Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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7 de enero de 2024

Solo son fotones

Y no me refiero a las fotos. Vayamos al meollo.


Las auroras boreales se forman cuando los vientos solares lanzan partículas cargadas de energía y entran en contacto con los gases que componen nuestra atmósfera, formada casi exclusivamente por nitrógeno (78%) y oxígeno (21%). Estas partículas excitan los átomos de nitrógeno u oxígeno con los que chocan, lo que a su vez hace que los electrones de estos dos gases terrestres suban un nivel de energía repentinamente, lo que es conocido por los expertos como "salto cuántico". El caso es que cuando dichos electrones regresan a su estado normal liberan energía en forma de esos fotones que, en función de la longitud de onda que tengan, nosotros acabaremos interpretando como unos colores u otros.


El color verde -y también el menos habitual amarillo- se observa cuando las partículas solares ionizan las moléculas de oxígeno, gas que, a pesar de no ser el más abundante en la atmósfera terrestre, sí es el más excitable en el encuentro con los vientos solares. Lo normal es que este choque tenga lugar a un centenar de kilómetros de altura, y que la longitud de onda provocada nos ofrezca el clásico color verde, aunque ocasionalmente se pueden producir interacciones mucho más energéticas que emiten longitudes de onda que nosotros veremos como luces rojas cuando el contacto con el oxígeno se produce a más de trescientos kilómetros del suelo.


Aunque sea menos habitual, cuando los vientos solares entran en contacto con el nitrógeno la longitud de onda corresponde a los colores azulados y/o púrpuras en las partes bajas de las auroras, por debajo de los verdes habituales. Nosotros no llegamos a verlas.

Sin embargo, siento mucho decir que estos colores no se ven tal y como se muestras en las fotografías. Esos verdes intensos serán en realidad tonos mucho más simples, suaves y delicados, y a veces incluso ni eso, pues a menudo veremos a las auroras como meras cortinas lechosas, lo que supone algo extremadamente diferente a estos colores intensos que solemos ver siempre, casi "radioactivos". ¿Por qué sucede esto? Pues sencillamente porque para impresionar en nuestros sensores estas escenas en medio de la oscuridad de la noche tendremos que utilizar tiempos de exposición largos, generalmente de 10 a 30 segundos, con un ISO alto y la apertura más luminosa del objetivo que tengamos, y no es lo mismo ver un tenue verde en el instante en el que lo estamos mirando, en vivo y en tiempo real, que ver en la pantalla la suma de 20 segundos de exposición.


¿De qué depende la intensidad de los colores de la aurora?, pues básicamente de la intensidad energética de esos vientos solares, así como de la aceleración de sus partículas cuando entran en contacto con el campo magnético de nuestro planeta. No son, pues, siempre igual de intensas o suaves, al igual que no siempre son igual de móviles.


Y cuando hablamos de sus colores tampoco debemos olvidarnos que en realidad no existen como tales, sino que son la interpretación que hacen nuestros cerebros de las referidas longitudes de onda rebotadas por las superficies de los objetos. Esto nos lleva a un hecho incuestionable: no todos los cerebros interpretan exactamente igual dichas longitudes de onda rebotadas, por lo que puede suceder -y de hecho sucede, sin duda- que ante una misma aurora boreal, haya quien vea los colores más intensos y quien los vea más suaves y tenues.


Algo que no mucha gente conoce es que las auroras boreales, además de las anheladas luces del norte, también emiten sonidos. Estos, sin embargo, no son audibles por nosotros dado que se producen a muchos kilómetros de altura sobre nuestras cabezas, siendo similares al chasquido que producen los cambios de temperatura en el hielo, o al chisporroteo de la electricidad estática que provoca una tormenta. De la misma manera, tampoco mucha gente sabe que este fenómeno se produce igualmente en otros cuatro planetas de nuestro sistema solar, en concreto en Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.


