Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

22 de agosto de 2023

22 de agosto de 1.993

No resulta para nada sencillo sintetizar todas las sensaciones, vivencias y sentimientos vividos en aquel lejano verano de hace ahora 30 años. Aquellas emociones dejaron impresa una huella indeleble en mi persona, imposible de olvidar. El paso del tiempo, no solo no las ha mitigado, sino que, quizá, las ha vuelto más evocadoras e intensas, aunque en aquel momento pasara página tras el mismo regreso a casa. No es nostalgia, pues, son momentos que me fueron dando forma, y como tal los recuerdo.

Reducir todo lo vivido en aquellas semanas a un puñado de párrafos no puede resultar para nada fácil cuando ni siquiera lo es seleccionar una mínima fracción de entre las mil y pico diapositivas que me traje de aquel viaje para mostrarlas aquí y ahora, tres décadas más tarde, pues cada una de ellas parecerían esenciales para comprender lo que supuso el viaje en su conjunto. Muchas veces he dicho que cada uno de nosotros somos la suma de lo que fuimos, y así acompañé ese pensamiento con un retrato de aquel mismo viaje, pues aquellas semanas sin duda formaron una parte importante en "el después" de mi vida.

Pero, aunque no resulta fácil, voy a intentarlo.

1 de agosto de 1993. Nos juntamos en Barajas un grupo de enamorados de la montaña con un primer destino -aunque solo de paso- en Pakistán. Se trataba de una expedición comercial a la que me unía tras la imposibilidad de sacar adelante en mi ciudad un viaje a alguno de los ochomiles más accesibles que tanto ansiaba. El Cho Oyu chino o el pakistaní Gasembrum II eran la luz de un faro que me guiaba en aquella época. Tras tener que rechazar unirme a un grupo de amigos andaluces para intentar la quinta montaña más alta del planeta en temporada invernal por la imposibilidad de conseguir financiación aquí en mi tierra (hicieron cumbre casi todos los expedicionarios), opté por embarcarme en esta aventura a una montaña exótica y ya de una altura muy respetable, el Muztaghata (o Muztagh Ata), en la Región Autónoma Uigur de Xinkiang, en un rinconcito de la enorme China. Atravesar el norte montañoso y hostil de Pakistán hasta cruzar al gigantesco vecino del norte y ponernos en el C.B. de la segunda montaña más alta de la cordillera del Kunlun junto al mismísimo desierto de Taklamakan, ya merecería un viaje por sí solo, como lo merecería también todo lo vivido tras el descenso de la montaña, recorriendo los paisajes indescriptibles de las estepas chinas, la mítica ciudad de Kasghar -nudo estratégico de la milenaria Ruta de la Seda- y mezclarse con las etnias que habitan estas tierras: kirguises, uigures, kazajos, mongoles, han, ...

Pero resulta tan difícil sintetizar tantas vivencias que por ahora tendré que limitarme a rememorar cómo se desarrolló aquella experiencia en la montaña que tanto me enseñó. Sin más.

Y así, tan solo unos días después, y tras cuatro duras jornadas recorriendo más de 1.200 kms. por la tortuosa y pomposamente llamada Karakorum Highway desde Islamabad hasta el lago Karakul, por fin teníamos delante la enorme mole del Muztaghata, elevándose muchos metros por encima de nuestras cabezas y lanzando glaciares blancos a las desérticas laderas circundantes.

A su alrededor todo son paisajes abiertos, conformados por el árido, descomunal y a veces desolado Pamir chino; estepas infinitas salpicadas de yaks, de caballos, de camellos bactrianos y cabras, alimentándose en enormes extensiones verdes, salpicadas de yurtas nómadas, y rodeadas de resecas, salvajes y altas montañas.


Apenas 6 días después de dejar España, el 7 de agosto alcanzábamos el que sería nuestro hogar durante las siguientes semanas, un campo base situado a 4.400 m.s.m., y a donde llegaríamos con la ayuda de los camelleros y sus animales. 







