Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

7 de enero de 2024

Solo son fotones

Y no me refiero a las fotos. Vayamos al meollo.


Las auroras boreales se forman cuando los vientos solares lanzan partículas cargadas de energía y entran en contacto con los gases que componen nuestra atmósfera, formada casi exclusivamente por nitrógeno (78%) y oxígeno (21%). Estas partículas excitan los átomos de nitrógeno u oxígeno con los que chocan, lo que a su vez hace que los electrones de estos dos gases terrestres suban un nivel de energía repentinamente, lo que es conocido por los expertos como "salto cuántico". El caso es que cuando dichos electrones regresan a su estado normal liberan energía en forma de esos fotones que, en función de la longitud de onda que tengan, nosotros acabaremos interpretando como unos colores u otros.


El color verde -y también el menos habitual amarillo- se observa cuando las partículas solares ionizan las moléculas de oxígeno, gas que, a pesar de no ser el más abundante en la atmósfera terrestre, sí es el más excitable en el encuentro con los vientos solares. Lo normal es que este choque tenga lugar a un centenar de kilómetros de altura, y que la longitud de onda provocada nos ofrezca el clásico color verde, aunque ocasionalmente se pueden producir interacciones mucho más energéticas que emiten longitudes de onda que nosotros veremos como luces rojas cuando el contacto con el oxígeno se produce a más de trescientos kilómetros del suelo.


Aunque sea menos habitual, cuando los vientos solares entran en contacto con el nitrógeno la longitud de onda corresponde a los colores azulados y/o púrpuras en las partes bajas de las auroras, por debajo de los verdes habituales. Nosotros no llegamos a verlas.

Sin embargo, siento mucho decir que estos colores no se ven tal y como se muestras en las fotografías. Esos verdes intensos serán en realidad tonos mucho más simples, suaves y delicados, y a veces incluso ni eso, pues a menudo veremos a las auroras como meras cortinas lechosas, lo que supone algo extremadamente diferente a estos colores intensos que solemos ver siempre, casi "radioactivos". ¿Por qué sucede esto? Pues sencillamente porque para impresionar en nuestros sensores estas escenas en medio de la oscuridad de la noche tendremos que utilizar tiempos de exposición largos, generalmente de 10 a 30 segundos, con un ISO alto y la apertura más luminosa del objetivo que tengamos, y no es lo mismo ver un tenue verde en el instante en el que lo estamos mirando, en vivo y en tiempo real, que ver en la pantalla la suma de 20 segundos de exposición.


¿De qué depende la intensidad de los colores de la aurora?, pues básicamente de la intensidad energética de esos vientos solares, así como de la aceleración de sus partículas cuando entran en contacto con el campo magnético de nuestro planeta. No son, pues, siempre igual de intensas o suaves, al igual que no siempre son igual de móviles.


Y cuando hablamos de sus colores tampoco debemos olvidarnos que en realidad no existen como tales, sino que son la interpretación que hacen nuestros cerebros de las referidas longitudes de onda rebotadas por las superficies de los objetos. Esto nos lleva a un hecho incuestionable: no todos los cerebros interpretan exactamente igual dichas longitudes de onda rebotadas, por lo que puede suceder -y de hecho sucede, sin duda- que ante una misma aurora boreal, haya quien vea los colores más intensos y quien los vea más suaves y tenues.


Algo que no mucha gente conoce es que las auroras boreales, además de las anheladas luces del norte, también emiten sonidos. Estos, sin embargo, no son audibles por nosotros dado que se producen a muchos kilómetros de altura sobre nuestras cabezas, siendo similares al chasquido que producen los cambios de temperatura en el hielo, o al chisporroteo de la electricidad estática que provoca una tormenta. De la misma manera, tampoco mucha gente sabe que este fenómeno se produce igualmente en otros cuatro planetas de nuestro sistema solar, en concreto en Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.