Las auroras boreales (o australes, en su caso) son un fenómeno que, como todos sabemos, generalmente solo se pueden observar en regiones muy concretas del planeta, por lo que la mayor parte de los seres humanos, o no estamos acostumbrados a verlas, o directamente no las hemos visto jamás. Muchos -la inmensa mayoría- no las verán nunca. Los mejores lugares para verlas no son exactamente los polos, como muchas veces se tiende a pensar erróneamente, sino las proximidades de los círculos polares. Esto es debido a que el óvalo auroral es realmente un anillo de descomunales dimensiones que se forma en el embudo que el campo magnético de la tierra genera alrededor de los polos. En nuestro hemisferio norte las regiones más adecuadas se sitúan entre los 60º N y 70º N. Por eso todas aquellas personas que no tienen la fortuna de vivir en esas áreas del planeta tendrán que viajar lejos si quieren tener la posibilidad de disfrutar de su espectáculo, a menudo arriesgándose a tener los cielos nublados en viajes que muchos deben contratar con bastante tiempo de antelación, o a tener la mala fortuna de hacerlo en momentos con poca actividad solar. Por ello la mejor manera de asegurarse que sí o sí las vas a disfrutar es viajar a esos lugares adecuados por un tiempo prolongado. Y eso es lo que nosotros hicimos. 


¿Y cómo es el día a día de un furgonetero cazauroras?

Pues lo primero que se necesita es descargarse en el móvil diversas APPs: al menos una que te indique un pronóstico meteorológico fiable del lugar al que viajes, y otra más -la verdaderamente fundamental- que prediga la aparición o no de las auroras, así como diversas informaciones importantes sobre el inminente evento de esa noche, como el famoso Índice KP, la región del planeta en la que se está observando en tiempo real, etc. Nosotros nos descargamos un par de ellas, pero básicamente utilizábamos la versión gratuita de la aplicación llamada "Aurora". Estas predicciones son posibles debido a que se monitoriza diariamente la actividad en la superficie del sol y, teniendo en cuenta que los vientos solares tardan en llegar a nuestro campo magnético unas 18 horas después de producirse las eyecciones y explosiones solares, es fácil calcular con antelación suficiente la intensidad de las auroras boreales que se pueden formar.


Sobre el terreno, y antes incluso de saber si esa noche tendrás suerte o no con los cielos, el primer paso necesario es buscar una localización nueva para que el disfrute sea total y, a ser posible, las fotografías resultantes sean distintas a las de la noche anterior. Así que, tras desayunar y ordenar la furgona, pillamos carretera y hacemos algunos kilómetros (no necesariamente muchos) hasta encontrar una buena ubicación que mire al norte, lo que resulta bastante importante, pues se forman más en esa dirección. Dicha ubicación debe estar libre, a ser posible, de luces y de otros vestigios artificiales (antenas, tendidos eléctricos, carreteras, pueblos, etc.), que ofrezca más de una posibilidad de encuadres (unas montañas escarpadas a un lado, otras diferentes a otro, una lámina de agua delante que te ofrezca reflejos, árboles, ...) y que sea perfecto para dormir tras la sesión nocturna, ya que puede acabar muy de madrugada. Si el lugar localizado está muy cerca del usado la noche previa, que puede pasar, puedes hace dos cosas: o te apalancas allí todo el día, o regresas al atardecer, pero una buena localización es fundamental, así que esa será la tarea más importante del día. Una vez hechos los deberes de clase solo queda esperar, cruzar los dedos, que el cielo esté despejado o no muy nublado, y esperar sin despistarse, que a nosotros la primera noche a las 18:30 ya estaba moviéndose por encima de nuestras cabezas.


Si la amiga aurora tarda en hacer acto de presencia pero el pronóstico de las APPs es bueno, no nos quedará más remedio que salir cada poco de la furgoneta -nosotros lo hacíamos cada 15 minutos- para cotillear el firmamento por un momento, antes de regresar al calorcito del su interior. En función del estado del cielo y de lo que nos avancen las APPs, esperaremos hasta la hora que sea necesario -algunas noches hasta bien entrada la madrugada- o nos recogeremos al calorcito del edredón de pluma, que en estas latitudes es donde mejor se está por las noches cuando el termómetro baja en picado, como ya vimos en la entrada anterior de este blog. 

No seáis descorteses y esperarla, aunque como buena dama se haga un poquito de rogar, la señorita aurora seguro que se presentará.


Como cortinas de colores mecidas por la brisa tras una ventana entornada, las luces del norte se mueven suavemente sin parar, simulando volutas de humo que ascienden desde una taza de café caliente frente a un fondo oscuro que las delata. Cuando han pasado los segundos de exposición de la foto y se cierra el obturador estoy junto al trípode y aprieto de nuevo el disparador, y si la danza continúa repito la maniobra varias veces. Posteriormente, al ver las fotos seguidas en la pantalla de la cámara, podremos ver su movimiento y el continuo cambio de formas.

