Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

1 de abril de 2016

La dama del río

Descubrimos a las tres nutrias (Lutra lutra) desde lo alto de un talud del río con los prismáticos. No es esta la primera vez que lo hago en este lugar tranquilo, pero sí lo es que, tras unos momentos de observación jugueteando en el medio del cauce, vislumbre una posibilidad lejana de fotografiar a esta especie. Así, comprobamos que se separan y dos de ellas se desplazan aguas arriba, donde probablemente tengan la madriguera, mientras que la tercera desaparece sin que veamos hacia dónde. No sabemos si son dos machos cortejando a una hembra, si es una hembra con dos crías anteriores, o incluso si es un macho y una hembra ya emparejados junto con una cría del año anterior que aún acompañe a su madre. Lo que sí observamos es que una de ellas es sensiblemente más corpulenta que las otras. Con la efervescencia de la primavera, todo alrededor está inquieto. Buena cantidad de especies están ya en celo y otras más pequeñas lo están barruntando. Nuestras nutrias claramente lo están. Vemos cómo se alejan desde lo alto de nuestra atalaya y decidimos probar suerte. Salimos corriendo por un camino que transcurre paralelo al curso de agua -amparados furtivamente por la espesa vegetación que lo flanquea- con intención de atajar el desplazamiento de los dos mustélidos, y nos enmascaramos tras unas zarzas a medio kilómetro de distancia. Esperamos. Programamos los parámetros de las cámaras y "barremos" las orillas y la superficie del agua con nuestros prismáticos, ansiosos por comprobar si la fortuna nos va a sonreír en esta oportunidad. Aún pasa un buen rato antes de que la pareja se deje ver finalmente. Continúan enredados en sus juegos, sin prisas, subiendo hacia nuestra posición, hasta regalarnos una larga hora de disfrute donde parecen estar jugando al escondite con nosotros. Una hora en la que las vemos cruzar los caozos delante nuestro, jugar con objetos que han recogido en las orillas, marcar insistentemente en varios rocas sobre otras deposiciones anteriores, moverse las ramas donde se ocultan mientras se pelean escandalosamente como parte de sus juegos nupciales, investigar los recovecos de los márgenes fluviales inquisitivamente, descansar y tumbarse sobre las rocas planas de sus orillas. En fin, un verdadero golpe de suerte, porque no solo hemos podido recrearnos de estas bellezas curiosas e inteligentes a muy corta distancia, observando hechos interesantes de su comportamiento, si no que incluso han tenido a bien posar para nosotros. ¡Qué más podemos pedir!






7 de marzo de 2016

Cuervos de mar

Ojos verdes esmeraldas, espectaculares como piedras preciosas. Pico largo y ganchudo, que a mi me recuerda a una extraña y temible herramienta. Patas negras palmeadas, grandes, enormes diría yo, que lo vuelven un poco torpón y patoso cuando se posa sin gracejo alguno sobre las ramas finas de los árboles, o en las escasas ocasiones en las que camina por el suelo. Yo siempre lo imagino como si fuese un animal que estuviese "a medias", sin acabar de hacer, sin moldear definitivamente, casi como si de un ser prehistórico se tratase, y, aunque lo cierto es que la evolución es un proceso continuo en el que todas las especies estamos inmersas en un camino sin fin, en cada ocasión en que lo observo tengo la sensación de que se trata de un pájaro que está aún sin rematar, con ese plumaje que se ve obligado a secar a pesar de vivir ligado a las grandes masas de agua en las que debe bucear para buscar su sustento, con esas alas pequeñas y cuerpo grande y desgarbado, o con su dificultad para levantar el vuelo y su poca gracilidad cuando se desplaza por el aire. Para mí, su espalda cobriza ribeteada de negro me parece de una elegancia soberbia, y pienso que, cuando el plumaje de su cabeza se torna blanco en época reproductora, las gemas verdes de su mirada hipnotizan al observador aún más, si cabe. Así es o así veo yo al cercano cormorán grande (Phalacrocorax carbo), el cuervo de mar para algunos, el de ojos verdes esmeralda para otros.