Las auroras boreales (o australes, en su caso) son un fenómeno que, como todos sabemos, generalmente solo se pueden observar en regiones muy concretas del planeta, por lo que la mayor parte de los seres humanos, o no estamos acostumbrados a verlas, o directamente no las hemos visto jamás. Muchos -la inmensa mayoría- no las verán nunca. Los mejores lugares para verlas no son exactamente los polos, como muchas veces se tiende a pensar erróneamente, sino las proximidades de los círculos polares. Esto es debido a que el óvalo auroral es realmente un anillo de descomunales dimensiones que se forma en el embudo que el campo magnético de la tierra genera alrededor de los polos. En nuestro hemisferio norte las regiones más adecuadas se sitúan entre los 60º N y 70º N. Por eso todas aquellas personas que no tienen la fortuna de vivir en esas áreas del planeta tendrán que viajar lejos si quieren tener la posibilidad de disfrutar de su espectáculo, a menudo arriesgándose a tener los cielos nublados en viajes que muchos deben contratar con bastante tiempo de antelación, o a tener la mala fortuna de hacerlo en momentos con poca actividad solar. Por ello la mejor manera de asegurarse que sí o sí las vas a disfrutar es viajar a esos lugares adecuados por un tiempo prolongado. Y eso es lo que nosotros hicimos. 


¿Y cómo es el día a día de un furgonetero cazauroras?

Pues lo primero que se necesita es descargarse en el móvil diversas APPs: al menos una que te indique un pronóstico meteorológico fiable del lugar al que viajes, y otra más -la verdaderamente fundamental- que prediga la aparición o no de las auroras, así como diversas informaciones importantes sobre el inminente evento de esa noche, como el famoso Índice KP, la región del planeta en la que se está observando en tiempo real, etc. Nosotros nos descargamos un par de ellas, pero básicamente utilizábamos la versión gratuita de la aplicación llamada "Aurora". Estas predicciones son posibles debido a que se monitoriza diariamente la actividad en la superficie del sol y, teniendo en cuenta que los vientos solares tardan en llegar a nuestro campo magnético unas 18 horas después de producirse las eyecciones y explosiones solares, es fácil calcular con antelación suficiente la intensidad de las auroras boreales que se pueden formar.


Sobre el terreno, y antes incluso de saber si esa noche tendrás suerte o no con los cielos, el primer paso necesario es buscar una localización nueva para que el disfrute sea total y, a ser posible, las fotografías resultantes sean distintas a las de la noche anterior. Así que, tras desayunar y ordenar la furgona, pillamos carretera y hacemos algunos kilómetros (no necesariamente muchos) hasta encontrar una buena ubicación que mire al norte, lo que resulta bastante importante, pues se forman más en esa dirección. Dicha ubicación debe estar libre, a ser posible, de luces y de otros vestigios artificiales (antenas, tendidos eléctricos, carreteras, pueblos, etc.), que ofrezca más de una posibilidad de encuadres (unas montañas escarpadas a un lado, otras diferentes a otro, una lámina de agua delante que te ofrezca reflejos, árboles, ...) y que sea perfecto para dormir tras la sesión nocturna, ya que puede acabar muy de madrugada. Si el lugar localizado está muy cerca del usado la noche previa, que puede pasar, puedes hace dos cosas: o te apalancas allí todo el día, o regresas al atardecer, pero una buena localización es fundamental, así que esa será la tarea más importante del día. Una vez hechos los deberes de clase solo queda esperar, cruzar los dedos, que el cielo esté despejado o no muy nublado, y esperar sin despistarse, que a nosotros la primera noche a las 18:30 ya estaba moviéndose por encima de nuestras cabezas.


