Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

17 de agosto de 2016

De safaris fotográficos y otras telas

Los fotógrafos de fauna estamos acostumbrados a buscar fórmulas para sortear el miedo que los animales tienen al hombre y que dificulta, o incluso impide, esa proximidad necesaria para poderlos retratar. Esto se traduce en la necesidad imperiosa de utilizar potentes teleobjetivos, usar sistemas de ocultación como hides y redes de camuflaje, así como multitud de cachibaches y accesorios, además de contar con la herramienta más poderosa e imprescindible de todas: la paciencia.


Salvo un puñado pequeño de especies que se muestran confiadas ante la presencia humana y que hacen las delicias de los fotógrafos de fauna, como las cabras monteses de Gredos o los rebecos y chovas piquigüaldas de Picos, por poner algunos ejemplos de la fauna ibérica, lo cierto es que en nuestra vieja piel de toro nos vemos obligados a perseverar y armarnos de paciencia para poder obtener alguna fotografía de fauna que merezca el calificativo de "correcta", dado que la inmensa mayoría de los animales mantienen distancias de seguridad con respecto de nosotros bastante elevadas. Por desgracia, en ello les va la vida muchas veces. El resto de tomas obtenidas "a salto de mata" no pasarán de ser meros documentos, muchas veces lejanos y casi siempre de mediocre calidad.



Sin embargo, yo creo que en este juego del gato y el ratón está en gran medida la clave para entender el enorme interés que tiene la fotografía de fauna como disciplina altamente especializada dentro de la fotografía general; para comprender por qué engancha tanto a quien la practica. Si fuera sencillo sería aburrido y monótono, ¿no? Además, poder observar de cerca y sin ser vistos a la fauna salvaje manteniendo comportamientos completamente naturales es un sueño para cualquier apasionado de la naturaleza.



No obstante, y como para compensar tanta dificultad, a veces viene bien desempolvar los sueños y dar rienda suelta al dedo que aprieta el disparador de la cámara y dirigir nuestros esfuerzos a ciertas especies que por su falta de temor al hombre las vuelven atractivas y cercanas, incluso osadas. No todo va a ser horas de espera dentro de un reducido hide, pasando calor o frío. Todos hemos deseado alguna vez ir a un safari fotográfico y volver a casa cargados sin demasiada dificultad con Gigas y Gigas de archivos fotográficos de animales exóticos que no huyen de nosotros. Y siempre que usamos esa expresión -safari fotográfico- pensamos en África. Pero ¿por qué? Tenemos otros destinos en los que liberar nuestro hambre de fotografía y nuestra necesidad vital de sentir el esplendor de la fauna salvaje a nuestro alrededor, sin barreras, sin temores, sin huidas precipitadas. Y algunos de esos destinos los tenemos muy próximos a nosotros, aunque nos suene realmente muy extraño usar para ellos la palabra "safari". Pensemos sin prejuicios en lo que significa y vayamos pues de safari fotográfico aquí al lado, a la vuelta de casa.

Este verano, después de varios años acariciando la idea, hemos podido por fin materializar nuestros anhelos un poco nómadas como reza la cabecera de este blog, un poco vagabundos, y hemos pisado algunas de las reservas naturales más emblemáticas del Reino Unido, principalmente en Escocia e Inglaterra, pero también del oeste galés. Y sí, podemos asegurar que ha sido un verdadero safari fotográfico abarrotado de alcatraces, frailecillos, araos, alcas, focas y un sin fin de especies más. Y sí, también los hemos tenido muy cerca, aves confiadas que viven en bulliciosas comunidades que cubren islas o acantilados, que envuelven el lugar con el olor acre de sus excrementos, y que tapizan con ellos de blanco el suelo y a los propios vecinos que vivan por debajo. Y sí, también hemos dado rienda suelta a nuestro deseo de llenar las tarjetas con miles de imágenes sin las complicaciones de la fotografía desde un hide. Las colonias de aves marinas del Mar del Norte y el Océano Atlántico son un verdadero espectáculo de la vida salvaje que nos dejará sin palabras, y quizás también sin Gigas.