2 de marzo de 2016

El espejo

La charca era ayer un espejo. A la cita acudieron diversos conocidos del vecindario, desde el minúsculo zampullín chico -al que esta vez sí le pude hacer alguna foto- a la esbelta garceta grande. La tarde tranquila, sosegada, incluso con buena temperatura, fue testigo de los quehaceres cotidianos de los residentes de aquel escondido rincón. Azulones, cercetas, mosquiteros, bisbitas, molineros y algún palustre, entre otros muchos vecinos, me proporcionaron durante bastantes horas entretenimiento con sus idas y venidas; picoteando, comiendo, descansando, reclamando,... El ganado vacuno aún no entra en esta parcela por lo que la hierba crece tierna con un verde intenso. El lejano ronroneo de algún tractor envuelve de cuando en cuando la tarde serena. Y de entre los recuerdos que me traigo para casa cuando declina el sol me quedo con esta imagen sin recorte, del grandullón del barrio (al lado de zampullines y cercetas, es fácil ser grande) navegando sobre el espejo bruñido de aquel remanso apartado, en una escena sutil, liviana, casi etérea, que realza sin contemplaciones la belleza elegante de esta especie, el ánade real o ánade azulón (Anas platyrhinchos), tantas veces desdeñada por su abundancia.


25 de febrero de 2016

Historia de la polla y el visón

Lo siento, señores, no lo puedo evitar, lo asumo, siempre que observo alguna de las, por otro lado cada día más escasas, pollas de agua (Gallinula chloropus) pienso en otro bicho. Sí, es cierto, tengo que reconocerlo, le soy infiel. Es verlas ... y pensar en el visón americano, no lo puedo evitar.

Recuerdo mis primeras andanzas naturalistas por las márgenes de mi cercano río Tormes -al que, dicho sea de paso, tanto están maltratando últimamente- portando en el cuello aquellos viejos y queridos prismáticos de marca indescifrable, made in URSS, duros como ellos solos y que ahora reposan en una estantería de mi despacho cual viejo cacharro que solo sirve para adornar. Desde las orillas del curso fluvial contabilizaba con matemática estadística cada especie que avistaba y el número de veces que lo hacía. La polla de agua o gallineta ciega (nunca entendí de dónde provenía dicho adjetivo) era por aquel entonces un ave cercana y familiar, común entre los juncales y carrizales de ríos, charcas y embalses próximos a poco que contaran con algo de vegetación en sus orillas. Uno de esos bichos a los que se les prestaba relativa poca atención por lo habitual y familiar del mismo, así como por sus tonos apagados, prestándoles por aquellos años bastante más dedicación a otras especies que podían parecernos más escasas o llamativas.

¡Cuánto han cambiado las cosas desde aquellos primeros años de adolescente bicherío! Ahora mismo, a pesar de vivir frente a una bonita aceña junto al río, cubierta de vegetación apropiada hasta casi ocultarla, se pasan las semanas y hasta los meses sin que observe algún ejemplar de esta especie de la familia Rallidae. La depredación de polluelos y nidadas por parte del invasor americano parece ser la única causa plausible, o por lo menos la principal.

Se me vienen ahora a la cabeza algunos párrafos del interesante libro que Miguel Delibes de Castro -el biólogo, por lo tanto- publicó en 2001 (Ediciones Temas de Hoy S.A.) "Vida, la naturaleza en peligro" en el que analiza los orígenes de la actual y alarmante pérdida de biovidersidad. En esta publicación de carácter divulgativo podemos leer un epígrafe titulado "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" parafraseando o haciendo una traducción libre de lo que el biólogo norteamericano Jared Diamond denominó como "el cuarteto del diablo", en alusión a los cuatro motivos principales responsables de las extinciones. En este epígrafe Delibes hijo ahonda en las causas del proceso actual del que él considera que estamos siendo testigos: la sexta gran extinción en la historia del planeta Tierra. Ahí es nada, sobre todo teniendo en cuenta, además, que esta sexta aniquilación masiva de la diversidad planetaria es responsabilidad directa de la especie humana. Pues bien, uno de esos cuatro jinetes apocalípticos que traen de cabeza a la biodiversidad de esta nuestra casa, una, por lo tanto, de las cuatro grandes causas de la dramática situación que vivimos actualmente es, precisamente, la invasión por parte de infinidad de especies exóticas de muchos de los diferentes ecosistemas del planeta.