Si la amiga aurora tarda en hacer acto de presencia pero el pronóstico de las APPs es bueno, no nos quedará más remedio que salir cada poco de la furgoneta -nosotros lo hacíamos cada 15 minutos- para cotillear el firmamento por un momento, antes de regresar al calorcito del su interior. En función del estado del cielo y de lo que nos avancen las APPs, esperaremos hasta la hora que sea necesario -algunas noches hasta bien entrada la madrugada- o nos recogeremos al calorcito del edredón de pluma, que en estas latitudes es donde mejor se está por las noches cuando el termómetro baja en picado, como ya vimos en la entrada anterior de este blog. 

No seáis descorteses y esperarla, aunque como buena dama se haga un poquito de rogar, la señorita aurora seguro que se presentará.


Como cortinas de colores mecidas por la brisa tras una ventana entornada, las luces del norte se mueven suavemente sin parar, simulando volutas de humo que ascienden desde una taza de café caliente frente a un fondo oscuro que las delata. Cuando han pasado los segundos de exposición de la foto y se cierra el obturador estoy junto al trípode y aprieto de nuevo el disparador, y si la danza continúa repito la maniobra varias veces. Posteriormente, al ver las fotos seguidas en la pantalla de la cámara, podremos ver su movimiento y el continuo cambio de formas.

Bailan las auroras. Se balancean como en un columpio de movimientos suaves. Se estiran, serpentean en el cielo negro abarrotado de estrellas. Se curvan, hacen tirabuzones y flirtean con nosotros, sabedoras de nuestro embelesamiento.


¿Se puede realmente acostumbrar uno a esta belleza por exceso de exposición a ella, y normalizarla hasta acabar dejándola de admirar? Me resulta difícil imaginarlo. Como si sufriera el síndrome de Stendhal me emociono hasta lo inimaginable ante este fenómeno luminiscente, mágico y fascinante, que me vincula, más si cabe, a la madre tierra que piso. 


Cortinas de colores sobre nuestras cabezas. Volutas verdes que serpentean delicadas bajo las estrellas.

La probable realidad es que las luces que pueden ser oídas, como las conocen el pueblo sami, sus "guovssahas", puedan ser en realidad las chispas que la cola de un mágico zorro ártico produce al cruzar veloz las tundras árticas, por lo que también las denominan fuego de zorro. O puede que las que estén en posesión de la verdad sean esas otras leyendas nórdicas que aseguran que se trata de las brillantes luces que reflejan las armaduras de las famosas valkirias, aquellas divinidades menores vikingas que decidían qué hombres sobrevivirían o perderían la vida en la batalla.

Sean unas leyendas u otras las que más nos gusten, siempre serán más románticas que los electrones negativos, los protones de carga eléctrica positiva y los propios fotones. Y a mí, ¡qué queréis que os diga!, esas luces se me parecen mucho más al brillo que pueda reflejar la armadura de una semidiosa vikinga, o a las que pueda provocar la cola de un zorro al correr veloz por aquellas desoladas regiones, que a los razonamientos físicos que nos hablen de moléculas, energías eléctricas y campos magnéticos. 

¿Y vosotros, qué opináis? ¿creéis que solo son fotones?

2 de enero de 2024

El invierno que atenaza

Estamos muy al norte, un centenar de kilómetros al sur de Kiruna, punto neurálgico del Ártico sueco. Hemos entrado de lleno en el dominio del bosque boreal, lo que los menos versados generalizamos de modo demasiado simplista como taiga.

Amanece a orillas de un pequeño río cualquiera que serpentea sinuoso entre un tapiz de coníferas que se pierde de vista hacia los cuatro horizontes. El curso fluvial está empezándose a congelar y nos muestra un llamativo color marrón, habitual en regiones con numerosas turberas y zonas pantanosas, y que a más de uno le recordará a Escocia, por ejemplo. Según se indica en un reciente estudio ese tono podría estar relacionado con la reducción de lluvia ácida observada en las últimas décadas, lo que ayudaría a acumular una mayor cantidad de carbono en depósitos orgánicos del suelo, en especial en esa miríada de turberas que surgen por doquier en regiones frías del norte, carbono que posteriormente acaba llegando a ríos y lagos disuelto en el agua, dándole ese típico tono de color té. Un color que parece ser, en realidad, el suyo natural.