En las próximas entradas me voy a desviar un poco de la línea general que tiene Cuaderno de un Nómada y haré pequeños compendios de lo que podemos encontrar en algunas de las principales reservas naturales que nosotros hemos visitado, en aquellas más relevantes desde el punto de vista fotográfico, con la esperanza de que sirvan de ayuda y guía a otros fotógrafos o naturalistas. Ya no tendréis disculpa el próximo verano, reservad un hueco en la segunda quincena de junio o la primera de julio y regalaros un safari fotográfico por algunas de las colonias con mayor número de aves por metro cuadrado que podáis esperar. Son lugares increíbles que no os podéis perder, y están ahí, a la vuelta de la esquina, al ladito mismo de casa.

11 de agosto de 2016

Oradour

Oradour-sur-Glane. Se me ha grabado el nombre, como se os grabará a todos los que por allí os dejéis caer, al rojo vivo.

¿Qué es, o dónde está Oradour-sur-Glane? Por el nombre parece un pueblo francés ¿no? Hay quien pudiera pensar que simplemente es eso. Pero en realidad es mucho más. Es un recordatorio, un desafío a la humanidad, una piedra en su zapato, es un aguijón que se nos clava en el orgullo o, mejor dicho, en la prepotencia de creernos seres superiores y civilizados en este planeta, es la puya que nos baja la cabeza avergonzados y que se junta a otras muchas espinas más. Es parte de la memoria colectiva del siglo veinte, constituyendo una más de las muchas -demasiadas- páginas negras de nuestra era.


La pequeña Tomasina nunca supo muy bien qué sucedía cuando el diez de junio de mil novecientos cuarenta y cuatro la tercera compañía del primer batallón de la División Das Reich de la SS del Tercer Reich rodearon el pueblo francés de Oradour-sur-Glane, un pueblo sin importancia alguna en aquellos días trascendentales del desembarco de Normandía. Se procedió a la agrupación de todos sus vecinos en la plaza del mercado, separando a las mujeres y los niños por un lado, y a los hombres por otro. El grupo compuesto por los primeros fueron dirigidos a la iglesia y allí tiroteados, todos, sin distinción, incluidos varios bebés. Por su parte el grupo de los hombres fue ejecutado a golpe de ametralladora. Posteriormente, todos y cada uno de ellos fueron revisados de forma escrupulosa para rematar a los que aún agonizaban. Los cuerpos de los seiscientos cuarenta y dos vecinos ejecutados fueron amontonados y, en el transcurso de los tres días siguientes, paulatinamente cubiertos con cal viva y posteriormente quemados. Solo unos pocos vecinos pudieron escapar a la masacre. Entre los asesinados se encontraban veinticuatro españoles huidos del régimen de Franco, diez de los cuales eran niños de entre uno y quince años de edad. Tras el pillaje de todo aquello que pudiera tener algo de valor, el pueblo entero fue incendiado sistemáticamente, casa por casa, hasta que el trece de junio lo abandonaron definitivamente. 

Este es el resumen conciso, frío y escueto de la atrocidad que allí se vivió. Eso fue y es Oradour-sur-Glane.


