Observo el amanecer desde detrás de las ventanas tintadas de mi casita con ruedas. Está muy nublado, así que me quedo un rato más al abrigo cálido del edredón de pluma.
Repito la maniobra cada pocos minutos, decepcionado por el cielo encapotado que nos recibe al alba, hasta que repentinamente intuyo en las nubes plomizas un cambio de luz. Miro por enésima vez a través de las ventanas y salto disparado del mullido abrazo de mi plumón nórdico, me visto y abrigo en menos tiempo del que dura un bostezo, y salto al exterior con el equipo fotográfico que dejara preparado la noche anterior. Corro de un lado a otro aprovechando los escasos minutos de la mejor luz del día y esquivando los apestosos objetos artificiales que algunas mentes brillantes encargadas de habilitar el lugar han puesto alrededor de la preciosa ermita románica: carteles, palos de metal, vallas de cerramientos y cables de acero para evitar el paso de vehículos. Todo bien arrimado a la misma y fabricados con materiales que nada tienen que ver con los usados tradicionalmente en la zona, y pareciera, incluso, que con el objeto directo de impedir hacer una sola foto en condiciones.
En fin, no puedo abstraerme de semejante despropósito mientras encuentro la única perspectiva en la que puedo esquivar todo aquello. Hago esa y otras pocas fotos más mientras despotrico contra los lumbreras que deciden dónde instalar todos esos objetos tan feos y tan fuera de lugar (aún comprendiendo la bondad del fin de los mismos), al tiempo que la luz desaparece tan rápido como vino.
Respiro aliviado por haber podido hacer al menos esa única foto con aquella magnífica luz, sin el estorbo de todo aquello y con una perspectiva en la que se puede ver con claridad la entrada porticada que caracteriza el románico soriano. Recojo los bártulos y unos minutos después estoy nuevamente dentro del edredón de pluma recuperando temperatura y pensando en la ingente cantidad de monumentos, cascos históricos, plazas principales, monasterios, iglesias y catedrales que quedan afeados y estropeados por la desidia y la total falta de sensibilidad de muchas autoridades locales, que permiten el aparcamiento de vehículos, la instalación de carteles de grandes dimensiones -a veces indicando la inversión realizada en una restauración y que permanecerán incluso años después de terminada la misma-, etc.
No les pido a todos ellos ni siquiera sensibilidad para comprender hasta qué punto afean lo bello, simplemente que sean pragmáticos y comprendan que si quieren que los turistas visitemos sus pueblos, plazas, iglesias, monasterios y cascos históricos es necesario que estos se mantengan simplemente bien atendidos, acondicionados y "visibles".
¿Es tan difícil de comprender? Parece que sí a tenor de lo que nos encontramos por ahí.
20 de octubre de 2015
Color de sal
Nomadeo por carreteruchas del centro peninsular disfrutando de cañones, románico rural y pueblos monumentales cuando me sorprenden unas salinas de interior en medio de un amplio valle. Aquí no huele a mar, no hay gaviotas sobrevolando el paisaje ni yo serpenteo por la costa, pero la sal me rodea. Balsas de aguas someras se intercalan con otras petrificadas, y algunas superficies del suelo permanecen blancas, forradas de una capa de sal que las tapiza y camufla. Aquí, las huellas de un caminante quedaron como fosilizadas; allí, las piedras y cuantos objetos permanecen en el suelo se tapizaron por un caparazón como de hielo; más allá, los montones de sal se acumulan junto a la carretera y asemejan hielos de sucios glaciares agrietados, duros y crujientes bajo mis pies. Todo toma color de sal.
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15 de octubre de 2015
Apocalipsis
Separo el ojo del ocular un momento, levanto la cabeza y veo repentinamente el mundo del revés. Es como si estuviera sumergido muchos metros en el mar mirando hacia arriba. Flotando, miro desde las profundidades cómo la superficie del agua se balancea amablemente, dibujando líneas alargadas, suaves y ondulantes.
Sujeto el trípode fuertemente por debajo de la rótula con la cámara montada y salgo disparado como por efecto de un resorte. Paso corriendo al lado de la furgoneta -donde mi familia espera paciente al abrigo del aire- y desaparezco tras una vieja construcción. Se me quedan mirando sorprendidos, preguntándose qué mosca me ha picado, y acto seguido Pablo arranca su cámara del asiento y abandona a toda prisa el vehículo protector sin saber aún qué me ha llamado tan poderosamente la atención, pero intuyendo que merecerá la pena al verme correr y cruzar la carretera como alma que lleva el diablo. Tras la vieja casa me ve corriendo de un lugar a otro buscando un ángulo mejor, una composición o un motivo que situar en primer plano; algo con lo que componer esa extraña superficie del mar vista desde las profundidades. Nos da tiempo a hacer apenas seis o siete fotografías antes de que las fluidas superficies desaparecen de la misma forma que llegaron.
¡Lástima de sitio! ¡Si lo llegamos a pillar con un buen primer plano con el que componer la escena...!
