Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

25 de mayo de 2013

Trabajando con la 9 x 12

Trabajar con la cámara de placas era otra historia. Se necesitaba tiempo, reflexión, saber lo que buscabas y seguridad; mucha seguridad. No podías fotografiar con la mentalidad digital actual, en donde un fotógrafo, además de saber perfectamente cómo ha de conseguir lo que busca, tiene mucho margen de maniobra observando en el respaldo el resultado con su histograma, y haciendo en el momento las correcciones que considere oportunas para mejora la toma. Puede disparar cuantas veces quiera; es gratis y los resultados los valora al instante.

Con la cámara de gran formato esto no era posible. Lo peor no era que las placas fueran caras, sino que no se vería el resultado hasta horas o días después. En el mejor de los casos, si te encontrabas trabajando en una ciudad que contara con un laboratorio profesional, hacías el trabajo por la mañana y lo llevabas corriendo a revelar para disponer aún de la tarde en el caso de que algún desastre estrepitoso hubiera dado al traste con la sesión matinal. La mejor opción entonces era contar con las, no menos caras, imágenes Polaroid. Las usábamos como prueba; e interpretándolas y haciendo caso omiso de su exceso de contraste, decidíamos si todo estaba en orden. Tras medir la luz con el fotómetro y observar con detenimiento el encuadre, se enfocaba con una lupa cuenta-hilos sobre la lente fresnel de la cámara. Finalmente, cuando considerábamos que todo estaba en su sitio, introducíamos en el respaldo de la cámara descentrable el chasis con las dos diapositivas de 9 x 12 cm, retirábamos la placa de protección y disparábamos con suavidad a través del cable disparador. La primera foto estaba resuelta. Volvíamos a introducir la placa de protección, extraíamos el chasis y le dábamos la vuelta, repitiendo el proceso con la segunda transparencia y con una nueva exposición para asegurar el trabajo. Ocasionalmente gastábamos tres placas, en aquellos casos en los que no te podías permitir retrasos en la entrega del trabajo o cuando la imagen era especialmente compleja. Ya en el estudio, extraías en el cuarto oscuro las placas expuestas, las introducías en su sobre negro, opaco a la luz,  y este a su vez en su caja de cartón con doble tapadera, para que el hermetismo a la luz fuera absoluto. Lo introducías todo en el sobre del laboratorio y el correo lo recogía. Ya sólo quedaba esperar un par de días para ver el resultado.

¿Os lo imagináis ahora? ¡¡Un par de días para ver la fotografía!!


24 de mayo de 2013

El espíritu de superación

Abro el viejo baúl cubierto de polvo y telarañas situado en un rincón del sobrado. El olor a humedad de los viejos lugares cerrados y mal ventilados invade el desván, con el techo a dos aguas, soportado por carcomidos fustes y tirantes de madera. Del baúl van emergiendo objetos antiguos que yo nunca llegué a conocer, en forma de viejos juguetes, tulipas rotas de bellos quinqués de petróleo o de una roída enciclopedia escolar. Entre la mezcolanza de objetos que veo, recojo un viejo libro que habla de exploradores árticos, de cartógrafos en las junglas de Nueva Guinea, tramperos en las infinitas extensiones boscosas de la última frontera americana y de alpinistas abriendo rutas en los valles más recónditos de Los Andes y el Himalaya. Una vieja foto llama poderosamente mi atención y acerco a ella mi mirada con curiosidad. Se trata de un montañero intentando una gran cumbre. En ella, un ser diminuto, insignificante, aparece bajo una gran mole montañosa, bajo precipicios de hielo y roca. ¿Quién sería aquel hombre? Un ser minúsculo enfrentándose a las fuerzas de la naturaleza más hostil. A la altura. A la vertical. Al frío, al viento, a las inclemencias. A la soledad. Me imagino su viejo y pesado equipo de fabricación casera y artesanal. Aunque la fotografía es muchos años posterior, bajo ella reza la siguiente frase: "Matias Zurbriggen se convierte el 14 de enero de 1897 en el primer hombre en alcanzar la cumbre de la montaña más alta de las dos Américas, el Aconcagua, de 7.035 m".

