misma tierra de la que ahora me alimento y a la que me sujeto fuertemente desde aquel mágico instante. Desde entonces, a ella le devuelvo lo que de ella he obtenido, a fuerza de soltar hojas secas, ramas, bellotas y mi protectora sombra. Más de ochocientos años soportando el sol implacable del verano y las mordientes heladas del invierno. Sequías, nieve, granizo y vientos han intentado doblegarme, sin conseguirlo.

Más de ocho siglos esquivando el hacha y el fuego.

Y lo he logrado. He sobrevivido todo este tiempo y soy una superviviente. Lo sé. Hay quien afirma que soy la más anciana de mi especie en todo el mundo. No sé si es exagerado o no, pero sí soy consciente de que, si lo fuera, sería por que los humanos han sido benévolos conmigo. A ellos les doy las gracias, pues sigo viva después de ver pasar a mi alrededor muchas guerras, penurias y dolor. De hecho, mientras yo germinaba y brotaba en este terruño duro, almohades y cristianos se enfrentaban por estas tierras, tiñéndolas de sufrimiento y sangre, abanderando ambición, religión y poder.

Durante todo este tiempo, mis ramas han servido de refugio a la fauna y por mi, ahora grueso tronco, han trepado cientos de generaciones. Durante toda esta vida mía, a mi alrededor han crecido y desaparecido muchas vidas. Cientos de ellas. Miles de ellas. Decenas de miles. Seres diminutos, a veces, como los insectos que pueblan las arrugas de mi piel, o los ratoncillos que acumulan mis bellotas en sus despensas. Otras fueron seres grandes que han buscado la sombra de mis ramas. O rapaces y otras aves que han anidado o descansado en mi copa.

Muchas más vidas veré nacer y apagarse antes de morir yo misma y fundirme con la tierra que me vio nacer, hace ya tanto tiempo. Ya estoy mayor y los seres humanos han apoyado mis cansados brazos sobre grandes bastones de acero, para que mi propio peso no me hinque de rodillas. No sé si esto es bueno o no, los tiempos cambian y estoy un poco sorprendida y abrumada, pues nunca me han mimado así. Yo, mientras tanto, los veo a ellos venir a observarme en un número cada vez mayor. Hay quien se sienta enfrente y me observa durante largo rato, y también quien me habla. Los hay que incluso buscan conservar una parte de mi esencia y recogen bellotas bajo mis ramas con el deseo de que una de ellas germine. Las siembran y esperan con ansiedad que una raicilla, de apenas unos milímetros al principio, crezca y penetre en el suelo, al que se sujetará firmemente en el que, sin duda, será un instante mágico. Como siempre.

Una raicilla chiquitilla saliendo del extremo puntiagudo de una simple bellota. He aquí la magia de la vida. La misma que a mi me permitió nacer hace más de ochocientos largos años.

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