Tras el fin de la contienda, el general De Gaulle tomó la decisión de dejar el pueblo mártir en las condiciones en las que se encontró tras la rendición alemana, y más o menos eso es lo que hoy vemos, entre el silencio de los más ancianos que aún pueden recordar las sirenas de la guerra, y de los más jóvenes que solo saben de ella a través de los libros. El paso del tiempo ha transformado poco a poco el lugar, lo ha maquillado lentamente. Las hiedras verdes escalan y tapizan muros, los restos de los viejos maderos quemados tras la masacre, de las gordas vigas que soportaban los tejados de las casas han terminado por desaparecer, las calles ahora permanecen limpias, ya no hay sangre que tiña de rojo el interior de su iglesia, pero impresiona ver la vieja y enorme campana completamente derretida por el fuego. Los objetos personales colocados en el interior de lo que un día fueron viviendas llenas de vida nos recuerdan que hubo una vez allí una mujer que cosía con su máquina de coser, que un carrito de niño transportaba a algún bebé, que el armazón de hierro de una vieja cama ahora hueco y oxidado, sirvió en una época para el descanso y el amor, que un coche quizás transportaba a un empresario de éxito, que una gruesa chimenea metálica daba calor al hogar de una familia, que una bicicleta llevaba de un lado a otro a algún paisano, que una balanza pesaba la carne que compraban los vecinos cada mañana en la carnicería.








Paseo por sus calles, como pasean los demás turistas, pero no se oye nada, el silencio lo cubre todo, la gente murmura en voz baja, como respetando la memoria de los que allí perdieron la vida a manos de la sinrazón, de la locura de unos sádicos sin corazón. Fotografío esto y aquello mientras pienso en cómo es posible que la historia negra de la humanidad se repita una y otra vez con tanta cotidianidad, y que todos seamos testigos de ello sin poderlo impedir. Camino por el pueblo y se me vienen a la cabeza nombres como Homs o Alepo, y veo las mismas ruinas allí que aquí, las mismas calles llenas de dolor y de sangre, la misma desolación, la misma destrucción. Como espectadores en un cine, vemos a través de nuestros televisores las noticias que nos traen de un mundo que a nosotros nos parece lejano, pero que está ahí mismo, que existe en la realidad, noticias que no son ficción, que no son una película. Noticias que siempre hablan de devastación y horror. De hospitales o escuelas bombardeados, de civiles muertos que se suman imparablemente en listas demasiado amplias. La historia de la humanidad se repite. Siria, los Balcanes, Ruanda, ... la vergüenza nos persigue y nos enmudece. Quizás por eso el silencio envuelva Oradour-sur-Glane aunque esté recorrido por turistas, porque este lugar sabe que hay otros muchos Oradour-sur-Glane en estos mismos momentos. Porque sabe que no hace falta echar la mirada atrás para encontrarlos.

Dicen que un pueblo sin pasado no tiene futuro, y yo lo creo así. Creo que para no cometer los mismos errores mañana, es imprescindible recordar el ayer, aunque ese pasado sea doloroso y negro. 

12 de junio de 2016

El pechi

Y como colofón de lo mencionado en la entrada anterior, volvemos al encuentro del más emblemático pajarillo de los piornales del centro peninsular, como cada una de las tres últimas primaveras. Se trata, evidentemente y como no podía ser de otra manera, del pechiazul (Luscinia svecica), especie-icono de entre las pequeñas aves de la alta montaña gredense. El "pechi" para los amigos.

Si el año pasado esta especie nos dio cruelmente esquinazo en todas y cada una de las jornadas en que lo buscamos, en esta oportunidad hay que decir que se ha comportado mínimamente bien, permitiéndonos finalmente guardar en el archivo un pequeño puñado de fotos decentes, que en su conjunto han compensado los kilómetros realizados durante las sesiones de trabajo que hemos intercalado a lo largo de unos intensos diez días. Reseteo pues el mal sabor de boca que nos dejó la temporada pasada, y en esta de dos mil diez y seis, tras emplear dos jornadas de prospección en una zona nueva en la que pude localizar varios ejemplares y en las que ya dejé preparado el escenario en donde se iban a desarrollar las siguientes sesiones, dedicamos tres tardes laborables a entendernos con este inquieto passeriforme otros dos fotógrafos y yo mismo.