Bailan las auroras. Se balancean como en un columpio de movimientos suaves. Se estiran, serpentean en el cielo negro abarrotado de estrellas. Se curvan, hacen tirabuzones y flirtean con nosotros, sabedoras de nuestro embelesamiento.


¿Se puede realmente acostumbrar uno a esta belleza por exceso de exposición a ella, y normalizarla hasta acabar dejándola de admirar? Me resulta difícil imaginarlo. Como si sufriera el síndrome de Stendhal me emociono hasta lo inimaginable ante este fenómeno luminiscente, mágico y fascinante, que me vincula, más si cabe, a la madre tierra que piso. 


Cortinas de colores sobre nuestras cabezas. Volutas verdes que serpentean delicadas bajo las estrellas.

La probable realidad es que las luces que pueden ser oídas, como las conocen el pueblo sami, sus "guovssahas", puedan ser en realidad las chispas que la cola de un mágico zorro ártico produce al cruzar veloz las tundras árticas, por lo que también las denominan fuego de zorro. O puede que las que estén en posesión de la verdad sean esas otras leyendas nórdicas que aseguran que se trata de las brillantes luces que reflejan las armaduras de las famosas valkirias, aquellas divinidades menores vikingas que decidían qué hombres sobrevivirían o perderían la vida en la batalla.

Sean unas leyendas u otras las que más nos gusten, siempre serán más románticas que los electrones negativos, los protones de carga eléctrica positiva y los propios fotones. Y a mí, ¡qué queréis que os diga!, esas luces se me parecen mucho más al brillo que pueda reflejar la armadura de una semidiosa vikinga, o a las que pueda provocar la cola de un zorro al correr veloz por aquellas desoladas regiones, que a los razonamientos físicos que nos hablen de moléculas, energías eléctricas y campos magnéticos. 

¿Y vosotros, qué opináis? ¿creéis que solo son fotones?

2 de enero de 2024

El invierno que atenaza

Estamos muy al norte, un centenar de kilómetros al sur de Kiruna, punto neurálgico del Ártico sueco. Hemos entrado de lleno en el dominio del bosque boreal, lo que los menos versados generalizamos de modo demasiado simplista como taiga.

Amanece a orillas de un pequeño río cualquiera que serpentea sinuoso entre un tapiz de coníferas que se pierde de vista hacia los cuatro horizontes. El curso fluvial está empezándose a congelar y nos muestra un llamativo color marrón, habitual en regiones con numerosas turberas y zonas pantanosas, y que a más de uno le recordará a Escocia, por ejemplo. Según se indica en un reciente estudio ese tono podría estar relacionado con la reducción de lluvia ácida observada en las últimas décadas, lo que ayudaría a acumular una mayor cantidad de carbono en depósitos orgánicos del suelo, en especial en esa miríada de turberas que surgen por doquier en regiones frías del norte, carbono que posteriormente acaba llegando a ríos y lagos disuelto en el agua, dándole ese típico tono de color té. Un color que parece ser, en realidad, el suyo natural.




Atrás ha quedado el Parque Nacional de Abisko y sus paisajes, sus renos, sus lagópodos escandinavos y sus alces en celo. Sus nieblas y sus atardeceres. Sus escenarios inhóspitos. Sus bosques de abedules y de pinos silvestres. Sus lagos y sus turberas. Todo ha quedado atrás demasiado pronto, así que nos hemos prometido una visita más pausada en otra futura oportunidad, para recorrerlo con un mínimo de detenimiento en pos de sus inabarcables paisajes y su fauna. 



Pero para llegar hasta aquí hemos tenido que atravesar, con no pocas dificultades, ese mar de píceas infinito e imposible de abarcar con la vista. No ha sido fácil. Pasar de la Noruega atlántica a la Suecia continental no solo ha sido incómodo, sino que ha sido incluso como abrir la puerta del invierno, que en estas regiones árticas bien podría ser considerado casi un sinónimo del infierno. Cruzar la frontera entre los dos países significa pasar de un clima frío pero suavizado por el efecto atemperante del océano Atlántico y su corriente del Golfo, a un clima frío continental que durante el otoño puede ya registrar condiciones claramente invernales. El blanco se ha vuelto el color dominante, cubriéndolo todo, y el termómetro no parece querer detenerse en su descenso.



