Presiono un botón del lector de Cds y apago la música, quedándonos en silencio en el interior oscuro de la cabina de nuestra camper. Los críos atrás se han dormido hace mucho rato ya, y nosotros vamos conduciendo cansados tras haber pateado durante buena parte de la jornada casi una veintena de kilómetros de monte con sus más de setecientos metros de desnivel. Conducimos ahora casi en silencio, casi sin cruzar palabra. Yo escucho el sonido monótono del vehículo sobre el asfalto, el rodar del caucho sobre la superficie lisa de la cinta gris de la autovía. Me sumerjo en el zumbido sordo de nuestro propio circular sobre la brea, y en el del viento al chocar violentamente contra la carrocería. Veo pasar luces y reflejos.
Mientras ella conduce, yo disparo con la cámara a los carteles, a los cruces, a los vehículos que nos adelantan o adelantamos, a las gasolineras, a los pueblos lejanos, a los bolardos de plástico verde de las desviaciones y salidas. Apunto, varío manual y velozmente tanto la distancia focal del zoom como el enfoque según se acercan a gran velocidad flechas pintadas de reflectante blanco sobre la carretera, y aprieto el botón disparador sobre ellas sin pensarlo, pues un par de segundos después ya las habremos engullido bajo el vehículo. Espero a las siguientes flechas que se intuyen apareciendo como fantasmas del fondo negro. Y pasan así los kilómetros. Y pasan así los minutos. Y pasan las horas desde que dejáramos la pista de tierra tres provincias más atrás. Aparecen delante nuevas luces y destellos, pasan y se pierden a nuestra espalda en la oscuridad de la noche.
Y nosotros seguimos quemando kilómetros.
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