Por fin estábamos donde queríamos estar, al pie de nuestra montaña, de una gran montaña, la 47 cumbre más alta del planeta, un siete mil quinientos y pico, sencillo pero duro, sin dificultades técnicas pero delicado con los cambios meteorológicos, con pocos riesgos objetivos pero, aún así, existentes. Su campamento base nos albergaría durante una veintena de días, aclimatándonos a la altura y cortejando su vértice. Una veintena de días en la que subiríamos y bajaríamos en varias ocasiones por sus laderas, adaptándonos a cotas cada vez un poco más elevadas, subiendo y bajando material, dejando depósitos en la montaña, montando tiendas, durmiendo en sus campamentos de altura. En definitiva, los rituales a los que la altura obliga al ser humano para no morir en el intento, literalmente. Así, de mi segunda noche en altura escribo en mi diario: "8-AGOS-93 Por la noche me desvelo y tardo mucho en dormirme, aparte de que me despierto constantemente. Me tomo las pulsaciones y tengo 92 dentro del saco y después de la cena. Más avanzada la noche comienza a dolerme la cabeza; se me hace eterna hasta que comienza a clarear". Dos días después aún escribo:"10-AGOS-93 Estoy desvelado una vez más y hasta muy avanzada la noche no me duermo. Un vez más vuelve a molestarme la cabeza; amanece y no se me pasa del todo durante el resto del día"

El entorno natural que nos rodea no puede ser más extraordinario. En nuestros paseos exploratorios por los alrededores del C.B., tan necesarios en estas primeras etapas del proceso de adaptación a la altitud, quedo extasiado con la profundidad del paisaje, con esas vistas abiertas que parecieran casi inabarcables hasta toparse bruscamente con las montañas que nos rodean, algunas de ellas coronadas de nieve y glaciares. Todo el entorno es excesivo, de panoramas desmesurados y colosales, y no me puedo creer que yo esté formando ahora parte de este rincón del planeta, aunque sea solo por unas pocas semanas.




Pero los días se suceden y nuestro "trabajo" no se detiene. Con la ausencia de dos compañeros que se han visto obligados a regresar a España urgentemente por la enfermedad de uno de ellos -no llegamos nunca a tener claro si fue un problema de adaptación a la altura o con un origen diferente-, los siete restantes continuamos progresando montaña arriba. Los porteos y las noches en altura previas, nos pondrán pronto en disposición de realizar un intento a cumbre.

Los inevitables nervios se agarran al estómago cuando se acerca ese día programado para emprender la última y definitiva ascensión por las laderas de la montaña, aquella que nos debería depositar el lo más alto, en el lugar donde se juntan todas las aristas. Y la inquietud de los momentos previos se hace más inexorable aún cuando el día previsto para comenzar el ascenso definitivo amanece especialmente malo: "19-AGOS-93 Hoy es el día esperado para iniciar la etapa final de la salida: comenzaremos a subir para arriba, para bajar solo con la cumbre, si es posible. Sin embargo, la cruda realidad se impone. Ha estado nevando por la noche, al igual que otras noches; pero hoy el tiempo ha empeorado definitiva e implacablemente. Durante todo el día ha permanecido encapotado el cielo, con nubes muy oscuras, bajas, que impedían ver no solo hacia la loma de subida al C.I., sino incluso hacia el valle. Todo ha permanecido oculto por la niebla. Intermitentemente continúa nevando por la mañana y por la tarde, y con las mochilas preparadas para iniciar la marcha nos hemos rendido ante la evidencia: hoy es el peor día de cuantos hemos permanecido en la zona, y con mucha, mucha, mucha diferencia. Baja gente del C.II. y nos cuentan que hay un metro de nieve reciente". No habrá muchas más oportunidades si la meteorología realmente ha empeorado.

Pero al día siguiente, 20 de agosto, el cielo amanece increíblemente soleado, por lo que arrancamos finalmente montaña arriba, aunque lo hagamos con más nervios si cabe, sin comprender muy bien estos bruscos cambios meteorológicos. Ayer el cielo fue un jarro de agua fría sobre nuestra motivación, hoy parece darnos renovadas esperanzas, aunque con mucha cautela, pues si nos pilla otro empeoramiento similar arriba el Muztaghata puede convertirse en una verdadera trampa en la que se haría extremadamente difícil orientarse.

Sea como fuere, subimos en el que podría ser nuestro último intento factible. O bajamos con la cumbre, o sin ella. O vemos lo que hay del otro lado de la montaña y que se nos ha mantenido oculto todo este tiempo, o descendemos sin guardar un paisaje nuevo en nuestras retinas. Ahora mismo la moneda ya está en el aire. 

