Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

25 de octubre de 2012

El poblado

Por un tranquilo camino en medio de la fragosidad de la sierra llego hasta las casas una mañana cualquiera de un verano cualquiera. Salen a mi encuentro unos perros que me ladran sin contemplaciones, pero que se mantienen prudentes a una cierta distancia. Sus escandalosos ladridos rompen la tranquilidad de la mañana y advierten de la presencia del extraño a un par de niños, que acto seguido aparecen curiosos en la puerta de una vivienda apartando la cortina de tela que impide el paso de las moscas al interior. Me miran riéndose con los mocos colgando y la ropa sucia, al tiempo que me invade un penetrante olor acre a cabra procedente de algún corral. Un paisano pasa con la caballería camino de algún olivar escondido entre los jarales y me saluda con un escueto gesto de su cabeza, pero sin pararse. La acémila desciende cuidadosamente entre resbalones por el pendiente camino empedrado, cargada ahora sólo con un azadón y sus alforjas vacías. Pasan de largo y desaparecen tras una curva. Atravieso el misérrimo poblado sin calles. Se apartan algunas gallinas mientras descubro a una anciana que me observa escondida. Cuando nuestras miradas se cruzan, suelta el visillo de la ventana y queda oculta en el interior de su cocina. Bastan unos pocos instantes para atravesar y dejar atrás la alquería, clavada en un espolón de cuarcitas retorcidas sobre el meandro de un arroyuelo. Atrás queda la minúscula y diseminada agrupación de casuchas, sus gentes, sus niños, sus animales. El humo de sus chimeneas.

Atrás quedan también en el tiempo, muy atrás, este y otros poblados, olvidados, desheredados y abandonados.

Hoy ya no hay gentes aquí, ni niños, ni animales. No hay olivos entre los jarales. Y los caminos, antes de pulidos empedrados, ahora son de tierra y agonizan en la maleza. Miro el poblado sin pobladores, ni chimeneas, ni tejados. Y sólo veo olvido. El olvido que se los llevó a todos y que por olvidar olvidó hasta el nombre del lugar.

Desde lo alto de un peñasco observo lo que queda de él. Lo miro y me imagino los perros saliendo a mi encuentro, a los niños con sus mocos, a la anciana y al paisano.








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