En lo más profundo de su ser, el hombre tiene un impulso incontenible por regresar a la naturaleza de la que, sin embargo, paradojas de la vida, parece quererse desvincular.
Esa necesidad de regresar a la naturaleza y a nuestros orígenes la podemos observar en la felicidad que siente un niño cuando juega con cualquiera de sus más cotidianos elementos -palos, piedras, agua, árboles, animales,...- o en el regreso a la misma a través de cualquiera de las actividades que, ya de mayores, desarrollamos en el medio natural, desde la mera contemplación, a su estudio e investigación; desde aquellos deportes y actividades que se desarrollan en los rincones más apartados de las regiones más remotas, y que nos ayudan no solo a explorar aquellos lejanos lugares, sino nuestros propios límites humanos, hasta nuestra introspectiva actividad fotográfica que nos liga, además de al paisaje y a la fauna en sí mismos, también a la búsqueda de la belleza que nos rodea. El ser humano, cuanto más próximo vive la naturaleza más feliz es y más en paz consigo mismo se siente. Por el contrario, cuanto más alejado de la misma se encuentra, más pobre su alma se vuelve.
Somos parte del planeta, formamos una pieza esencial de la Madre Tierra, un engranaje clave de la gran maquinaria planetaria. La Pachamama como hoy la conocemos depende de nosotros y nosotros de ella. De ser conscientes de ello dependerá en un futuro, más próximo que lejano, nuestra propia supervivencia.
Pero soy pesimista y creo realmente que nuestra ceguera es tal, que ni agonizando entre estertores nos daremos cuenta de nuestra propia e inminente expiración.
17 de noviembre de 2015
11 de noviembre de 2015
Cortesanos
Amanece una mañana más de este otoño extrañamente cálido. A estas alturas ya se me ha olvidado que el despertador sonó a las cinco de la mañana y que dos horas de conducción nocturna por carreteras sinuosas me dejaron, cansado, en la plataforma de Gredos una vez más. Ahora estoy pletórico, sin embargo. Acaba de salir el sol por detrás de una loma y colorea la cálida luz matinal sobre un macho de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) atravesando una pradera de festucas amarillas. Tengo todo el día por delante y yo disparo sin parar.
Así da comienzo una nueva sesión en compañía de este noble y bello animal. Machos y hembras, juntos durante unas pocas semanas al año, representan en estas fechas una gran oportunidad para disfrutar del privilegio de su cercanía y confianza, un hecho este que nos ofrecen muy pocas especies de la fauna ibérica y que yo gusto de aprovechar varias veces al año, tanto en Gredos como en la sierra de Francia. Unos ejemplares se desperezan, otros nos regalan cabriolas sobre las paredes como funámbulos de la roca y como pretendiendo dar envidia a cualquier escalador, otros simplemente reposan, vigilan o pastan. Con el pertinente permiso de la administración del parque bien guardado en la mochila, comienza para mi y mi acompañante una nueva oportunidad fotográfica con esta especie emblemática.
Tengo de nuevo la oportunidad de fotografiar a un semental especial del que podemos adivinar que a sus, aproximadamente, catorce años de vida se encuentra ya en las postrimerías de su etapa vital. A lo llamativo de la impresionante cornamenta que exhibe este viejo conocido de alguna sesión anterior, se le suma un pelaje completamente atípico para un ejemplar de esta edad de la subespecie victoriae. Su capa marrón, similar a la de cualquier hembra, lo vuelve rápidamente diferenciable de sus congéneres, a los que yo comparo a veces con toros de lidia por su corpachón casi completamente negro. Dicho esto, es bueno conocer que las hembras en libertad tienen una esperanza de vida de entre diez y ocho y veintidós años debido a que su esfuerzo en la reproducción tiene lugar durante todo el año de un modo repartido. Por el contrario, los machos suelen alcanzar solo los catorce o quince años de edad como consecuencia del enorme desgaste que supone para ellos los períodos de celo. Y como curiosidad e información añadida a lo dicho anteriormente, diremos que las hembras residentes en regiones con una cubierta vegetal más pobre desde el punto de vista nutricional, aparentemente son más longevas que aquellas que se alimentan en áreas de vegetación más nutritiva, debido a que las segundas se reproducen un mayor número de veces y con mayor posibilidad de partos gemelares, lo que supone en definitiva un mayor desgaste físico.
Al igual que en jornadas previas sigue reclamando nuestra atención la excitación de los machos más jóvenes, a los que sí vemos pelear como quisiéramos que hicieran los más viejos y corpulentos. Y hasta observamos insistentes intentos de cópula por parte de un jovenzuelo con cara aún de niño, de menor peso y talla incluso que la propia hembra que intentaba montar, y de la que se diferenciaba por sus cuernos notablemente más gruesos, aparte de por la erección evidente.
