Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

20 de abril de 2013

Amanecer

Por el horizonte clarea la franja azulada del próximo alba mientras alcanzo el lugar donde voy a pasar las próximas dos horas. El reclamo inconfundible, persistente, penetrante y agudo de las cigüeñuelas (Himantopus himantopus) delata su presencia a pocos metros de distancia, en la oscuridad de los últimos latidos de la noche. Me acerco sin linterna, a hurtadillas, como un bandido que quisiera hurtar algún bien preciado. Las botas no impiden que unos pocos metros más adelante tenga los pies mojados mientras camino sin ver dónde hay agua y dónde tierra firme; bueno, mejor dicho, dónde hay "fango firme". Busco como puedo, a veces tocando el suelo con los dedos de la mano, una pequeña porción cerca de la orilla que no rezume. Cuando ya estoy decidido a regresar de vacío a casa, la encuentro. Descargo la pequeña mochila con las redes de camuflaje, esterillas y equipo fotográfico. Me acomodo como puedo, tumbado de frente, con las punteras de los pies en un charco; ¡qué más da, al fin y al cabo ya están mojados! La faena son los dos grados de temperatura de esta sosegada mañana.

Cuando termino de prepararme ya se medio ve. Reclaman aflautados una pareja de chorlitejos. Se intuyen las formas y las aves. Las que habían levantado el vuelo ante una sombra deambulando por la orilla, regresan, sobrevolándome a pocos metros de altura. Se posan. Espero. Amanece.






19 de abril de 2013

Mi patio

Salgo de mi casa y me voy al patio de atrás. Hacia él me arrastra el lienzo amarillo que lo tapiza por completo, como un cuadro neoimpresionista elaborado a base de infinitos puntitos de color limón, como un paisaje puntillista que hubiera ocupado a su autor una vida completa. Me cuelo en el cuadro, aún fresco con las gotitas del rocío nocturno chispeando sobre la hierba y mojándome las zapatillas deportivas. A medida que el sol va ganado altura por la mañana, el perfume de las flores lo envuelve todo, cada vez con más intensidad. Paseo desde un extremo a otro del cuadro, de mi patio, acariciando las infinitas matas de Brassica barrelieri, conocida con los sugerentes nombres de pimpájaro o amargo amarillo. Camino procurando no pisar las plantas. Los pantalones vaqueros se me pintan de polen. Un grupo de mitos revolotea entre las ramas bajas de los fresnos y me saludan, mientras alguien da su paseo matutino con el perro.

Bajo los cálidos rayos de la primavera, yo me adentro en su color y buceo en amarillo.












13 de abril de 2013

Quemando kilómetros

Presiono un botón del lector de Cds y apago la música, quedándonos en silencio en el interior oscuro de la cabina de nuestra camper. Los críos atrás se han dormido hace mucho rato ya, y nosotros vamos conduciendo cansados tras haber pateado durante buena parte de la jornada casi una veintena de kilómetros de monte con sus más de setecientos metros de desnivel. Conducimos ahora casi en silencio, casi sin cruzar palabra. Yo escucho el sonido monótono del vehículo sobre el asfalto, el rodar del caucho sobre la superficie lisa de la cinta gris de la autovía. Me sumerjo en el zumbido sordo de nuestro propio circular sobre la brea, y en el del viento al chocar violentamente contra la carrocería. Veo pasar luces y reflejos.

Mientras ella conduce, yo disparo con la cámara a los carteles, a los cruces, a los vehículos que nos adelantan o adelantamos, a las gasolineras, a los pueblos lejanos, a los bolardos de plástico verde de las desviaciones y salidas. Apunto, varío manual y velozmente tanto la distancia focal del zoom como el enfoque según se acercan a gran velocidad flechas pintadas de reflectante blanco sobre la carretera, y aprieto el botón disparador sobre ellas sin pensarlo, pues un par de segundos después ya las habremos engullido bajo el vehículo. Espero a las siguientes flechas que se intuyen apareciendo como fantasmas del fondo negro. Y pasan así los kilómetros. Y pasan así los minutos. Y pasan las horas desde que dejáramos la pista de tierra tres provincias más atrás. Aparecen delante nuevas luces y destellos, pasan y se pierden a nuestra espalda en la oscuridad de la noche.

Y nosotros seguimos quemando kilómetros.












9 de abril de 2013

Caminando

Camino porque lo necesito. Porque caminando veo más allá de lo cotidiano. Porque siento la tierra bajo mis pies y el aire en la cara. Porque aprendo de lo que me rodea. Porque me gusta partir hacia alguna parte. Porque me deleita observar, siempre un poco más allá. Porque puedo alcanzar lugares a los que, por fortuna, aún hoy en día solo se puede llegar andando con esfuerzo. Porque puedo compartir la senda con otros caminantes. Porque me ayuda a conocerme y crezco. Porque me da paz. Porque me hace ser más humilde que en la ciudad.

Camino porque caminar forma parte esencial del ser humano, de ese ser nómada y vagabundo que un día se irguió sobre dos piernas y partió de África arrastrado por la necesidad de ver más allá de lo cotidiano, de sentir la tierra bajo sus pies y de aprender de lo que le rodeaba, embriagado por observar siempre un poco más allá.

Un paso. Y otro paso. Y otro paso más. Caminar. Caminar. Caminar. Nuestras vidas no son si no caminos, y yo no pienso detenerme en el mío. Por eso camino.