Atrás ha quedado el Parque Nacional de Abisko y sus paisajes, sus renos, sus lagópodos escandinavos y sus alces en celo. Sus nieblas y sus atardeceres. Sus escenarios inhóspitos. Sus bosques de abedules y de pinos silvestres. Sus lagos y sus turberas. Todo ha quedado atrás demasiado pronto, así que nos hemos prometido una visita más pausada en otra futura oportunidad, para recorrerlo con un mínimo de detenimiento en pos de sus inabarcables paisajes y su fauna. 



Pero para llegar hasta aquí hemos tenido que atravesar, con no pocas dificultades, ese mar de píceas infinito e imposible de abarcar con la vista. No ha sido fácil. Pasar de la Noruega atlántica a la Suecia continental no solo ha sido incómodo, sino que ha sido incluso como abrir la puerta del invierno, que en estas regiones árticas bien podría ser considerado casi un sinónimo del infierno. Cruzar la frontera entre los dos países significa pasar de un clima frío pero suavizado por el efecto atemperante del océano Atlántico y su corriente del Golfo, a un clima frío continental que durante el otoño puede ya registrar condiciones claramente invernales. El blanco se ha vuelto el color dominante, cubriéndolo todo, y el termómetro no parece querer detenerse en su descenso.



Por si fuera poco, anoche las auroras boreales no se dejaron ver, pues una manta de nubes ocultó el cielo escandinavo haciendo desaparecer cualquier oportunidad de disfrutarlas. Sin embargo, no me avergüenza reconocer que los 15º bajo cero que marcaba el termómetro una vez anochecido hicieron que ello no me disgustara demasiado: se estaba bastante mejor al calor denso de la calefacción estática de la furgona que en la intemperie manipulando el equipo fotográfico. Unas horas antes habíamos estado deambulando por una pista blanca con numerosas huellas de renos y alces en la nieve, buscando encuadres de cara a hacer mías esas fotos que todos tenemos en la mente de verlas en tantas ocasiones, con el bosque de píceas bajo un dosel de color verde, moviéndose como si tuviera vida. Durante la noche el termómetro había seguido su ritmo descendente de un modo imparable, pero aún así nos sorprendieron los 23'5º bajo cero con los que amanecimos.


Del grifo de nuestro fregadero dejó de salir agua; sin duda se habría congelado en sus pequeñas conducciones, pero era un problema que no nos afectaba demasiado pues disponíamos de agua aparte. Pero cuando la calefacción estática comenzó a fallar de modo intermitente ya no nos hizo tanta gracia. El calor del interior del vehículo es vida y protección, y lo necesitamos para salir al exterior sabiendo que allí nos esperan unos grados acogedores. Hasta la propia carrocería llevaba reflejada en su cara la dureza de las carreteras tras la travesía de los últimos centenares de kilómetros nevados.


El catálogo de carreteras congeladas por las que íbamos circulado no paraba de ampliarse, tapizadas todas ellas de nieve o hielo a pesar de ser las vías principales de comunicación en la región, y que unían, por ejemplo, Noruega y Suecia, por un lado, y de norte a sur, por otro. Su lamentable estado no invitaban en absoluto a circular por ellas, precisamente. Tal era así, que a las carreteras secundarias ya ni nos acercábamos, y algún interesante valle atravesado por vías locales se quedó ya en el tintero ante la seguridad de no poder circular por ellas. Es más, incluso encontramos en Noruega carreteras directamente cerradas al tráfico, que quedaban cubiertas por la nieve a pesar de unir pueblos o acortar itinerarios, en las que no se tenía previsto pasar las quitanieves y cuya circulación quedaba restringida a la exclusiva responsabilidad de los conductores que optaran transitar por ellas. Al menos así rezaban los carteles.