Los experimentados sementales, sin embargo, con la paciencia y delicadeza que les caracteriza, persiguen de modo educado a las hembras que parecen aún poco receptivas. Ponen en marcha toda la parafernalia del cortejo y nos permiten asistir en primera fila a sus corteses atenciones para con las futuras madres de sus chivos. En ocasiones varios ejemplares de diferentes edades se arremolinan alrededor de la cabra olfateando su estado hormonal intentando detectar su posible ovulación, conformando una abanico de hocicos y cuernas con las que componer las imágenes.
Van pasando las horas y el sol acaricia rápido la ladera opuesta a aquella en la que por la mañana lo vimos aparecer. Deprisa se nos va la luz con prisas, y aprovechamos nosotros los postreros rayos para hacer las últimas fotografías de estos animales increíbles. Bueno,... digamos mejor las penúltimas fotografías, pues siempre vendrán más. Con una ligera tristeza por no haber sido espectadores de alguno de sus combates recogemos el equipo, cansados de tanto ir y venir de un lado para otro tras los animales, de cruzar arroyos crecidos por las lluvias de la última semana, de subir y bajar laderas y habiendo apenas parado para comer un poco, en una jornada que ha sido, sin duda y cuanto menos, intensa y gratificante. Nos despedimos, sí, pero cruzando los dedos para que el próximo fin de semana la climatología nos respete una nueva jornada en los roquedos y praderas de esta mi querida sierra de Gredos.
4 de noviembre de 2015
No me saques la lengua ... todavía
Si hay algo interesante en la fotografía de fauna es que, en general, el largo tiempo que se suele estar con algunas especies permite observar de cerca diversos aspectos de su comportamiento, algo que para mi resulta fundamental. Cuando llega el otoño varios son los eventos faunísticos que podríamos calificar como de llamativos para un fotógrafo: la llegada de las aves migratorias, entre las que destacan sin ningún género de dudas los siempre melancólicos bandos de grullas, la espectacular berrea del ciervo cargada de testosterona y el cortesano celo de las cabras monteses, siempre ritualizado y protocolario. A los que vivimos en el centro nos merece la pena, pues, acercarnos a la sierra de Gredos y pasar al lado de alguno de los rebaños de esta especie tan gregaria largas horas observando y fotografiando los siempre imponentes machos.
Tras velar las armas durante el mes de octubre, podemos comprobar como poco a poco los grupos de machos y los de hembras se van acercando y "conectando" con el cambio de mes y su progresiva disminución de horas de luz y el aumento del frío. Se barrunta ya el período de celo.
Las hembras aún van acompañadas de las crías nacidas esa temporada, y podemos apreciar incluso la diferencia de edad que hay entre ellas, algunas de las cuales parecen haber nacido quizás demasiado tarde para soportar el duro invierno que atenazará la sierra más pronto que tarde. En la cabra montés -Capra pyrenaica victoriae en el caso de la subespecie que habita el Sistema Central- el índice de mortalidad en el primer año de vida es muy alto, disminuyendo en las edades intermedias y volviendo a aumentar notablemente en los últimos estadios de su vida.
En estos primeros momentos del celo comprobaremos cómo los grandes machos aún se mantienen a una relativa distancia de las hembras (a menudo en la periferia de los rebaños), mostrando una experimentada indiferencia hacia aquellas, ya que aún no están receptivas. Sin embargo, los impetuosos jóvenes, muy inexpertos y ya excitados, van detrás de las mismas persiguiéndolas y atosigándolas incansablemente, insistiendo de una a otra cabra cansinamente. Comenzamos así a observar los primeros cortejos, principalmente de los adolescentes. Levantan la cola diluyendo en la atmósfera el olor de sus glándulas anales, husmean el aire y olfatean la receptividad de las hembras, voltean la cabeza hacia atrás, girándola a veces lateralmente, sacan la lengua en un gesto inconfundible, adelantan alguna pata delantera,...
... y se orinan así mismos cabeza y patas delanteras para marcarse y desprender su propio olor.
Tímidamente algún gran macho realiza todo el ceremonial gestual del cortejo cuando alguna hembra pasa cerca, para seguir posteriormente pastando indolentes y frotándose la testuz contra los matorrales. Las hembras sestean sobre las piedras acompañadas de sus chivos sin mayor interés y, con movimientos defensivos de sus cabezas coronadas de pequeños cuernos, hacen ver a los machos que molestan y que aún no ha llegado el momento. Parecen decirles: no me saques la lengua, tío.