Ya a título informativo y para acabar de hundirnos la moral, hay que saber que las otras tres principales circunstancias propiciatorias de las extinciones son, por un lado, la persecución directa de la fauna (caza, muerte, sobrepesca,...); por otro, la destrucción y fragmentación del hábitat (poco que discutir tampoco en este apartado, pues con siete mil millones de almas sobre el planeta poco espacio puede quedar para el resto de los seres vivos, desde las cada día más exiguas selvas de Borneo hasta el cada año más cálido Ártico); y por último, el efecto dominó y las transformaciones en las comunidades vivas como consecuencia directa de la desaparición previa de otras especies (en los ecosistemas todos dependen -dependemos- de todos, y si unos desaparecen, otros se verán -nos veremos- afectados igualmente, produciéndose a menudo extinciones en cadena).

Volviendo a nuestro amigo, el visón americano, todo parece indicar que constituye el elemento clave en la disminución -al menos con carácter local- de algunas especies faunísticas propias, como en el caso de la misma polla de agua que nos ocupa ahora, aún cuando, en descargo del mustélido, debemos decir que no llega a dejarla en una situación grave, ya que el pequeño carnívoro solo ocupa algunas cuencas fluviales de la Península Ibérica, mientras que la gallineta mantiene un área de distribución mucho más amplia. Obviando esta relación "predador-presa" concreta, no puedo olvidar, sin embargo, que la existencia de este mustélido alóctono sí que afecta de modo mucho más severo y trágico a otras especies de gran valor por su alarmante disminución poblacional y su reducida distribución geográfica. En estos supuestos podríamos citar, por llamativos, los casos de su pariente, el visón europeo, con el que compite directamente, desplazándolo, o el del desmán de los Pirineos, sobre el que depreda intensamente allí donde aún existe. Por todo esto, siempre que veo un ejemplar de polla de agua, me acuerdo del visón americano, no lo puedo evitar.

Y por eso también, cuando observo ahora una de estas gallinetas picotear inquisitivamente entre la vegetación de cualquier humedal, disfruto más intensamente de su observación, pues en las cuencas fluviales en las que el invasor se ha hecho fuerte, hace ya años que no es tan sencillo de encontrar. Simpática, curiosa con su escudete facial de color sorprendentemente rojo, acabado en un contrastado extremo amarillo, y con sus largos dedos amarillo verdosos, que le sirven para caminar sobre las plantas acuáticas, es nuestra familiar y querida polla de agua.



16 de febrero de 2016

En los ojos del ciervo

Detengo el vehículo en la cuneta junto al mallado cinegético que encarcela en el interior de una gran finca dedicada a la caza intensiva a toda la fauna de un tamaño superior al de sus huecos. Del otro lado de las finas alambres, preso sin saberlo en su gran jaula, un joven macho de ciervo (Cervus elaphus) se siente libre. Me observa con bastante atención, pero sin muestra alguna de temor. Compartimentada la sierra como está, la desconexión de unos animales con otros se hace patente. Los de mayor tamaño se ven abocados a esperar el día de la montería, sentenciados desde que nacen. La falta de permeabilidad para ellos se vuelve fatal.


Miro con los prismáticos a los ojos del vigoroso ejemplar, mientras él me estudia a mi sin ningún pudor, y reflexiono, en tanto nuestras miradas se cruzan, en el día que caerá irremediablemente roto por el impacto de una bala, tras unas horas de tensión en las que las laderas de la sierra retumbarán agobiadas por los ladridos de los perros, las voces de los ojeadores y las detonaciones de los rifles. Caerá, como otros tantos lo han hecho antes y otros muchos lo harán después, emboscados por el hombre y empujados por las realas hasta la línea de tiradores. No habrá huída posible.