Había llegado el momento de salir de allí, y cuanto antes. Había que regresar a la comodidad de los 0º, o, mejor aún, a los cálidos 2º o 4º positivos. Después de muchos días con temperaturas negativas se hacía necesario darnos un respiro a los tres -tanto a la furgoneta, como a nosotros dos-, pues la conducción llevaba ya demasiadas jornadas siendo, cuanto menos, delicada.  

Buscando dejar atrás el invierno y regresar al amable y fotogénico otoño, esos 23'5º bajo cero que alcanzamos fueron el pistoletazo de salida definitivo para iniciar nuestra particular migración hacia el sur. Así, como las grullas del Gran Norte, pusimos rumbo definitivo a tierras más cálidas y acogedoras. Dejamos el invierno y regresamos al otoño.

29 de diciembre de 2023

Observaciones de campo del lobo ibérico 2.0


El jueves 16 de noviembre se presentó al público en la ciudad de zamora la segunda edición del libro "Observaciones de campo del lobo ibérico" del gran naturalista zamorano, además de magnífico conocedor de la biología del lobo ibérico, José Barrueso Franco. Esta nueva edición, evolucionada y mejorada respecto de la anterior, lleva el mismo título ampliado "Observaciones de campo del lobo ibérico 2.0" dejando patente que en él nos vamos a encontrar, no solo nuevos relatos de sus vivencias y experiencias personales con el gran depredador del Holártico, y que se vendrán a añadir a los textos que ya aparecían en la edición original, sino también una más que notable mejora en la edición propiamente dicha, con pastas duras, buen papel, muchas nuevas fotografías en color -tanto suyas como de otros cuatro autores, amigos suyos: Fernando García, Hipólito Hernández, José Luis Santiago y Manuel Segura, por orden alfabético- y un nuevo formato horizontal que ayudará a disfrutar más si cabe de las imágenes, no solo del lobo, sino también de esa otra fauna que convive con él en nuestras sierras.


Prologado por Javier Talegón, en él se describe "... cómo vive un lobo ibérico mediante observaciones reales y directas de su comportamiento para conocer mejor su vida, para comprenderlo, entenderlo, valorarlo y respetarlo. Además de poner en valor todo el entorno que rodea al lobo que abarca una enorme biodiversidad", en palabras del propio autor. Podemos, pues, añado yo, aprovechar su experiencia y sus eternas horas de observación para avanzar en el conocimiento de esta especie y comprender su día a día, cómo vive, cómo se relaciona con nosotros y cómo pasa desapercibido a nuestro lado porque en ello le va su vida. Cómo es, en definitiva, su mundo desde su perspectiva, cómo es visto desde la espesura de su brezal.

He tenido que esperar hasta hace unos días, pero yo ya tengo la nueva edición en mis manos, y estoy por fin disfrutando de sus relatos y sus imágenes, transportándome con cada uno de sus párrafos, de sus historias y sus vivencias a esos montes humanizados donde el eterno superviviente lucha por continuar adelante. Ya sabía que no podía defraudarme esta nueva edición siendo publicada por este apasionado y completo naturalista (el libro anterior lo devoré), pero si algo tengo que destacar de ambas publicaciones, más allá de la propia pasión por el lobo, es que sus páginas transpiran un profundísimo respeto por la naturaleza. Repito y con mayúsculas: Un Profundísimo Respeto por la Naturaleza. Así es, el autor antepone siempre la conservación y la protección, no solo del lobo, sino de toda la naturaleza en general, a cualquier otra circunstancia, como no podía ser de otra manera y sea del tipo que sea. Y eso se nota en cada párrafo.