Por si fuera poco, anoche las auroras boreales no se dejaron ver, pues una manta de nubes ocultó el cielo escandinavo haciendo desaparecer cualquier oportunidad de disfrutarlas. Sin embargo, no me avergüenza reconocer que los 15º bajo cero que marcaba el termómetro una vez anochecido hicieron que ello no me disgustara demasiado: se estaba bastante mejor al calor denso de la calefacción estática de la furgona que en la intemperie manipulando el equipo fotográfico. Unas horas antes habíamos estado deambulando por una pista blanca con numerosas huellas de renos y alces en la nieve, buscando encuadres de cara a hacer mías esas fotos que todos tenemos en la mente de verlas en tantas ocasiones, con el bosque de píceas bajo un dosel de color verde, moviéndose como si tuviera vida. Durante la noche el termómetro había seguido su ritmo descendente de un modo imparable, pero aún así nos sorprendieron los 23'5º bajo cero con los que amanecimos.


Del grifo de nuestro fregadero dejó de salir agua; sin duda se habría congelado en sus pequeñas conducciones, pero era un problema que no nos afectaba demasiado pues disponíamos de agua aparte. Pero cuando la calefacción estática comenzó a fallar de modo intermitente ya no nos hizo tanta gracia. El calor del interior del vehículo es vida y protección, y lo necesitamos para salir al exterior sabiendo que allí nos esperan unos grados acogedores. Hasta la propia carrocería llevaba reflejada en su cara la dureza de las carreteras tras la travesía de los últimos centenares de kilómetros nevados.


El catálogo de carreteras congeladas por las que íbamos circulado no paraba de ampliarse, tapizadas todas ellas de nieve o hielo a pesar de ser las vías principales de comunicación en la región, y que unían, por ejemplo, Noruega y Suecia, por un lado, y de norte a sur, por otro. Su lamentable estado no invitaban en absoluto a circular por ellas, precisamente. Tal era así, que a las carreteras secundarias ya ni nos acercábamos, y algún interesante valle atravesado por vías locales se quedó ya en el tintero ante la seguridad de no poder circular por ellas. Es más, incluso encontramos en Noruega carreteras directamente cerradas al tráfico, que quedaban cubiertas por la nieve a pesar de unir pueblos o acortar itinerarios, en las que no se tenía previsto pasar las quitanieves y cuya circulación quedaba restringida a la exclusiva responsabilidad de los conductores que optaran transitar por ellas. Al menos así rezaban los carteles.










Había llegado el momento de salir de allí, y cuanto antes. Había que regresar a la comodidad de los 0º, o, mejor aún, a los cálidos 2º o 4º positivos. Después de muchos días con temperaturas negativas se hacía necesario darnos un respiro a los tres -tanto a la furgoneta, como a nosotros dos-, pues la conducción llevaba ya demasiadas jornadas siendo, cuanto menos, delicada.  

Buscando dejar atrás el invierno y regresar al amable y fotogénico otoño, esos 23'5º bajo cero que alcanzamos fueron el pistoletazo de salida definitivo para iniciar nuestra particular migración hacia el sur. Así, como las grullas del Gran Norte, pusimos rumbo definitivo a tierras más cálidas y acogedoras. Dejamos el invierno y regresamos al otoño.

29 de diciembre de 2023

El que faltaba

Tras las entradas en este blog dedicadas a los ciervos, primero, los gamos después y finalmente los alces, además de una cuarta sobre el prehistórico buey almizclero, alguno se pensará que dónde diablos están las fotos que todo el mundo se suele traer de tierras escandinavas de los renos (Rangifer tarandus). Bueno, pues aquí está la especie que faltaba (denominada caribu en Norteamérica).


Si hay un gran mamífero que no es difícil de ver viajando por esas carreteras del Gran Norte ese es el reno, desde luego.