Con estos primeros escarceos amorosos arranca así una nueva temporada reproductora que se prolongará a lo largo de noviembre y principios de diciembre, dando paso al duro invierno. Un año más comienza el espectáculo más representativo de la vida y del comportamiento animal en la alta montaña gredense; el celo de su habitante más emblemático, el de los grandes machos monteses, dueños y señores de riscos y pedrizas alpinas. Poder un año más estar allí observando el comportamiento de esta especie endémica de la Península Ibérica es, sin duda, una suerte, además de una gran oportunidad para disfrutar de la fotografía de estos grandes colosos negros.
Tras velar las armas durante el mes de octubre, podemos comprobar como poco a poco los grupos de machos y los de hembras se van acercando y "conectando" con el cambio de mes y su progresiva disminución de horas de luz y el aumento del frío. Se barrunta ya el período de celo.
Las hembras aún van acompañadas de las crías nacidas esa temporada, y podemos apreciar incluso la diferencia de edad que hay entre ellas, algunas de las cuales parecen haber nacido quizás demasiado tarde para soportar el duro invierno que atenazará la sierra más pronto que tarde. En la cabra montés -Capra pyrenaica victoriae en el caso de la subespecie que habita el Sistema Central- el índice de mortalidad en el primer año de vida es muy alto, disminuyendo en las edades intermedias y volviendo a aumentar notablemente en los últimos estadios de su vida.
En estos primeros momentos del celo comprobaremos cómo los grandes machos aún se mantienen a una relativa distancia de las hembras (a menudo en la periferia de los rebaños), mostrando una experimentada indiferencia hacia aquellas, ya que aún no están receptivas. Sin embargo, los impetuosos jóvenes, muy inexpertos y ya excitados, van detrás de las mismas persiguiéndolas y atosigándolas incansablemente, insistiendo de una a otra cabra cansinamente. Comenzamos así a observar los primeros cortejos, principalmente de los adolescentes. Levantan la cola diluyendo en la atmósfera el olor de sus glándulas anales, husmean el aire y olfatean la receptividad de las hembras, voltean la cabeza hacia atrás, girándola a veces lateralmente, sacan la lengua en un gesto inconfundible, adelantan alguna pata delantera,...
... y se orinan así mismos cabeza y patas delanteras para marcarse y desprender su propio olor.
Tímidamente algún gran macho realiza todo el ceremonial gestual del cortejo cuando alguna hembra pasa cerca, para seguir posteriormente pastando indolentes y frotándose la testuz contra los matorrales. Las hembras sestean sobre las piedras acompañadas de sus chivos sin mayor interés y, con movimientos defensivos de sus cabezas coronadas de pequeños cuernos, hacen ver a los machos que molestan y que aún no ha llegado el momento. Parecen decirles: no me saques la lengua, tío.
Con estos primeros escarceos amorosos arranca así una nueva temporada reproductora que se prolongará a lo largo de noviembre y principios de diciembre, dando paso al duro invierno. Un año más comienza el espectáculo más representativo de la vida y del comportamiento animal en la alta montaña gredense; el celo de su habitante más emblemático, el de los grandes machos monteses, dueños y señores de riscos y pedrizas alpinas. Poder un año más estar allí observando el comportamiento de esta especie endémica de la Península Ibérica es, sin duda, una suerte, además de una gran oportunidad para disfrutar de la fotografía de estos grandes colosos negros.
1 de noviembre de 2015
La vértebra
Siempre he recogido huesos en mis paseos por el campo, viejos, nuevos, grandes, chicos, impecablemente blancos o grises. Agrietados, cubiertos de líquenes y musgos, muchos de ellos acaban en mi casa, en lo alto de alguna estantería, sobre los libros o dentro de alguna caja de plástico. Esta vértebra reposa desde hace unos meses junto a la pantalla del ordenador, sobre un frío disco duro externo. Ahora que la miro, pienso en lo efímero de la vida, de esta existencia precaria, frágil y breve. Recogidos entre la hojarasca de cualquier encinar castellano, estropeados por el sol y las inclemencias, yo veo en ellos la hermosura de su propia vejez y de su historia desconocida o, como en esta vieja y ajada vértebra, de su simple simetría. Por ello, como en otoños anteriores, los huesos son de nuevo los protagonistas de estos días oscuros.
23 de octubre de 2015
Amanecer
Observo el amanecer desde detrás de las ventanas tintadas de mi casita con ruedas. Está muy nublado, así que me quedo un rato más al abrigo cálido del edredón de pluma.