Lo siguiente que destacaría del libro es, evidentemente, el envidiable acúmulo de experiencias que José B. atesora sobre este animal tan esquivo y difícil de observar. Durante años ha ido almacenando experiencias y encuentros con el lobo, muchas veces fortuitos, pero en otras muchas ocasiones como resultado de las numerosas, largas y tediosas horas de espera, que le han reportado en su conjunto un notable compendio de conocimientos sobre los comportamientos naturales del depredador. Es decir, una valiosísima información sobre el modo de vida del lobo ibérico y sus interacciones con el ser humano y el entorno. Estos avistamientos en manos de otros serían meramente anecdóticos, pero no en el caso de José B. que es capaz de extraer los por qué y los para qué de las acciones del cánido. Fruto de esa enorme experiencia puede interpretar y comprender lo que está observando, y eso no es siempre fácil, aunque a algunos ingenuos se lo pueda parecer. En todos estos años en su cabeza y en su corazón se han ido archivando vivencias que le han acabado marcando para siempre, y leyendo sus textos uno se da cuenta de ello.

Que todas las fotografías estén obtenidas en completa libertad y sin causar molestias a los seres vivos que en ellas aparecen aporta un valor añadido a la obra y debe quedar patente cuando por desgracia existen todavía algunos fotógrafos (por pocos que sean siempre serán demasiados) que se creen amantes de la naturaleza pero anteponen la obtención de una imagen a la tranquilidad del animal fotografiado. Puede que no todas las imágenes tengan una calidad fotográfica impecable, y algunas de ellas incluso ni siquiera la tengan técnicamente, pero cuando estamos hablando de un carnívoro principalmente nocturno, que solemos ver a distancias extremadamente largas, con telescopios de largo alcance, con condiciones de luz tremendamente pobres a veces y que huye de nosotros como alma que lleva el diablo, el mero hecho de obtener simplemente alguna imagen del lobo ya representa un reto increíble. Cuando, además, muchas de esas fotografías describen comportamientos y encuentros con este depredador el mérito es sencillamente descomunal. Como titula el propio autor en uno de sus capítulos hay que poner en la balanza la "Calidad de imagen versus lo que sucede en ella", y con esta especie todas las fotos tienen un enorme valor fotográfico intrínseco.

Poco a poco, según vamos leyendo la sucesión de capítulos del libro vamos también descubriendo la vocación pedagógica del autor y su convencimiento de que el futuro depende de la educación en el presente. La naturaleza en general, y el lobo en particular, precisan de una nueva generación que respete y proteja el medio ambiente de una manera proactiva, decidida y firme. Y el autor lo sabe y lucha por ello en su día a día haciendo algo tan olvidado en estos tiempos que corren, y a la vez tan imprescindible, como la educación ambiental, a través de su blog, con diversas actividades con los más jóvenes (ha hecho una presentación de este libro solo para niños, por poner un ejemplo), con exposiciones fotográficas, o con su propio trabajo como docente. Educar hoy es mejorar en el futuro, y eso José lo tiene interiorizado en su ADN.


En definitiva, "Observaciones de campo del lobo ibérico 2.0" es una obra imprescindible para cualquier amante de este animal tan especial e icónico, de una especie que se ha convertido en la actualidad en el símbolo de la lucha por la supervivencia, el gran proscrito que definiera Félix Rodríguez de la Fuente, perseguido y vilipendiado por el ser humano, una criatura salvaje que en realidad es mucho más que un mero emblema, infinitamente más que un icono del espíritu salvaje que imperaba en nuestros campos hasta el paleolítico, es sencillamente un animal más, necesario en nuestros ecosistemas y con todo el derecho a que lo dejen vivir en paz. 

Bueno, pues quienes quieran adquirir el libro (ISBN: 978-84-09-55529-1) podrán hacerlo directamente en las librerías "Semuret", "Milhojas" y "Ler Zamora", las tres en la capital zamorana, desde donde se pueden distribuir sin problemas a cualquier comprador de otras localidades españolas. Los encontraréis además en otras dos librerías salmantinas: "Letras Corsarias" y "Víctor Jara". También a través de las librerías "El Solitario", de Madrid; en la "Agrícola Jerez", de Jerez de la Frontera; o en la librería-papelería "Bécquer", de Medina de Rioseco. Por supuesto también estará disponible en el Centro del Lobo Ibérico, en Robledo (Puebla de Sanabria), y para cualquier duda o encargo directo no dudéis en poneros en contacto con el autor en el e-mail jbarru99@yahoo.es.

Solo me queda desearos una feliz lectura y que su espíritu de lo salvaje os sumerja en la realidad de nuestro hermano lobo, todavía en pleno siglo XXI el gran proscrito.

El que faltaba

Tras las entradas en este blog dedicadas a los ciervos, primero, los gamos después y finalmente los alces, además de una cuarta sobre el prehistórico buey almizclero, alguno se pensará que dónde diablos están las fotos que todo el mundo se suele traer de tierras escandinavas de los renos (Rangifer tarandus). Bueno, pues aquí está la especie que faltaba (denominada caribu en Norteamérica).


Si hay un gran mamífero que no es difícil de ver viajando por esas carreteras del Gran Norte ese es el reno, desde luego.

La inmensa mayoría de los que vemos en Escandinavia son semi-domésticos. ¡Tienen dueño! Así, en Noruega, por ejemplo, solo un par de áreas naturales protegidas albergan manadas de renos salvajes, descendientes de los originarios renos salvajes, valga la redundancia. Todos los demás son animales propiedad de ganaderos que viven todo el año en completa libertad (los animales, no los ganaderos). Dicho lo cual, solemos pensar ingenuamente que será relativamente sencillo obtener alguna imagen chula de ellos, puesto que cruzan las carreteras como en nuestras cordilleras lo hacen las vacas, y los vemos desde nuestros vehículos cuando viajamos como aquí vemos las ovejas. Error 404. Señores, no es así en absoluto. O al menos eso no fue así en absoluto para nosotros. Al problema añadido que ya comenté en la entrada que dedicamos al alce respecto de que en muchas ocasiones las condiciones reales, físicas, de las carreteras no te permiten parar donde quisieras, con lo que se pierden muchas oportunidades fotográficas de animales de los que te tienes que olvidar, hay que añadir que los renos que nosotros hemos visto serán semi-domésticos, pero eso no quiere decir en absoluto que sean confiados. En realidad nada más lejos de lo que nosotros pudimos comprobar. No digo que no los haya acostumbrados a la presencia del hombre, que los habrá, pero a los que a nosotros nos tocó en el sorteo ya os digo yo que no les hizo ninguna gracia cruzarse con aquellos tipos de dos patas. 


Las fotos están hechas en el sueco Parque Nacional de Abisko, gracias también a un poco de picardía como en el caso de las fotos de sus primos los alces. Pero no pidáis más, he guardado cinco fotos contadas, y da gracias, porque las cinco son casi iguales y de este mismo momento. Vamos, lo que viene siendo por lo menos penoso, cuando no patético. Aquí veis tres de ellas.

En aquella jornada ya habíamos visto en dos ocasiones más sendos grupos pequeños de estos cérvidos entre los bosques raquíticos de abedules del parque. En ambas oportunidades habían puesto pies en polvorosa en cuanto nos detectaron. En esta tercera ocasión actuaron exactamente igual, pero intuimos nosotros hacia dónde se dirigían ligeros y, aprovechando la cobertura que nos proporcionaba el bosque, rodeamos medio corriendo hasta la linde de una zona despejada para esperarlos aparecer. Y aparecieron. 


Que los muy capullos no se pararan un par de minutos a observarnos ya me pareció mal por su parte, pues no se trata así a alguien que viene desde tan lejos para verlos, ¡hombre por Dios! Así pues, mientras se alejaban raudos medio al trote, medio al paso, pude retratarlos cinco veces medio bien, y otras tantas desenfocados o movidos. De toda aquella intentona me guardo ese manojo de fotos en las que aparecen un par de hembras realmente chulas y bonitas -especialmente la que aparece en dos fotos-, con cuernos menos desarrollados que los de los machos adultos. ¿Recordáis que os dije en el artículo sobre el alce que la única excepción al hecho generalizado de que solo los machos de los cérvidos presentan cornamentas era el caso del reno? pues aquí tenemos la prueba, la excepción que confirma la regla, unas hembras preciosas, orgullosas mostrándonos su cuernas.