A nuestro cerebro no le resulta sencillo asimilar la inmensidad del lugar en el que nos encontramos hasta que no vemos desde las laderas de la montaña el espacio que nos rodea. La altura que ganamos en ella y el minúsculo tamaño que tenemos sobre sus glaciares nos hacen comprender lo insignificantes que somos en este entorno de extensiones tan desproporcionadas. Somos unos seres diminutos en un lugar duro y hostil de dimensiones simplemente gigantescas.

La llegada al primer campamento de altura, situado a 5.500 m, resulta sencilla. Ya hemos dormido aquí en un par de ocasiones y subido a dejar material al C.II. en alguna otra más, a unos 6.300 m. El lugar es extraordinario, con un panorama sobrecojedor y unas puestas de sol sencillamente alucinantes. Es un enclave muy cómodo, además de seguro. Descansamos, charlamos, nos relajamos en él y disfrutamos de poder estar por fin aquí, camino de la cima, sin dejar de mirar al cielo, que por momentos se vuelve a cubrir de nubes. Cruzamos los dedos mientras los tonos cálidos del atardecer tiñen la nieve y el hielo de los seracs y las grietas que nos rodean de suaves amarillos y naranjas. La caída del sol se transforma en un momento mágico y pacífico.





El día 21 amanece de nuevo despejado. Nos levantamos sin mucha prisa y esperamos a que el sol alcance nuestras tiendas. Hace unos días ya dejamos montada en el C.II. una de las tres tiendas de campaña que necesitaremos y hoy simplemente tendremos que dejarnos llevar por la ladera arriba cargando con el resto del campamento y comida para el intento definitivo a la cumbre, que debería ser mañana si la meteorología no lo impide (aunque tenemos aún un pequeño margen de uno o dos días por si la climatología volviera a empeorar). El itinerario hasta el siguiente campamento de altura es entretenido y hermoso, aunque se nos hace largo. Zigzageamos entre numerosas grietas y grandes seracs, flanqueando un tramo bajo la amenaza de uno que resulta especialmente peligroso; con una altura equivalente a un edificio de varios pisos, y separado de la montaña, manteniéndose de pie como un enorme menhir en un delicado equilibrio sobre un glaciar que se mueve y se desliza ladera abajo, parece estar esperando como una espada de Damocles el instante de derrumbarse. Son estructuras de dimensiones colosales que no anuncian cuándo se pueden venir abajo. Por lo demás, el ascenso es continuo y relativamente cómodo, con zonas de mayor pendiente y zonas de recuperación. Aún así, algún compañero ya empieza a mostrar signos de no subir muy bien, ya veremos mañana cómo se encuentra.






Seguimos ganando altura, y con ella el panorama que nos rodea se amplia hasta casi el infinito. Sobrepasamos los 6.000 m. mientras el día parece seguir queriendo darnos una oportunidad. Los nervios y la tensión que provoca siempre la incertidumbre del día previo a la cima se mitigan y casi desaparecen mientras nos concentramos en el ejercicio, en el gesto acompasado de nuestro foquear. Primero un paso y luego otro, esquí izquierdo, esquí derecho, acompañados con el movimiento de los brazos. Ahora solo pensamos en nuestras mochilas, pesadas como losas, en sortear las pendientes inclinadas, en flirtear grietas, en respirar en esta atmósfera liviana, con inspiraciones tranquilas y profundas para compensar la disminución de la presión de oxígeno en el aire que nos mantiene vivos. Las pieles sintéticas bajo nuestros esquíes se deslizan suavemente sobre la nieve mientras nuestras miradas se clavan en las espátulas de nuestros largos zapatos: navegan por la ladera como las proas de los barcos y nos abren camino sobre la nieve con un sonido peculiar que nos arrulla. Ahora nuestros pensamientos se centran solo en avanzar hasta los 6.300 m. del que será nuestro segundo campo de altura.






Y lo alcanzamos sin prisas, cada uno a su ritmo. Hay que ahorrar energía para mañana. Al llegar aún deberemos terminar de montarlo. Comienzan las tediosas labores de los campamentos de altura: allanar con las palas de nieve y los esquíes una superficie suficiente para otras dos tiendas de campaña, montarlas, acomodarnos dentro, recoger nieve y poner los infiernillos a derretirla, rellenar cantimploras para no perder tiempo mañana, para hidratarnos ahora y para cocinar, ordenar el equipo y la ropa en el interior, evitar que nada importante se congele, guardar los botines interiores -además de guantes, cámaras y pilas- dentro de los sacos de dormir para no arriesgar unas congelaciones en los dedos de los pies por la mañana, ...