Su espíritu desborda la fotografía amarillenta y sucia. El espíritu que ha impulsado al ser humano a superar retos descomunales, enfrentándose no solo a las dificultades que la naturaleza le plantea, si no a las de sus propias limitaciones físicas y psicológicas, mucho más importantes. El mismo espíritu que ha movido civilizaciones enteras y nos ha hecho avanzar hasta lo que hoy somos. Para lo bueno y para lo malo.

Miro la fotografía y me pregunto quién sería aquel hombre anónimo que caminó un siglo atrás bajo el peso de su mochila, con la mente puesta en una cumbre, y con el mismo espíritu con el que hoy seguimos ascendiendo nuestras propias limitaciones.


21 de mayo de 2013

Amarillo sobre verde

Camina el camino, a mi lado.
Camino el camino, al suyo.

Un paso y otro paso.
Zigzageando ahora. Ahora recto.
Siempre marchando. Siempre moviendo.
A su lado avanzo, haciendo sendero detrás nuestro.
Creando, viviendo, sintiendo, mirando, aprendiendo.

Andando.

Camina el camino conmigo.
Camino el camino contigo.


18 de mayo de 2013

El ojo del dragón

Me mira desde sus cincuenta pies de altura. Su mirada fría y animal se detiene en mi insignificante y vulnerable presencia. Su respiración lo envuelve todo, retumba a mi alrededor como la caldera de un volcán, con un sonido cavernoso, sordo y profundo, haciendo difícil la respiración en una atmósfera que se ha vuelto repentinamente espesa y densa. Agacha su enorme calavera cubierta de finas y puntiagudas escamas alrededor de sus ojos escarlatas; escamas que se vuelven grandes y lisas en su cuello. Se fija y se acerca. Me observa y decide si merece la pena dedicar un segundo a aniquilarme. Resopla encima mío, el dragón.


15 de mayo de 2013

Te arrastrarás por el barro II

Por fin. Mi espalda me lo agradece. Y mis riñones. Y mi cuello. Me levanto por fin del "tumbihide" y me esfumo de la orilla cuanto antes, para dejar que las aves que se espantaron por no sé qué, regresen. Alcanzo la pista de concentración parcelaria y me acomodo junto a la vieja estructura de hormigón de un canal de riego roto, ya en desuso desde que llegaron las nuevas canalizaciones subterráneas. Allí descargo de nuevo todos los bártulos sobre la esterilla y comienzo ordenadamente a recogerlos, de modo que ahora sí entra todo en la mochila. Me lo echo todo a la espalda y me encamino  hacia la carretera. He enviado un mensaje y me recogerán en breve.

Según camino hacia el punto de encuentro, voy disfrutando del paseo, de la buena temperatura y de la puesta de sol. Voy pensando en los chorlitejos chicos (Charadrius dubius) que he fotografiado, con su anillo amarillo rodeando llamativamente ese ojo marrón casi negro, y en los grandes (Charadrius hiaticula) que tienen también un llamativo naranja, esta vez en las patas y en el pico a modo de franja. Ambos son casi de la misma talla, lo que te deja confuso por el nombre, pues en el campo no es nada fácil diferenciarlos por el tamaño. Las cigüeñuelas me acompañaron toda la tarde, pero los chorlitejos se hicieron de rogar. Sin embargo, no se han presentado a la cita otras limícolas habituales en la gravera abandonada. Bueno, no importa, me voy contento con el resultado.

Voy pensando en todo ello mientras encamino mis pasos por la pista, encantado de poder estar de pie. Estiro mi espalda, la giro a ambos lados y la doblo hacia adelante. Luego hago círculos suavemente con la cabeza, estirando los músculos del cuello. No quiero ni pensar cómo me protestarán mañana.