La inmensa mayoría de los que vemos en Escandinavia son semi-domésticos. ¡Tienen dueño! Así, en Noruega, por ejemplo, solo un par de áreas naturales protegidas albergan manadas de renos salvajes, descendientes de los originarios renos salvajes, valga la redundancia. Todos los demás son animales propiedad de ganaderos que viven todo el año en completa libertad (los animales, no los ganaderos). Dicho lo cual, solemos pensar ingenuamente que será relativamente sencillo obtener alguna imagen chula de ellos, puesto que cruzan las carreteras como en nuestras cordilleras lo hacen las vacas, y los vemos desde nuestros vehículos cuando viajamos como aquí vemos las ovejas. Error 404. Señores, no es así en absoluto. O al menos eso no fue así en absoluto para nosotros. Al problema añadido que ya comenté en la entrada que dedicamos al alce respecto de que en muchas ocasiones las condiciones reales, físicas, de las carreteras no te permiten parar donde quisieras, con lo que se pierden muchas oportunidades fotográficas de animales de los que te tienes que olvidar, hay que añadir que los renos que nosotros hemos visto serán semi-domésticos, pero eso no quiere decir en absoluto que sean confiados. En realidad nada más lejos de lo que nosotros pudimos comprobar. No digo que no los haya acostumbrados a la presencia del hombre, que los habrá, pero a los que a nosotros nos tocó en el sorteo ya os digo yo que no les hizo ninguna gracia cruzarse con aquellos tipos de dos patas. 


Las fotos están hechas en el sueco Parque Nacional de Abisko, gracias también a un poco de picardía como en el caso de las fotos de sus primos los alces. Pero no pidáis más, he guardado cinco fotos contadas, y da gracias, porque las cinco son casi iguales y de este mismo momento. Vamos, lo que viene siendo por lo menos penoso, cuando no patético. Aquí veis tres de ellas.

En aquella jornada ya habíamos visto en dos ocasiones más sendos grupos pequeños de estos cérvidos entre los bosques raquíticos de abedules del parque. En ambas oportunidades habían puesto pies en polvorosa en cuanto nos detectaron. En esta tercera ocasión actuaron exactamente igual, pero intuimos nosotros hacia dónde se dirigían ligeros y, aprovechando la cobertura que nos proporcionaba el bosque, rodeamos medio corriendo hasta la linde de una zona despejada para esperarlos aparecer. Y aparecieron. 


Que los muy capullos no se pararan un par de minutos a observarnos ya me pareció mal por su parte, pues no se trata así a alguien que viene desde tan lejos para verlos, ¡hombre por Dios! Así pues, mientras se alejaban raudos medio al trote, medio al paso, pude retratarlos cinco veces medio bien, y otras tantas desenfocados o movidos. De toda aquella intentona me guardo ese manojo de fotos en las que aparecen un par de hembras realmente chulas y bonitas -especialmente la que aparece en dos fotos-, con cuernos menos desarrollados que los de los machos adultos. ¿Recordáis que os dije en el artículo sobre el alce que la única excepción al hecho generalizado de que solo los machos de los cérvidos presentan cornamentas era el caso del reno? pues aquí tenemos la prueba, la excepción que confirma la regla, unas hembras preciosas, orgullosas mostrándonos su cuernas.

No quedará más remedio que regresar al Ártico alguna vez más para buscar más encuentros furtivos con esta especie tan hermosa. Merecerá la pena, seguro, ¿a que sí?.

25 de diciembre de 2023

El Apocalipsis

Es lo que parecía al ver aquella escena con aquel color más propio de una tormenta de arena del desierto que de un trocito de costa noruega, acentuado también, por qué no decirlo, con un balance de blancos personalizado. El Apocalipsis se adueñó del litoral hasta el extremo de hacerlo desaparecer por unos momentos. Es la ruleta rusa de estar en el momento preciso en el lugar perfecto. ¡Cuántas veces habremos llegado tarde a escenas que hubieran marcado la jornada! O, por el contrario, demasiado pronto y nos habremos marchado de allí con fotos meramente testimoniales. Infinidad de ellas, seguro. Pero cuando se alinean todos los astros puede llegar el Apocalipsis que nosotros estaremos preparados para sacarle partido.



Cuando hablamos de las duras condiciones de vida que la fauna del Ártico debe soportar no es un modo de hablar eufemístico, es la cruda realidad de su día a día. Siguiendo el ciclo anual, la llegada del otoño implica un problema añadido para la supervivencia de las criaturas que viven en estas latitudes, donde la climatología y las escasas horas de luz diurna no ayudan a llevar una vida cómodo y sencilla. Y esa dificultad resulta, además, muy severa. Viento, lluvia, nieve, frío extremo, y escasez de alimentos y dificultad para encontrarlos harán que las enfermedades y/o la debilidad física se cobre su peaje entre algunos de los habitantes salvajes de estas regiones. Muchos no lo conseguirán y no serán capaces de ver la nueva primavera. 