Las cartas están echadas y parece que el tiempo quiere aguantar, por lo que somos optimistas. En todos estos días previos de subidas y bajadas por la montaña me he encontrado muy fuerte y hoy mantengo ese mismo estado físico; además, tengo un gran apetito, señal de que mi aclimatación a la altitud es perfecta.

O así parecía hasta la llegada de la noche.

"22-AGOS-93 Mi compañero de tienda no ha pasado buena noche y vomita nada más levantarse. Yo tampoco he tenido el estómago muy católico por la noche y he tenido también la sensación, más que de vomitar, de arcadas. De hecho, nada más levantarme tengo las primeras del día. El despertador quedó puesto a las 6:30 de la mañana; comienza a clarear a las 7:30. La tienda está húmeda por dentro de la transpiración. Afuera hace un frío asesino y es terrible el amanecer. No consigo desayunar apenas 4 sorbos de café, por miedo a vomitar. Tengo la esperanza de que a medida que pase el día me entrará hambre. Sin embargo, no será así." 

No podemos saber con exactitud la temperatura real que nos encontramos al salir de las tiendas, pero sin duda es terriblemente baja. Pensamos que podría llegar a -35 grados centígrados. Salimos para arriba, algunos con más esfuerzo que otros en función de sus condiciones físicas, de cómo ha pasado la noche y de cómo se ha podido hidratar y alimentar. El día ha amanecido despejado y no tenemos la sensación de que vaya a empeorar, así que ya todo dependerá de nosotros mismos, si no hay sorpresas en ese aspecto.

Sigo leyendo en mi diario: "Subimos despacio. A los 6.600 m. aproximadamente tanto R. como E. -al que le molesta la cabeza- se dan la vuelta. El frío hasta ahora ha sido fortísimo. Hemos subido moviendo los dedos dentro de las manoplas y de las botas. Aún así, después de que nos diera el sol hemos seguido notando el mismo frío. Paramos de vez en cuando, pero el ritmo es muy lento, y el frío no nos deja parar mucho." Si alguien no se imagina el martirio que supone tener que mover los dedos de los pies dentro de las botas mientras caminas durante horas, que pruebe a hacerlo en casa durante cinco o diez minutos y comprenderá lo difícil que resulta mantener cualquier riesgo bajo control cuando te encuentras en circunstancias tan duras.

"Yo marco el ritmo al principio y al final, aunque no será porque sea más rápido, sino más cómodo. Lo cierto es que sin comer ni beber en todo el día mi ritmo es peor que el de los otros; en varias ocasiones vuelvo a tener arcadas. Paso el día con dos barritas de Huesitos y dos Glucoesport. Voy fatal, sin fuerzas ni fuelle, aunque a medida que sobrepasamos los metros no siento una disminución especial de oxígeno respecto del Aconcagua. Cuando avanzo de primero, marcando el paso, me duermo mirando la traza medio borrada de los franceses que van por delante. Siento que los ojos se me cierran y necesito Dios y ayuda para dominarlos. Cuando voy detrás de otro miro las colas de los esquíes que me preceden y me cebo con la mirada en ellos y parece que desaparece el sopor.

El día se está haciendo muy duro. Cuando mis cuatro compañeros hablan entre ellos sospecho que se plantean renunciar. El viento se ha ido levantando y complica la ascensión. Parece que también ellos van tocados, como yo, y creo que en su fuero interno se plantean dar media vuelta. En mi diario reflejo aquel sufrimiento final: "Yo deseo que no lo hagan, que sean lo suficientemente cabezotas como para continuar. Pero yo mismo reconozco lo razonable que sería la renuncia. La ventisca y las nubes esporádicas minan nuestras fuerzas por arriba, pero al mirar valle abajo compruebo, una y otra vez, que continúa despejado, lo que nos asegura un descenso seguro. En mi vida había sufrido tanto para hacer una cumbre. Nunca antes había tenido que arrojar tanto de mí para hacer cima; tanta cabezonería o fuerza de voluntad, para continuar un paso más, y otro, y otro, y otro. Y a cada paso detenerme unos segundos para inspirar y expirar. Otro paso, otra respiración; un paso, una respiración.



