Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

13 de mayo de 2012

Érase una vez un lugar

Érase una vez un lugar remoto y escondido en el que vivía una comunidad, sin lugar a dudas especial, formada por amigos de diferentes ciudades y pueblos. Un lugar común. Un lugar de encuentro. El lugar perfecto.

Extremeños y salmantinos nos juntábamos cada fin de semana en aquel rincón olvidado; secreto y desconocido excepto para nosotros, los locales. Gentes de Plasencia, Cáceres, Cabezuela, Zafra, Salamanca o Candelario. Del Placentino, del Valcorchero, del Monfragüe, del Candelariense o del Grupo Salmantino de Montaña, clubes todos ellos amigos y hermanos. Cada uno con sus mochilas, motivaciones y sueños, los escaladores y montañeros de mis recuerdos formábamos una entrañable comunidad, ahora irrepetible en este mundo globalizado. Cada fin de semana del invierno o del verano nos reencontrábamos y se renovaba aquella pequeña sociedad, y durante dos días vivíamos, escalábamos, pateábamos y soñábamos viajes y montañas. El domingo por la tarde la hermandad se desvanecía y aquel lugar perfecto quedaba de nuevo solitario durante los siguientes cinco días, silencioso hasta que la llegada de un nuevo viernes aceleraba las prisas por abandonar la jungla atroz de la ciudad y regresábamos de nuevo a aquel hoyo glaciar que era nuestra casa.

Cuando ahora regreso al que fue mi hogar y mi escuela, lo reconozco de la misma manera que el emigrante que dejó su aldea siendo un niño la reconoce en los cambios y en la transformación. Ahora mucha gente conoce el lugar pero pasa de largo; algunos incluso vivaquean y escalan en él, igual que lo hacíamos en los 80 y 90; aparece en las revistas y en los libros, y por supuesto en la red que lo democratiza todo. Pero ahora, cuando yo camino por entre sus bloques de piedra y levanto la cabeza para mirar sus paredes negras, siento que algo no encaja, que falla algo en aquel escenario maravilloso, y me embarga la sensación de que ha mutado, mientras respiro un ambiente aséptico e impersonal. Siento que hay algo que lo hace distinto. Diferente. Extraño. Será que ya no veo aquella comunidad de amigos cuyas voces aún parecen rebotar en mis oídos mientras escalaban cada fin de semana las negras paredes de aquel lugar.

Aquel lugar se llama Hoya Moros.




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