Es posible que estas fotografías simbolicen o no la dureza de la vida en esta parte del globo, pero seguro que al menos sintetizarán la belleza extrema que esa naturaleza dura y salvaje nos regala.


Abrir plano en la imagen siempre será interesante y me parecerá fundamental para mostrar el entorno en su conjunto, aunque luego nos quedemos con los detalles pequeños. La carretera medio helada que culebrea por la isla de Andoya nos permite parar en un apartadero y disfrutar del espectáculo que nos ofrece el Ártico. Los extraños tonos cálidos, casi saharianos, de la tormenta y sus cortinas de agua contrastaban a no demasiada distancia con los fríos del cielo y el propio Atlántico, más al sur, a la izquierda de la fotografía. Como contrastaban la paz y la calma que transmitía la superficie del mar con los dramáticos nubarrones del cielo. Esto es el Gran Norte, contrastes, momentos espectaculares, luces limpias, y una acumulación de momentos irrepetibles que se apelotonarán en nuestros cerebros y saturarán nuestras retinas.

Hemos parado en la pequeña carretera en medio de ninguna parte. Hacia el interior de la isla la tormenta se adentra sobre una lago helado. Nieva suavemente y el cielo parece haber desaparecido por completo, aunque un tenue arco iris nos recuerda que no, que el sol sigue existiendo en alguna parte por encima de nosotros.



Y si en su búsqueda giramos sobre nuestros pies y damos la espalda a la tormenta, la paz y la tranquilidad invaden el paisaje. El contraste no puede ser más brutal. Una paz increíble que nada tiene que ver con el cielo que ahora tenemos a nuestra espalda, es su antítesis personificada, hecha realidad. El sol existe y parece insuflar esperanza a la vida. Retazos de un cielo azul se reflejan en un espejo salpicado de rocas.

A veces la tempestad y la calma vienen juntas de la mano.


22 de diciembre de 2023

Feliz 2024

Enfrascados como estamos todos en la vorágine de regalos, cenas, comidas, encuentros y felicitaciones, aprovecho para desearos que el año que llega lo haga cargado de algunos de esos sueños que, quien más y quien menos, todos anhelamos cumplir. Que de las buenas intenciones pasemos a los hechos y seamos todos un poquito más coherentes, con el planeta, con nosotros mismos y con los demás. Que seamos más comprensivos y solidarios, y alcancemos a tener dos dedos de frente para salvar esta casa redonda a la que tratamos como si hubiera otra de repuesto. Que de los dedos cruzados pasemos a las mangas remangadas. Que de las esperanzas pasemos a las certezas. Que seamos, en definitiva, bastante mejores que en 2023, y en compensación la vida nos regale un poco más de felicidad, una buena dosis de serenidad, y amor y amistad infinitos. 

En resumen, que en 2024 algunas utopías se hagan realidad. Feliz año para todos vosotros.



19 de diciembre de 2023

Luces boreales

Chispea algo, y los plomizos nubarrones que lo cubren todo no auguran un resto de tarde soleada y luminosa. Pero a saber, en el Norte (sí, con mayúsculas) las luces y los cielos cambian inesperadamente en cuestión de minutos. Literalmente.


El fiordo se encuentra ahora envuelto en una penumbra dura y hostil, fruto del contraluz y de ese cielo encapotado y plomizo que lo amenaza todo, al tiempo que dos claros entre las nubes parecen luchar contra las fuerzas de la borrasca; por uno de ellos asoma un retazo de azul, mientras que por el otro lo hacen unos rayos de sol que iluminan las montañas más lejanas. Todo el paisaje se envuelve con esas luces mágicas con las que cualquiera de nosotros sueña encontrarse en cada salida fotográfica, limpias y cristalinas. Las luces boreales son agradecidas, señores, se portan bien con el fotógrafo y nos regalarán a menudo momentos para el recuerdo, lo que es, sin duda alguna, infinitamente más importante que hacerlo para el disco duro, pues cada recuerdo del pasado pasará a ser una pequeña porción fundamental de nosotros mismos en el futuro. Nos construimos recuerdo a recuerdo pues somos la suma de lo vivido.