Sujeto el trípode fuertemente por debajo de la rótula con la cámara montada y salgo disparado como por efecto de un resorte. Paso corriendo al lado de la furgoneta -donde mi familia espera paciente al abrigo del aire- y desaparezco tras una vieja construcción. Se me quedan mirando sorprendidos, preguntándose qué mosca me ha picado, y acto seguido Pablo arranca su cámara del asiento y abandona a toda prisa el vehículo protector sin saber aún qué me ha llamado tan poderosamente la atención, pero intuyendo que merecerá la pena al verme correr y cruzar la carretera como alma que lleva el diablo. Tras la vieja casa me ve corriendo de un lugar a otro buscando un ángulo mejor, una composición o un motivo que situar en primer plano; algo con lo que componer esa extraña superficie del mar vista desde las profundidades. Nos da tiempo a hacer apenas seis o siete fotografías antes de que las fluidas superficies desaparecen de la misma forma que llegaron.
¡Lástima de sitio! ¡Si lo llegamos a pillar con un buen primer plano con el que componer la escena...!
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11 de octubre de 2015
El carnero y el milano
Como en una fábula que se presta a enseñanzas y moralejas,
observo al milano real (Milvus milvus) cruzando su mirada con las oscuras y lúgubres cuencas vacías del carnero muerto, rodeados ambos del zumbido de una miríada de moscas. Parece darle las gracias por permitirle a él alimentarse de su carne todavía blanda, ahora que ya no le sirve para mover su macizo corpachón entre los congéneres del rebaño en busca de ovejas que cubrir. Parece ofrecerle sus disculpas por ayudarse de sus magros tejidos rojos para sobrevivir una jornada más. Posado sobre el mullido vientre del viejo semental, parece el milano rendir pleitesía a tanta generosidad.
De las vísceras del animal, apenas emergentes, comienzan a desprenderse, aunque todavía de un modo tímido, efluvios de podredumbre y putrefacción; el hedor de las partes blandas fermentando bajo el sol. El carnero ofrenda al milano sus cuartos traseros gracias a que hace tan solo un par de horas quedaron expuestos al calor y a las moscas bajo los picos fuertes de varios buitres; buitres que al poco levantaron el vuelo asustados por los perros que custodian el rebaño. Con su ganchudo pico desgarra el milano migajas de carne que engulle con un gesto cotidiano, haciendo desaparecer bajo sus afiladas uñas el músculo que hasta hace tan solo un poco rodeaba huesos.
La muerte, como parte fundamental de un ciclo eterno, da paso a la vida, porque la expiración de unos es la subsistencia de otros. Con su muerte, el carnero permite vivir a quien de él se alimente, limitándose todo, al final, a algo tan frío y aséptico como la mera circulación de la energía.
Una hora después de comenzar, el siempre espectacular milano real agradece la ofrenda de su carne y abandona el cadáver definitivamente. Allí lo olvida para que otros se sirvan de él, rodeado de avispas y moscas. Las primeras pellizcarán igualmente minúsculas hebras de grasa y tejidos; las segundas pondrán sus huevos y chuparán sus fluídos.
El ciclo continúa.
observo al milano real (Milvus milvus) cruzando su mirada con las oscuras y lúgubres cuencas vacías del carnero muerto, rodeados ambos del zumbido de una miríada de moscas. Parece darle las gracias por permitirle a él alimentarse de su carne todavía blanda, ahora que ya no le sirve para mover su macizo corpachón entre los congéneres del rebaño en busca de ovejas que cubrir. Parece ofrecerle sus disculpas por ayudarse de sus magros tejidos rojos para sobrevivir una jornada más. Posado sobre el mullido vientre del viejo semental, parece el milano rendir pleitesía a tanta generosidad.
De las vísceras del animal, apenas emergentes, comienzan a desprenderse, aunque todavía de un modo tímido, efluvios de podredumbre y putrefacción; el hedor de las partes blandas fermentando bajo el sol. El carnero ofrenda al milano sus cuartos traseros gracias a que hace tan solo un par de horas quedaron expuestos al calor y a las moscas bajo los picos fuertes de varios buitres; buitres que al poco levantaron el vuelo asustados por los perros que custodian el rebaño. Con su ganchudo pico desgarra el milano migajas de carne que engulle con un gesto cotidiano, haciendo desaparecer bajo sus afiladas uñas el músculo que hasta hace tan solo un poco rodeaba huesos.
La muerte, como parte fundamental de un ciclo eterno, da paso a la vida, porque la expiración de unos es la subsistencia de otros. Con su muerte, el carnero permite vivir a quien de él se alimente, limitándose todo, al final, a algo tan frío y aséptico como la mera circulación de la energía.
Una hora después de comenzar, el siempre espectacular milano real agradece la ofrenda de su carne y abandona el cadáver definitivamente. Allí lo olvida para que otros se sirvan de él, rodeado de avispas y moscas. Las primeras pellizcarán igualmente minúsculas hebras de grasa y tejidos; las segundas pondrán sus huevos y chuparán sus fluídos.
El ciclo continúa.
