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19 de enero de 2024

Taiga


Si siempre ha habido para mí un lugar en el planeta mitificado desde crío, ese lo constituyeron las infinitas extensiones de bosque boreal de Alaska y del Yukón canadiense. La mítica "última frontera" era en mi mentalidad de niño un lugar de aventuras y emociones, de tramperos y buscadores de oro, de gente solitaria que vivía en los bosques sin ver a nadie durante meses. Un lugar de gente dura y hecha a sí misma. Años más tarde, en la adolescencia, veía una y otra vez las fotos y releía hasta desgastar las letras del fascículo nº 3 de la colección de Félix Rodríguez de la Fuente "La aventura de la vida, crónicas de viajes" en el que convivía durante unas jornadas con el trampero suizo Jürguen Jöffer y su mujer Jane en una concesión de caza en los territorios del Yukón, tras abandonar las comodidades de su país en la civilizada Europa y acudir a la llamada de los bosques.



Así que recorrer las infinitas extensiones de coníferas de la taiga escandinava ha sido un poco como acercarme a cumplir aquel sueño imposible de mi infancia, como aproximarme tímidamente a hacer realidad aquella quimera adolescente. Este puñado de fotos bien puede sintetizar el paisaje de esa taiga boreal infinita, eterna y mítica, anhelada desde niño. El sueño de una vida vagando por los territorios inexplorados del Gran Norte imposible ya de ser vivida, la utopía de formar parte de aquel pedazo de historia, en la verdadera y legendaria última frontera.



Poniendo los pies en el suelo habría que decir que la taiga, palabra rusa de origen yakuto, ocupa una franja verde ininterrumpida en la región subártica del hemisferio norte, conformando un cinturón forestal de dimensiones simplemente descomunales, hasta el punto de ser la masa forestal más grande del planeta rozando los 17 millones de kilómetros cuadrados. Este biotopo limita al norte con la tundra ártica y con los bosques templados de frondosas al sur. El estrato arbóreo está compuesto fundamentalmente por coníferas de hoja perenne de los géneros Piceas (píceas), Abies (abetos) y Pinus (pinos) y de hoja caduca del género Larix (alerces), aunque en latitudes meridionales se vuelve común la mezcolanza con algunas especies de frondosas intercaladas, como las de los géneros Betula (abedules), Alnus (alisos), Salix (sauces) o Populus (álamos).

Si nos circunscribiéramos a la comunidad vegetal de la taiga específicamente escandinava, diríamos que está dominada mayoritariamente por pícea común (Picea abies) en terrenos más húmedos, acompañadas de arándanos rojo (Vaccinium vitihs-idaea) y silvestre (Vaccinum myrtillus), acederas (Oxalis acetosella), además de numerosas herbáceas y una apreciable diversidad de musgos del género Polytrichum. En suelos más secos predomina el sempiterno pino silvestre (Pinus sylvrestis) acompañado de brezos del género Calluna, algunas orquídeas (Goodyera repens), líquenes del género Cladonia, u hongos del género Cetraria. Además, en regiones cuya destrucción del bosque ha sido importante se observa una primera fase de regeneración mediante árboles de hoja ancha, como abedules (Betula sp.), alisos (Alnus sp.) o álamos (Populus sp.).



El clima que impera en estas remotas regiones del planeta es subártico, con temperaturas medias anuales de entre -5ºC y 5ºC, siendo incluso más frías que las que encontraremos en la propia tundra a pesar de ser un ecosistema más meridional. Esto es debido a la continentalidad de las regiones ocupadas por estos mares de coníferas, con temperaturas verdaderamente bajas en invierno, que alcanzan fácilmente en las regiones más frías de Siberia entre -40ºC y -50ºC. La temperatura bajo cero más extrema jamás registrada fuera de los polos ha sido de -71'2ºC, y se midió en el pueblo de Oymyakón, en la región de Yakutia, incluida en la Siberia oriental rusa. Respecto a las precipitaciones, estas no son excesivamente elevadas, y gran parte de ellas lo son en forma de lluvia durante los meses estivales. Con inviernos así de duros se hace patente que bastantes meses al año el suelo aparece cubierto de nieve y las masas de agua congeladas. Estas condiciones ambientales son las que justifican las características del estrato arbóreo existente: inviernos extremadamente fríos, períodos vegetativos relativamente cortos y muchas horas de luz durante bastantes meses al año hacen que las hojas en forma de agujas sean más ventajosas de cara a combatir las temperaturas extremas y la evaporación, al tiempo que estas acículas al ser perennes aprovechan la función fotosintética al máximo posible. Además, que las coníferas tengan sus troncos verticales y rectos y sus ramas cortas es una adaptación añadida que busca evitar el exceso de nieve, y por lo tanto de peso, que los pueda dañar. El sistema radicular del arbolado es extenso y poco profundo, puesto que a poca distancia de la superficie el suelo está ya congelado -en lo que conocemos como permafrost- en grandes extensiones del bosque boreal; suelo que ya de por sí es bastante pobre, entre otras razones porque el frío clima ártico entorpece el proceso de descomposición de la materia muerta y ralentiza el reciclaje de sus nutrientes, algo que debemos tener siempre presente. A su vez este mismo terreno, helado durante todo o gran parte del año, es el responsable de que el agua pluvial o del deshielo no se filtre, dando lugar a las numerosas turberas y áreas pantanosas que salpican este ecosistema. 



Pero los bosques boreales son mucho más que la descripción escueta y meramente física de este ecosistema, y entroncan con un sentimiento profundo dentro de nosotros, hurgando en ese alma primitiva que aún se esconde en un rinconcito de nuestros corazones y que, cuando aflora de nuestro interior, nos recuerda nuestra ancestral vulnerabilidad en la inmensidad del bosque, oscuro y misterioso; vulnerabilidad primigenia, atávica, reminiscencia de una época en la que nosotros, además de cazadores, también éramos presa. El bosque prístino nos proporcionaba abrigo y sustento al ser humano, pero también ocultaba amenazadas. Muchos milenios después el hombre regresa a esos mismos paisajes forestales para reencontrarse con la esencia de nuestros ancestros. Obedece a la llamada de los bosques. 

Persiguiendo rescatar la herencia de ese sentimiento ancestral nosotros nos adentramos en el silencio sepulcral del Skuleskogens, un pequeño parque nacional a orillas del Báltico. Este espacio natural curiosamente crece en altura poco a poco -o rápidamente, según se mire, a razón de unos 8 mm anuales- debido al efecto rebote que provocó la desaparición de las masas de hielo que aplastaban literalmente una gran porción de la región báltica hace unos pocos milenios. Liberada la región del peso del hielo el suelo comenzó a elevarse modificando la fisonomía de la costa, haciendo desaparecer islas que se unieron a tierra firme y que hoy son las cumbres del parque, emergiendo otras o cambiando la silueta de la propia costa, dibujando lagunas costeras donde antes había ensenadas.



A finales del siglo XIX se abandonó en la zona la explotación maderera facilitando que el bosque que hoy en día observamos haya recuperado sus procesos naturales y en cierta medida su riqueza originaria. Este bosque de Skule, situado en una región relativamente meridional y húmeda dentro del cinturón forestal holártico y con un clima más benigno, mantiene una comunidad vegetal mucho más profusa y densa respecto de lo que veríamos en una taiga más norteña, aquella que limita directamente con la tundra ártica, más seca y fría, y en donde los árboles se dispersarían dejando espacio a grandes áreas abiertas.

Con todo, la taiga es un ecosistema relativamente pobre en diversidad de especies -botánicas y faunísticas-, dados los ya mencionados condicionantes ambientales que dificultan su diversificación: clima extremo y pobreza del suelo, principalmente. Pero aún así, la vida animal se abre camino en estas monótonas y homogéneas extensiones forestales, y Skulenskogens no iba a ser menos. Tras más de un siglo de recuperación tras el abandono de la actividad maderera, buena parte de la comunidad faunística original ha regresado al ahora parque nacional del bosque de Skulen, y entre sus inquilinos podemos destacar al lince boreal y al oso pardo, además de alces, castores eurasiáticos, martas, tejones, zorros rojos, etc. No están todos los que deberían, es cierto, y aún echamos de menos piezas clave del puzzle como el lobo o el glotón, sobrando además algún otro, como el visón americano, pero debemos aceptar que la globalización ha venido para transformar no solo nuestra vida, sino también los biomas de todo el planeta.




Entrar en estos bosques es como entrar en un templo. El silencio domina un ambiente enigmático, secreto, solo roto por el sonido de nuestros propios pasos. La atmósfera se ha vuelto simplemente mágica y misteriosa, y caminar por su interior se ha vuelto una experiencia seductora que difícilmente olvidaremos. Pisar los mismos senderos por los que trasiegan osos o linces boreales en medio de ese mutismo opresor, casi religioso, te deja una huella dentro que desearás repetir. Nos atrapa el embrujo de la taiga.

Avanzamos despacio, absorbiendo con nuestros cinco sentidos todo lo que nos rodea, intentando no perder detalle ni de lo grande, ni de lo minúsculo. Estamos solos. La suave neviza caída durante la noche acaba desapareciendo, pero deja todo húmedo y saturado. Buscamos huellas, indicios de la presencia de esa fauna tan especial que nos sobrevive en estos bosques fríos, pero solo algunos pícidos se nos muestran con algo de descaro. Descendemos hasta la costa, la misma costa que asciende esos 8 mm al año. Las manchas blancas de un par de cisnes flotan sobre la superficie del mar, a lo lejos, enmarcados por los abedulares cercanos al litoral. Trasteamos por la arena gruesa de la playa buscando huellas de esos seres esquivos. Pero tenemos que regresar al interior, el bosque nos engancha.






Arandaneras, multitud de plantas de escaso porte, además de numerosos musgos -algunos de gran tamaño- y líquenes variados tapizan el suelo, junto a algunos serbales de cazadores y muchos helechos que prosperan aquí o allá. El viento arroja las hojas amarillas de los abedules entre las coníferas y, junto con la madera muerta de los árboles que yacen por todas partes, alimentan el pobre suelo de la taiga. El día, nublado, ayuda a observar con detalle cada rincón del bosque. No hay contrastes molestos.

Estamos en realidad pisando un libro abierto, donde algunos procesos naturales se muestran ante nuestros ojos abiertamente, mientras la mayoría pasarán definitivamente desapercibidos. Equilibrio natural, sí, en estado puro, pero no estático. Equilibrio solo a escala humana. Evolución continua. Todo cambia. Pura ecología. 





La taiga, ese entorno homogéneo, monótono y, para más de uno, aburrido desde la carretera, hay que conocerlo desde dentro. Entonces se transforma. El segundo bioma terrestre más grande del mundo después de los desiertos, se vuelve un lugar especialmente hermoso, atractivo e increíblemente interesante, además de provocar en nosotros sentimientos que creíamos olvidados. Hermoso porque la naturaleza primigenia lo es. Atractivo porque nos atrapa y seduce dicha belleza. Interesante porque sus procesos naturales, más allá de la monotonía de esta extensión infinita de coníferas, son extraordinarios para adaptarse a las duras condiciones abióticas de las regiones subárticas. Y respecto de los sentimientos que provoca solo puedo decir que en ello influye la sensibilidad de cada cual y sus sueños particulares, pero muchos aún sentimos esa llamada de los bosques.



La taiga, el bosque inabarcable que se tiñe de auroras boreales en las eternas noches invernales del Gran Norte, nos retrotrae a nuestros ancestros cazadores y recolectores, o nos transporta a la edad dorada de las exploraciones en la última frontera. 

Solo pronunciar su nombre algo se tensa dentro de nosotros: La Taiga.



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