14 de diciembre de 2023

Convertirse en nieve

En Escandinavia el invierno real llega mucho antes de hacer su entrada el oficial. En pleno otoño ya podemos ver montañas, taigas y tundras completamente nevados, así como bastantes lagos ya congelados. Parece que el campo se vacía, pero no es así. Al menos no por todos sus habitantes. Algunos pocos especialistas resisten los primeros temporales otoñales y permanecen fieles al paisaje. No huyen hacia el sur y las tierras bajas. Algunos incluso se transforman en criaturas distintas para mimetizarse con el invierno, y se vuelven como de nieve.

El lagópodo escandinavo (Lagopus lagopus lagopus) es uno de ellos. Tetraónida igual que los urogallos, gallos lira, gallos de las praderas, grévoles y otras tres especies de lagópodos (y sus numerosas subespecies), son aves hermosas que en invierno mudan su plumaje a un blanco inmaculado. Difíciles de diferenciar en la estación fría de las, también inmaculadas, perdices nivales (Lagopus muta), son aves bellas y delicadas que no dejarán a nadie indiferente. El lagópodo común, al que pertenece la subespecie escandinava, es un habitante habitual de los bosques de abedul de todo el Holártico subpolar, donde se reúne en pequeños bandos para pasar en mejor compañía los duros meses invernales, cuando su alimentación se centra principalmente en yemas de abedules y sauces, como observamos en la siguiente foto.

Pero si algo es destacable en esta ave durante el periodo frío del año es, sin duda, la belleza de su blanco impoluto. Efectivamente, su plumaje críptico durante el resto del año para pasar desapercibido entre la parda vegetación rastrera de abedulares y tundras, se va transformando en una librea blanca a medida que muda el plumaje de cara al inminente invierno. Ya en octubre lo vemos así, casi con el plumaje completamente mudado, y casi sin una pluma que recuerde los viejos tonos marrones barreados, clásicos del estío.




Así es, esta maravillosa criatura se vuelve como de nieve.

12 de diciembre de 2023

El espíritu del bosque

Parece que seguimos con las pezuñas. Tras los ciervos y gamos daneses, las cabras monteses de nuestro solar ibérico, y los bueyes almizcleros de las tundras alpinas noruegas, ahora le toca el turno a otro ungulado simplemente increíble, el espíritu del bosque, un animal que muchos llevamos asociado en nuestro imaginario colectivo a los inmensos mares de píceas de la taiga boreal. El alce (Alces alces).


Se trata del mayor cérvido del planeta y de una mole de más de 2 metros de altura en la cruz y hasta 700 u 800 kilogramos de peso en los machos alaskeños más grandes. Dentro de la familia Cervidae pertenece a la subfamilia Capreolinae, lo que lo emparenta más con el corzo que con los propios ciervos. Esta familia Capreolinae se subdivide a su vez en tres tribus, siendo nuestro protagonista el único representante actual de una de ellas, la Alcinae. La especie se distribuye por el cinturón de bosques subpolares de la taiga y caducifolios a lo largo del Holártico. Hasta no hace mucho se clasificaba en dos especies (el eurasiático -Alces alces-, y el americano -Alces americanus-, subdivididas en 9 subespecies, una de ellas extinta), pero en la actualidad se tiende a considerar en base a estudios moleculares una sola especie que cuenta, eso sí, con esas ocho subespecies diferentes (cuatro en Eurasia y cuatro en América del Norte), además de la extinta en Eurasia. Según esta corriente, este animal de las fotos pertenece a la subespecie nominal Alces alces alces, descrita para Escandinavia, Rusia occidental, Polonia, Países Bálticos, etc. y hoy en día en tímida recuperación tras la fuerte regresión sufrida en el pasado por la caza excesiva, recuperando territorios tanto por el sur (Alemania, Austria, etc.) como por la tundra ártica.

Patas largas y cuerpo robusto definen a esta criatura, de la que nos llama rápidamente la atención esa cabezota enorme, con esa nariz grande y extraña que usan para filtrar el aire frío y calentarlo antes de que llegue a sus pulmones, adaptación clara a esos ambientes pre-árticos en los que prospera. Este ejemplar se nos pone adrede de perfil para que observemos esa piel colgante de la papada tan característica de los machos y con el que las hembras no cuentan, al igual a como sucede con la cornamenta.


La envergadura de sus astas puede llegar a los 2 metros, pero en general ronda el metro o metro y medio. En estas fotos se la vemos aún teñida del rojo sanguinolento que sigue al descorreo de su piel muerta. Y es que como en el resto de sus parientes cérvidos, los alces pierden y renuevan su cornamenta cada temporada. Hablemos un poco de ello y aclaremos algunas confusiones al respecto.