No quedará más remedio que regresar al Ártico alguna vez más para buscar más encuentros furtivos con esta especie tan hermosa. Merecerá la pena, seguro, ¿a que sí?.

25 de diciembre de 2023

El Apocalipsis

Es lo que parecía al ver aquella escena con aquel color más propio de una tormenta de arena del desierto que de un trocito de costa noruega, acentuado también, por qué no decirlo, con un balance de blancos personalizado. El Apocalipsis se adueñó del litoral hasta el extremo de hacerlo desaparecer por unos momentos. Es la ruleta rusa de estar en el momento preciso en el lugar perfecto. ¡Cuántas veces habremos llegado tarde a escenas que hubieran marcado la jornada! O, por el contrario, demasiado pronto y nos habremos marchado de allí con fotos meramente testimoniales. Infinidad de ellas, seguro. Pero cuando se alinean todos los astros puede llegar el Apocalipsis que nosotros estaremos preparados para sacarle partido.



Cuando hablamos de las duras condiciones de vida que la fauna del Ártico debe soportar no es un modo de hablar eufemístico, es la cruda realidad de su día a día. Siguiendo el ciclo anual, la llegada del otoño implica un problema añadido para la supervivencia de las criaturas que viven en estas latitudes, donde la climatología y las escasas horas de luz diurna no ayudan a llevar una vida cómodo y sencilla. Y esa dificultad resulta, además, muy severa. Viento, lluvia, nieve, frío extremo, y escasez de alimentos y dificultad para encontrarlos harán que las enfermedades y/o la debilidad física se cobre su peaje entre algunos de los habitantes salvajes de estas regiones. Muchos no lo conseguirán y no serán capaces de ver la nueva primavera. 


Es posible que estas fotografías simbolicen o no la dureza de la vida en esta parte del globo, pero seguro que al menos sintetizarán la belleza extrema que esa naturaleza dura y salvaje nos regala.


Abrir plano en la imagen siempre será interesante y me parecerá fundamental para mostrar el entorno en su conjunto, aunque luego nos quedemos con los detalles pequeños. La carretera medio helada que culebrea por la isla de Andoya nos permite parar en un apartadero y disfrutar del espectáculo que nos ofrece el Ártico. Los extraños tonos cálidos, casi saharianos, de la tormenta y sus cortinas de agua contrastaban a no demasiada distancia con los fríos del cielo y el propio Atlántico, más al sur, a la izquierda de la fotografía. Como contrastaban la paz y la calma que transmitía la superficie del mar con los dramáticos nubarrones del cielo. Esto es el Gran Norte, contrastes, momentos espectaculares, luces limpias, y una acumulación de momentos irrepetibles que se apelotonarán en nuestros cerebros y saturarán nuestras retinas.

Hemos parado en la pequeña carretera en medio de ninguna parte. Hacia el interior de la isla la tormenta se adentra sobre una lago helado. Nieva suavemente y el cielo parece haber desaparecido por completo, aunque un tenue arco iris nos recuerda que no, que el sol sigue existiendo en alguna parte por encima de nosotros.



Y si en su búsqueda giramos sobre nuestros pies y damos la espalda a la tormenta, la paz y la tranquilidad invaden el paisaje. El contraste no puede ser más brutal. Una paz increíble que nada tiene que ver con el cielo que ahora tenemos a nuestra espalda, es su antítesis personificada, hecha realidad. El sol existe y parece insuflar esperanza a la vida. Retazos de un cielo azul se reflejan en un espejo salpicado de rocas.

A veces la tempestad y la calma vienen juntas de la mano.