Después de horas de ascensión comenzamos a ver unas piedras que asoman de la nieve, banderines anaranjados y a los primeros franceses que inician el descenso.

Estamos arriba. Por fin. En el vértice final. En el único punto donde culminan todas las aristas de una montaña. Después de tantos y tantos esfuerzos e ilusiones, la cumbre del Muztaghata nos ha permitido coronarla, porque solo si las montañas quieren nosotros podremos subirlas. Ahora sí podremos llevarnos en nuestras retinas ese panorama desconocido que se ocultaba más allá, en el lado oculto de la montaña.

El frío, que se había suavizado algo durante la subida, se ha vuelto de nuevo atroz, y podría alcanzar fácilmente los 20 o 25 grados bajo cero, lo que hace que el viento lo vuelva verdaderamente peligroso. Nos cuesta por ello hacer hasta las fotos de rigor ya que los dedos se nos "acartonan" en cuanto manipulamos la cámara unos segundos con los guantes pero sin las manoplas, lo que provocó que algún compañero mostrara pequeñas congelaciones posteriormente. La propia cámara se resiste a funcionar bien. Hacemos una o dos fotos y tenemos que calentarnos las manos, frotárnoslas y a los pocos minutos hacer alguna otra instantánea más. Nos abrazamos. Lo hemos conseguido, estamos a 7.546 metros de altura tras llegar casi a nuestros límites, físicos pero sobre todo mentales, ya que ha sido nuestra determinación el verdadero motor que nos ha traído hasta aquí. Las piernas y nuestros pulmones han ayudado, sí, pero sin ese empeño en intentarlo, a pesar de la dureza que ha representado, nunca hubiéramos podido culminar nuestro sueño. 



Despegamos con urgencia las pieles de foca de los esquíes, las guardamos de cualquier manera en las mochilas e iniciamos un rápido descenso hasta el C.II., en donde nos esperan los dos compañeros que no han podido hacer cima. Necesitamos calentarnos y perder altura. A nuestras espaldas los giros dibujados en un palmo de nieve polvo nos alejan de una cumbre que nos ha obligado a dar todo lo que llevábamos dentro. Pero tan grande ha sido la dureza de la ascensión como lo es ahora la satisfacción de bajar con esta cima en la mochila.

Ahora, bajando, ya no somos los mismos que hace unas horas subíamos.

El día 23 amanece de nuevo con un cielo espléndido. Decir que ya solo nos queda perder altura y recoger los campamentos sería engañoso. No será así de sencillo, al menos para mí. He dormido bien pero sigo sin poder meter nada en el estómago por segundo día consecutivo. Las fuerzas que me restan son muy justas ya. Demasiado justas. Pero aún tenemos que desmontar este campamento, ordenar todo para que entre en las mochilas y descender hasta el campamento inferior. Desmontar también el C.I. y sumarlo a nuestras espaldas. Bajamos cargados como burros, intentando hacer algo que se parezca a "esquiar", pero yo no consigo hacerlo sin caerme en varias ocasiones. Simplemente ya no me quedan fuerzas.





Con 26 Kg. en la espalda (saco, tienda de campaña, esquíes, botas de plástico, comida, agua, ropa, arneses, quincalla, mi parte correspondiente al material común, ...) alcanzo el campo base por fin. Cansado no, literalmente extenuado. Vaciado por dentro. Mis compañeros bajan parecido y han decidido dejar un depósito con parte del equipo donde termina la nieve y subir en dos días a por él. Yo prefiero no martirizarme ni un día más, arriba y abajo otra vez a lo largo de los 700 m. de desnivel que hay hasta el lugar, y decido descender ahora con todo hasta el final. Alcanzo el base tan destrozado como satisfecho, pensando solo en beber, beber y beber.

Aún tardaré en dormir bien por la noche, pero la sensación de haber cumplido me provoca un estado de relajación que solo se puede acompañar con un escenario tan impresionante como el que nos ha rodeado todos estos días, esa inmensidad que nos envuelve y esos inolvidables atardeceres vividos en uno de los rincones de la tierra que me ha dejado una huella más profunda.



La sensación de estar flotando en un sueño me invade por completo, como si me viera a mí mismo desde fuera. Tal día como hoy de hace tres décadas culminaba un anhelo largamente perseguido. 22 de agosto de 1993, una fecha que quedará grabada a fuego en mi interior como una etapa, un peldaño más que cimentó lo que hoy soy.

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