Y mientras nos observamos mutuamente, pienso en la ética de ciertos métodos de caza o, mejor dicho, en lo que muchos consideramos la falta de ella, y me cuestiono el valor de algunas "artes" cinegéticas, como las propias monterías. El animal sigue ramoneando el matorral al tiempo que, de vez en cuando, vuelve la cabeza para observarme y comprobar que sigo sin representar ningún peligro para él. Yo, entre tanto, continúo con mis disquisiciones preguntándome qué valor venatorio tiene para un hombre esperar sentado a que perros y ojeadores le metan a uno encima un animal -que en las fincas cinegéticas intensivas no es más que simple ganado- para descerrajarle un tiro. ¿Tienen estas monterías algo de caza o más bien de tramposas encerronas? Lamento además el brutal estrés que supone para toda la fauna de la zona -incluida la protegida, no lo olvidemos, esa a la que la administración competente nos prohibe molestar bajo pena de recibir una sanción- ese bullicio de perros ladrando, ojeadores bociferando atravesando lo más denso de las manchas de matorral, sin dejar espacio para la tranquilidad o el cobijo, barriendo literalmente el monte, y de decenas de cazadores disparando a todo lo que se mueve. Los casos lamentables de monterías en laderas con presencia de osas con crías son más normales de lo que el público piensa. Y tampoco es extraño que se organicen los multitudinarios ojeos coincidiendo con el comienzo del proceso reproductor en laderas con, por ejemplo, colonias de buitre negro. Sí, allí donde nuevamente los organismos públicos que prohiben al ciudadano caminar con unos prismáticos colgados del cuello porque causa molestias a la colonia nidificante (prohibición que, dicho sea de paso, es, no solo lógica, sino muy necesaria), allí sí se pueden realizar monterías. ¿Alguien lo entiende? Yo no.


Y se me vienen ahora también a la cabeza mientras disfruto de la presencia del imponente ejemplar de ciervo, esos sacos de pienso que he visto en ocasiones en cuidados refugios de caza en algunos lugares de la Cordillera Cantábrica y que usan aquellos que se llaman así mismos deportistas, para atraer a ungulados y fidelizarlos a algunos puntos desde donde son abatidos a traición. Y no digamos ya la vergonzosa manera en la que en diversas zonas de Castilla y León la propia administración se encarga de cebar a los lobos con carroñas de burro para abatirlos desde casetas de madera o chozas realizadas con ramas de pino. Y se me viene igualmente a la cabeza en estos momentos -puestos ya a pensar en los abusos que cometemos los seres humanos con la fauna, no lo puedo evitar- el mérito que debe suponer el hecho de apuntar con una mira telescópica a un macho de cabra montés en muchas de nuestras sierras y montañas, donde su mansedumbre llega a ser proverbial.

¿De verdad a estos métodos se les puede denominar caza? Quiero pensar que, incluso, probablemente, muchos cazadores opinarán que no. No son más que masacres y ejecuciones sin valor. ¿Dónde está la ética? ¿Dónde la dificultad de los lances? ¿Dónde la lucha en una mínima igualdad de condiciones? No, eso no es caza.

Podréis, sus defensores, llamarlo acto social, si queréis, en la mayoría de los casos; o podréis defenderlo con argumentos mercantilistas, como se puede hacer con la cría y sacrificio de ganado vacuno; en otras oportunidades podrán convertirse las grandes fincas cinegéticas en aquellos lugares en los que algunos señoritos entablen negociaciones o conversaciones políticas, o donde ricos empresarios chocan sus manos y cierran sus negocios (o, incluso a veces, ambas cosas mezcladas). No sé, podrá ser muchas cosas, pero caza, lo que la sociedad entiende por caza, no. Eso seguro. Y dejando a un lado mi opinión personal respecto de que esta práctica, la de cualquier tipo de caza en general, como actividad deportiva debería ser abolida de un modo global de toda sociedad civilizada en pleno siglo veintiuno, los que debemos convivir aún con ella tragando sapos observamos, y queremos hacer observar a los demás, que hay métodos cinegéticos que, en cualquier caso, no son en absoluto justificables en nuestros días, por muy arraigados que se encuentren en la vida rural de muchas sierras ibéricas o en la de la alta sociedad política y económica de un país. ¿Por qué?, por la ausencia total de humanidad de que hacen gala para con los animales. Son un método de caza sin ética ni moralidad. Y a menudo una masacre y una sangría que siempre afecta muy negativamente a toda la fauna del lugar, incluidas las especies protegidas.



Al mediar la mañana, el joven venado deja de ramonear y sin ni siquiera esconderse de mi presencia, se tumba a descansar al abrigo de unas pequeñas piedras cubiertas de musgo, sobre un mullido tapiz de hierba. Lo observo aún durante un largo rato, con la vana esperanza de que se levante tras su descanso y me permita hacerle aún alguna fotografía más. Me observa de tanto en tanto, con la indolencia de quien no tiene miedo, de quien se siente a salvo, de quien se cree en realidad libre dentro de su enorme cárcel de alambre.