Repito la maniobra cada pocos minutos, decepcionado por el cielo encapotado que nos recibe al alba, hasta que repentinamente intuyo en las nubes plomizas un cambio de luz. Miro por enésima vez a través de las ventanas y salto disparado del mullido abrazo de mi plumón nórdico, me visto y abrigo en menos tiempo del que dura un bostezo, y salto al exterior con el equipo fotográfico que dejara preparado la noche anterior. Corro de un lado a otro aprovechando los escasos minutos de la mejor luz del día y esquivando los apestosos objetos artificiales que algunas mentes brillantes encargadas de habilitar el lugar han puesto alrededor de la preciosa ermita románica: carteles, palos de metal, vallas de cerramientos y cables de acero para evitar el paso de vehículos. Todo bien arrimado a la misma y fabricados con materiales que nada tienen que ver con los usados tradicionalmente en la zona, y pareciera, incluso, que con el objeto directo de impedir hacer una sola foto en condiciones.
En fin, no puedo abstraerme de semejante despropósito mientras encuentro la única perspectiva en la que puedo esquivar todo aquello. Hago esa y otras pocas fotos más mientras despotrico contra los lumbreras que deciden dónde instalar todos esos objetos tan feos y tan fuera de lugar (aún comprendiendo la bondad del fin de los mismos), al tiempo que la luz desaparece tan rápido como vino.
Respiro aliviado por haber podido hacer al menos esa única foto con aquella magnífica luz, sin el estorbo de todo aquello y con una perspectiva en la que se puede ver con claridad la entrada porticada que caracteriza el románico soriano. Recojo los bártulos y unos minutos después estoy nuevamente dentro del edredón de pluma recuperando temperatura y pensando en la ingente cantidad de monumentos, cascos históricos, plazas principales, monasterios, iglesias y catedrales que quedan afeados y estropeados por la desidia y la total falta de sensibilidad de muchas autoridades locales, que permiten el aparcamiento de vehículos, la instalación de carteles de grandes dimensiones -a veces indicando la inversión realizada en una restauración y que permanecerán incluso años después de terminada la misma-, etc.
No les pido a todos ellos ni siquiera sensibilidad para comprender hasta qué punto afean lo bello, simplemente que sean pragmáticos y comprendan que si quieren que los turistas visitemos sus pueblos, plazas, iglesias, monasterios y cascos históricos es necesario que estos se mantengan simplemente bien atendidos, acondicionados y "visibles".
¿Es tan difícil de comprender? Parece que sí a tenor de lo que nos encontramos por ahí.
Repito la maniobra cada pocos minutos, decepcionado por el cielo encapotado que nos recibe al alba, hasta que repentinamente intuyo en las nubes plomizas un cambio de luz. Miro por enésima vez a través de las ventanas y salto disparado del mullido abrazo de mi plumón nórdico, me visto y abrigo en menos tiempo del que dura un bostezo, y salto al exterior con el equipo fotográfico que dejara preparado la noche anterior. Corro de un lado a otro aprovechando los escasos minutos de la mejor luz del día y esquivando los apestosos objetos artificiales que algunas mentes brillantes encargadas de habilitar el lugar han puesto alrededor de la preciosa ermita románica: carteles, palos de metal, vallas de cerramientos y cables de acero para evitar el paso de vehículos. Todo bien arrimado a la misma y fabricados con materiales que nada tienen que ver con los usados tradicionalmente en la zona, y pareciera, incluso, que con el objeto directo de impedir hacer una sola foto en condiciones.
En fin, no puedo abstraerme de semejante despropósito mientras encuentro la única perspectiva en la que puedo esquivar todo aquello. Hago esa y otras pocas fotos más mientras despotrico contra los lumbreras que deciden dónde instalar todos esos objetos tan feos y tan fuera de lugar (aún comprendiendo la bondad del fin de los mismos), al tiempo que la luz desaparece tan rápido como vino.
Respiro aliviado por haber podido hacer al menos esa única foto con aquella magnífica luz, sin el estorbo de todo aquello y con una perspectiva en la que se puede ver con claridad la entrada porticada que caracteriza el románico soriano. Recojo los bártulos y unos minutos después estoy nuevamente dentro del edredón de pluma recuperando temperatura y pensando en la ingente cantidad de monumentos, cascos históricos, plazas principales, monasterios, iglesias y catedrales que quedan afeados y estropeados por la desidia y la total falta de sensibilidad de muchas autoridades locales, que permiten el aparcamiento de vehículos, la instalación de carteles de grandes dimensiones -a veces indicando la inversión realizada en una restauración y que permanecerán incluso años después de terminada la misma-, etc.
No les pido a todos ellos ni siquiera sensibilidad para comprender hasta qué punto afean lo bello, simplemente que sean pragmáticos y comprendan que si quieren que los turistas visitemos sus pueblos, plazas, iglesias, monasterios y cascos históricos es necesario que estos se mantengan simplemente bien atendidos, acondicionados y "visibles".
¿Es tan difícil de comprender? Parece que sí a tenor de lo que nos encontramos por ahí.
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