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7 de octubre de 2015
Velando armas
Nos acercamos al grupo de siete machos muy despacio, dejándonos ver desde mucha distancia para no espantarlos apareciendo repentinamente en su campo visual. Según vamos acortando el espacio que nos separa de ellos nos paramos en repetidas ocasiones, caminamos de modo oblicuo a su posición, nos sentamos y al principio incluso evitamos mirarlos directamente, como si la cosa no fuera con ellos. Así vamos ascendiendo penosamente por la ladera hasta que, por fin, podemos dejar nuestras engorrosas mochilas al resguardo de una piedra llamativa y prominente (para luego localizarlas sin problema) y proseguimos con el final del acercamiento. Los hemos rodeado por una loma cubierta de piornos hasta situarnos con el sol a nuestra espalda. No hay prisa, no tendrían por qué asustarse y deberían admitir nuestra presencia hasta una reducida distancia.
Los machos de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) son animales tranquilos, acostumbrados en algunos de estos valles de origen glaciar a la presencia continua de excursionistas y montañeros y, por lo tanto, sencillos de fotografiar. De hecho, generalmente admiten mejor la presencia humana cercana que los grupos de hembras con crías. Además, los animales más viejos y experimentados son a menudo más confiados que los jóvenes, lo que para la fotografía de fauna no deja de ser un gran aliciente.
Nosotros, con el permiso de la administración del parque en la mochila, nos prestamos a complacernos de su compañía durante varias horas. Ellos, sestean, se relajan, se tumban. Cambian de postura. Se rascan. A alguno se le cae la cabeza bajo el peso de sus cuernas mientras dormita indolente. Ramonean el matorral. Engordan y ahorran energías.
En unas semanas la cuestión será bien distinta.
Mientras permanecemos junto al rebaño -componiendo como podemos dentro de lo poco atractivo que es el entorno en el que se encuentra, y teniendo además que esquivar continuamente en los encuadres las ramas blancas de los piornos quemados-, pienso en el período de celo que se barrunta de un modo inminente en el ambiente. De hecho, algunos testarazos tímidos comienzan a retumbar ya por el valle, aunque más parezcan aún un juego que otra cosa. Aún es pronto. Los grandes cabrones velan todavía sus armas.
Pero pronto los combates resonarán e impregnarán la atmósfera otoñal de la alta montaña. Su gregarismo entonces se diluirá y la actual paz y armonía que impera en los grupos de machos se romperá y dará paso a un período de varias semanas en las que los grandes sementales, con mejor estado físico y mayores cornamentas, impondrán su tiranía a la hora de cubrir a las hembras. Será su momento. Y será también el nuestro.
Por ahora, nosotros nos relajamos al lado de su descanso, deleitándonos con su imponente presencia, de sus corpachones macizos, de sus enormes y temibles defensas desgastadas, melladas en tantas luchas. Nos distraemos a la espera de poder estar aquí presentes cuando dentro de unas semanas hayan dejado de velar sus armas y el fragor de sus combates resuenen un año más en la montaña.
Los machos de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) son animales tranquilos, acostumbrados en algunos de estos valles de origen glaciar a la presencia continua de excursionistas y montañeros y, por lo tanto, sencillos de fotografiar. De hecho, generalmente admiten mejor la presencia humana cercana que los grupos de hembras con crías. Además, los animales más viejos y experimentados son a menudo más confiados que los jóvenes, lo que para la fotografía de fauna no deja de ser un gran aliciente.
Nosotros, con el permiso de la administración del parque en la mochila, nos prestamos a complacernos de su compañía durante varias horas. Ellos, sestean, se relajan, se tumban. Cambian de postura. Se rascan. A alguno se le cae la cabeza bajo el peso de sus cuernas mientras dormita indolente. Ramonean el matorral. Engordan y ahorran energías.
En unas semanas la cuestión será bien distinta.
Mientras permanecemos junto al rebaño -componiendo como podemos dentro de lo poco atractivo que es el entorno en el que se encuentra, y teniendo además que esquivar continuamente en los encuadres las ramas blancas de los piornos quemados-, pienso en el período de celo que se barrunta de un modo inminente en el ambiente. De hecho, algunos testarazos tímidos comienzan a retumbar ya por el valle, aunque más parezcan aún un juego que otra cosa. Aún es pronto. Los grandes cabrones velan todavía sus armas.
Pero pronto los combates resonarán e impregnarán la atmósfera otoñal de la alta montaña. Su gregarismo entonces se diluirá y la actual paz y armonía que impera en los grupos de machos se romperá y dará paso a un período de varias semanas en las que los grandes sementales, con mejor estado físico y mayores cornamentas, impondrán su tiranía a la hora de cubrir a las hembras. Será su momento. Y será también el nuestro.
Por ahora, nosotros nos relajamos al lado de su descanso, deleitándonos con su imponente presencia, de sus corpachones macizos, de sus enormes y temibles defensas desgastadas, melladas en tantas luchas. Nos distraemos a la espera de poder estar aquí presentes cuando dentro de unas semanas hayan dejado de velar sus armas y el fragor de sus combates resuenen un año más en la montaña.
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