Llamamos cuernos a aquellos apéndices óseos que emergen de los cráneos de ciertos animales. Surgen desde el hueso frontal generalmente, o en algunos casos más raros del parietal. Pero nunca lo hacen desde la nariz, aunque lo denominemos de igual forma, dado que lo que les crece a los rinocerontes no es materia ósea, sino queratinosa, como nuestras uñas y pelo. En las jirafas machos y hembras, y en los machos de okapis tampoco son cuernos propiamente dichos, sino los denominados Osiconos, que no son sino protuberancias cartilaginosas osificadas, recubiertas, además, siempre de piel y pelo (en las hembras de jirafa estas protuberancias acaban en un plumero de pelos, con el que los machos no cuentan). Los verdaderos cuernos son siempre permanentes y fijos, con un núcleo de hueso y una funda queratinosa que los cubre, creciendo continuamente a lo largo de la vida del animal. Nunca se les cae y los observaremos tanto en los machos como en las hembras, aunque en ellas suelen estar a menudo menos desarrollados. En el caso de las hembras de ovejas y muflones, a veces los presentan y a veces no. Vacas, búfalos, antílopes, bisontes, cabras, bueyes almizcleros, ... todos ellos tienen cuernos.

Las astas, por el contrario, están formadas enteramente de hueso, sin ningún tipo de funda, se caen anualmente y vuelven a crecer cada temporada. Solo cuentan con ellas los machos de la familia Cervidae, con una excepción: las hembras de reno también las portan en sus cabezas.


Las astas arrancan del cráneo desde unas protuberancias denominadas pedúnculos o pivotes óseos, cuyo diámetro va aumentando cada año para poder soportar el propio aumento del tamaño de la cornamenta a medida que el animal va sumando años. A partir de este pivote óseo se genera una estructura cartilaginosa que poco a poco va ganando consistencia y densidad. En estos primeros compases del crecimiento la cornamenta está recubierta del famoso terciopelo o borra, que no es otra cosa que piel. Hueso y terciopelo están profusamente irrigados a través de numerosos vasos sanguíneos que alimentan la estructura mientras crece. Al término de su desarrollo se van depositando sales de calcio que endurecen la estructura interna del hueso y taponan la irrigación de la piel. Esta se vuelve más reseca y quebradiza hasta secarse y caer, en el proceso que se denomina descorrear, cuando el animal se frota la cornamenta compulsivamente contra ramajes, árboles y arbustos. Tras el celo de los animales en otoño, unas células denominadas osteoclastos atacan la base de la cuerna hasta que esta se desprende; es el desmogue, que suele tener lugar durante el invierno. Con la llegada de la inminente primavera el nacimiento de una nueva cornamenta se reanuda, esta vez de mayor tamaño.


Los alces entran en celo en septiembre y octubre, momento en el que los machos llegan a combatir entre sí en peleas muy violentas que acaban ocasionalmente con la muerte de alguno de los gladiadores. En esta época vocalizan unos particulares reclamos de aspecto nasal y profundo, que escuchado en lo más escondido y denso del bosque te pone los pelos de punta, hueco y poderoso, y que nosotros pudimos escucharlo junto a un lago congelado dentro del Parque Nacional de Abisko, en Suecia. Nos pareció algo cuasi sobrenatural, telúrico.

El macho, que no me perdió de vista mientras yo lo fotografiaba (no me quitaba ojo, desconfiado), al tiempo que controlaba la posición de su hembra oculta en el interior del bosque -y a la que yo no había alcanzado a ver en un principio, a pesar de tener constancia de su presencia-, se reunió por fin con ella. Los sigo durante unos pocos metros y los observo ya juntos, ella algo más pequeña que él. Parecen tranquilos. Ella incluso come algo antes de echarme también una mirada tierna y melosa como pidiéndome que los deje tranquilos en la intimidad de sus amoríos. 

Tras unos minutos, los espíritus del bosque giran sobre sí mismos y emprenden un caminar pausado hacia el interior de su taiga, donde desaparecerán definitivamente. Yo quedaré marcado por esos pocos minutos de contacto. El alce siempre será un animal ligado simbólicamente a la última frontera, aquella que nos acerca a la tundra salvaje y fría del Gran Norte.