Este año he tenido la sensación de que quizás la sierra nos ha recibido con un cierto retraso en la floración respecto a primaveras anteriores, seguramente como consecuencia de la climatología tan variable e inestable que hemos tenido las semanas previas. Fruto de ello ha sido la escasez de piornos amarillos durante los primeros compases del período reproductor del pechiazul que nos facilitaran un "plató" atractivo, con posaderos y fondos representativos de lo que es la primavera en estas montañas. Que caracterizaran, en definitiva, estos paisajes, que nos ayudaran a describirlos, a pintarlos. Muy por el contrario, el aspecto general de todas las laderas era masivamente verde. Sea como fuere, una vez seleccionado y acondicionado el escenario, "el pechi" acudió a la cita con mayor o menor fortuna a lo largo de las tres tardes y nos permitió aprender un poco más sobre su conducta, querencias y hábitos, experiencia que, sin duda, sabremos aprovechar en el trabajo de campo en temporadas próximas. Y mientras los clics de las cámaras suenan en cortas ráfagas, él se dedica a buscar aquí y allá comida, picoteando por la pradera en busca de larvas, cantando desde sus posaderos habituales, volando de un lado a otro, llevando cebas al nido y, cómo no, haciéndose de rogar pero posando para nosotros de vez en cuando. Muy de vez en cuando.

Y como tampoco podía ser de otra manera, amigos, siempre me quedo con ganas de más.











6 de junio de 2016

Garrapatas

El Sistema Central se transforma, como cada primavera, cuando los piornales envuelven la atmósfera de aromas y colores. Según ascendemos por la carretera su perfume penetra en el coche suave pero intensamente. Envuelve las laderas que comienzan de esta forma a teñirse de su color amarillo característico. Y también como cada primavera nosotros nos acercamos a estas montañas en busca de algunos de los pajarillos más interesantes que en ellas se reproducen. El marco que los rodea no puede ser más atractivo para un fotógrafo de fauna o paisaje: piornos amarillos, fondos cálidos, aire puro de alta montaña, un paisaje salvaje, soledad,... ¿Qué más podemos pedir? Aquí me siento como en casa. Pero la primavera que la sangre altera de tantos seres vivos también trae otras pequeñas sorpresas a tener en cuenta. Todos debemos estar vigilantes. Sin excepción. De pluma, de pelo o de escamas. Seres grandes y pequeños son insidiosamente afectados por las pequeñas garrapatas, adheridas a sus pliegues y pieles más blandas. Pequeñas al principio, minúsculas e imperceptibles cuando se te suben por las extremidades buscando un rinconcito donde arrebujarse. Grandes después. Gordas, rechonchas, rellenas de sangre. De nuestra sangre para ser más precisos. Blanditas.

Más de una docena acarreaba este precioso macho de lagarto verdinegro (Lacerta schreiberi) en celo por uno solo de sus flancos mientras buscaba alimento entre las flores de un matorral.

La cara y la cruz de esta espléndida primavera.






1 de junio de 2016

¿Vulgares?

¡Qué poco me gusta este apelativo para el pinzón (Fringilla coelebs); ni para ningún otro animal, dicho sea de paso. ¿Vulgar? ¿por qué? ¿porque hay muchos? ¿porque son comunes, familiares ? Pues común y vulgar no tienen la misma connotación, aunque puedan ser a veces equiparables, algo que bien podrían tener en cuenta esos señores sesudos que deciden de vez en cuando modificar los nombres de algunas aves (busardo ratonero, aguililla calzada, ruiseñor pechiazul,...).

Es mediados de mayo. La primavera se nos muestra efervescente allí donde miras y en Extremadura está que revienta. Yo me entretengo observando algunos machos en pleno celo desgañitándose desde las ramas secas de algunos arbolillos, aún sin hojas en una umbría de la sierra. Discretos, modestos a pesar de su colorido, defienden su parcela cantando. A través de los prismáticos veo cómo su pico de color metálico vibra con sus gorjeos y trinos. Me gustan, siempre tan cercanos. Es el pinzón más común, que no el más vulgar.