Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

2 de enero de 2024

El invierno que atenaza

Estamos muy al norte, un centenar de kilómetros al sur de Kiruna, punto neurálgico del Ártico sueco. Hemos entrado de lleno en el dominio del bosque boreal, lo que los menos versados generalizamos de modo demasiado simplista como taiga.

Amanece a orillas de un pequeño río cualquiera que serpentea sinuoso entre un tapiz de coníferas que se pierde de vista hacia los cuatro horizontes. El curso fluvial está empezándose a congelar y nos muestra un llamativo color marrón, habitual en regiones con numerosas turberas y zonas pantanosas, y que a más de uno le recordará a Escocia, por ejemplo. Según se indica en un reciente estudio ese tono podría estar relacionado con la reducción de lluvia ácida observada en las últimas décadas, lo que ayudaría a acumular una mayor cantidad de carbono en depósitos orgánicos del suelo, en especial en esa miríada de turberas que surgen por doquier en regiones frías del norte, carbono que posteriormente acaba llegando a ríos y lagos disuelto en el agua, dándole ese típico tono de color té. Un color que parece ser, en realidad, el suyo natural.




Atrás ha quedado el Parque Nacional de Abisko y sus paisajes, sus renos, sus lagópodos escandinavos y sus alces en celo. Sus nieblas y sus atardeceres. Sus escenarios inhóspitos. Sus bosques de abedules y de pinos silvestres. Sus lagos y sus turberas. Todo ha quedado atrás demasiado pronto, así que nos hemos prometido una visita más pausada en otra futura oportunidad, para recorrerlo con un mínimo de detenimiento en pos de sus inabarcables paisajes y su fauna. 



Pero para llegar hasta aquí hemos tenido que atravesar, con no pocas dificultades, ese mar de píceas infinito e imposible de abarcar con la vista. No ha sido fácil. Pasar de la Noruega atlántica a la Suecia continental no solo ha sido incómodo, sino que ha sido incluso como abrir la puerta del invierno, que en estas regiones árticas bien podría ser considerado casi un sinónimo del infierno. Cruzar la frontera entre los dos países significa pasar de un clima frío pero suavizado por el efecto atemperante del océano Atlántico y su corriente del Golfo, a un clima frío continental que durante el otoño puede ya registrar condiciones claramente invernales. El blanco se ha vuelto el color dominante, cubriéndolo todo, y el termómetro no parece querer detenerse en su descenso.



Por si fuera poco, anoche las auroras boreales no se dejaron ver, pues una manta de nubes ocultó el cielo escandinavo haciendo desaparecer cualquier oportunidad de disfrutarlas. Sin embargo, no me avergüenza reconocer que los 15º bajo cero que marcaba el termómetro una vez anochecido hicieron que ello no me disgustara demasiado: se estaba bastante mejor al calor denso de la calefacción estática de la furgona que en la intemperie manipulando el equipo fotográfico. Unas horas antes habíamos estado deambulando por una pista blanca con numerosas huellas de renos y alces en la nieve, buscando encuadres de cara a hacer mías esas fotos que todos tenemos en la mente de verlas en tantas ocasiones, con el bosque de píceas bajo un dosel de color verde, moviéndose como si tuviera vida. Durante la noche el termómetro había seguido su ritmo descendente de un modo imparable, pero aún así nos sorprendieron los 23'5º bajo cero con los que amanecimos.


Del grifo de nuestro fregadero dejó de salir agua; sin duda se habría congelado en sus pequeñas conducciones, pero era un problema que no nos afectaba demasiado pues disponíamos de agua aparte. Pero cuando la calefacción estática comenzó a fallar de modo intermitente ya no nos hizo tanta gracia. El calor del interior del vehículo es vida y protección, y lo necesitamos para salir al exterior sabiendo que allí nos esperan unos grados acogedores. Hasta la propia carrocería llevaba reflejada en su cara la dureza de las carreteras tras la travesía de los últimos centenares de kilómetros nevados.


El catálogo de carreteras congeladas por las que íbamos circulado no paraba de ampliarse, tapizadas todas ellas de nieve o hielo a pesar de ser las vías principales de comunicación en la región, y que unían, por ejemplo, Noruega y Suecia, por un lado, y de norte a sur, por otro. Su lamentable estado no invitaban en absoluto a circular por ellas, precisamente. Tal era así, que a las carreteras secundarias ya ni nos acercábamos, y algún interesante valle atravesado por vías locales se quedó ya en el tintero ante la seguridad de no poder circular por ellas. Es más, incluso encontramos en Noruega carreteras directamente cerradas al tráfico, que quedaban cubiertas por la nieve a pesar de unir pueblos o acortar itinerarios, en las que no se tenía previsto pasar las quitanieves y cuya circulación quedaba restringida a la exclusiva responsabilidad de los conductores que optaran transitar por ellas. Al menos así rezaban los carteles.










Había llegado el momento de salir de allí, y cuanto antes. Había que regresar a la comodidad de los 0º, o, mejor aún, a los cálidos 2º o 4º positivos. Después de muchos días con temperaturas negativas se hacía necesario darnos un respiro a los tres -tanto a la furgoneta, como a nosotros dos-, pues la conducción llevaba ya demasiadas jornadas siendo, cuanto menos, delicada.  

Buscando dejar atrás el invierno y regresar al amable y fotogénico otoño, esos 23'5º bajo cero que alcanzamos fueron el pistoletazo de salida definitivo para iniciar nuestra particular migración hacia el sur. Así, como las grullas del Gran Norte, pusimos rumbo definitivo a tierras más cálidas y acogedoras. Dejamos el invierno y regresamos al otoño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario