Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

5 de febrero de 2024

Escandinavia, ¿paraíso natural?


Tras varias entradas en este blog narrando nuestra experiencia por las seductoras tierras escandinavas, me veo en la necesidad de cambiar de tercio y mostrar la cara oculta de la luna, haciendo un símil con el fraudulento eslogan de "Asturias, paraíso natural", falaz y trolero lo mires por donde lo mires, lo que cada día que pasa resulta más obvio. Pues al igual que sucede en el campo asturiano que, aún siendo un escaparate maravilloso -lo cual nadie discute- oculta una trastienda oscura llena de odio al lobo, de furtivismo endémico, de uso descontrolado del fuego como herramienta para hacer daño consciente, y anacronismos humanos ligados a unas rancias instituciones públicas, en la región escandinava sus gobiernos tienen así mismo entre sus bambalinas otro tanto que ocultar y sus ciudadanos no poco de lo que avergonzarse en lo que a conservación de la biodiversidad se refiere. 

Veamos, pues, qué se cuece entre los bastidores del Gran Norte.


Escandinavia es una región geográfica y cultural formada por tres países nórdicos -Dinamarca, Noruega y Suecia-, aunque aquí también hablaremos de Finlandia aun no siendo formalmente incluida en el término. En la actualidad estos cuatro países disfrutan de un bienestar social y un nivel de vida económico envidiables, habiéndose convertido en los últimos tiempos en países realmente prósperos al implementar políticas económicas y sociales avanzadas y modernas, consiguiendo generalizar bajos niveles de desempleo y desigualdad, así como altos niveles educativos, incluso en el medio rural. Como dato curioso y descriptivo nos llamará la atención, en contraste con lo que vemos en nuestro país, que sus granjas agrícolas o ganaderas están impolutas y ordenadas, sin zaleos por todas partes como ocurre aquí, además de sorprender la gran cantidad de ellas que tienen aparcadas en la puerta roulottes o autocaravanas, lo que parece venir a demostrarnos que para la mentalidad de esta gente hay vida más allá del futbol, los encierros y las tascas del pueblo (de las que, por otro lado, tampoco disponen). 


No verás basura por las cunetas, ni en las apartaderos y zonas de descanso de las carreteras, y no digamos ya escombros en los caminos o carritos de supermercado en los ríos. El contacto con la naturaleza representa allí una tradición interiorizada en sus vidas y el civismo forma parte de su idiosincrasia, lo que comprenderemos cuando observamos con envidia los cientos de baños públicos que se reparten por todas las carreteras en perfecto estado de uso, limpios no, lo siguiente, con calefacción y ¡¡¡sin las firmas de nadie por sus paredes!!! (aquí debemos tener tanta gente con la autoestima por los suelos, que para enorgullecerse de sí mismos necesitan imperiosamente dejar constancia de su paso por nuestros lavabos). Los conductores allí incluso respetan los límites de velocidad -salvo sorprendentes excepciones- aunque no haya radares cerca, y aun teniendo generalmente límites de velocidad muy bajos, mayoritariamente entre los 70 y 80 km/h.



De esta forma en la mayoría de las curiosas listas de los países más felices del mundo Finlandia se sitúa en primera posición, Dinamarca en segunda, Noruega en tercera y solo Suecia se descuelga a la séptima. Así las cosas, desde el sur de Europa observamos con una cierta envidia a estos países nórdicos por lo avanzados, modernos y prósperos que son, además de preocupados por la conservación del medioambiente y lo vinculados que se sienten emocionalmente a la naturaleza. Y si a todo eso le añadimos que se venden a sí mismos como una región geográfica envidiable por los magníficos espacios abiertos de los que pueden disfrutar, donde la libertad de tránsito es casi absoluta en unos ecosistemas prístinos y casi casi infinitos, pues tenemos el coctel perfecto para que nos pongan la venda en los ojos y nosotros mismos nos la anudemos. Me explico.

Hay que partir de que no se pueden negar ciertas evidencias. Sus paisajes son extraordinarios realmente, con vastas extensiones bien conservadas y una población humana reducida, lo que posibilita una interesante biodiversidad ligada a ecosistemas eurosiberianos y subárticos. 



Así, por ejemplo, Noruega tenía en 2023 una densidad de población de 16,95 hab/km2, mientras que en Finlandia era en 2015 de 16,41 y en Suecia de 22,97 en 2020. En comparación, nosotros somos actualmente algo más de 95 habitantes por kilómetro cuadrado en España. Dinamarca es un caso aparte dentro de su entorno ya que alcanza una cifra muy superior a la de sus vecinos del norte, siendo hace tres años de 135,90 hab/km2, lo que puede ser explicado por su ubicación dentro del continente. Sin embargo, estas densidades relativamente bajas para unos países modernos no implican que no haya impacto humano alguno en sus territorios. De hecho, una gran parte de la población está diseminada en granjas y casas por todas partes, salpicando de puntitos el paisaje, junto a las carreteras, en los bosques, a orillas de las lagunas y fiordos, en la taiga o en la tundra, lo que compromete un cierto nivel de afectación en el entorno.



También es una evidencia que gran parte de sus áreas naturales más o menos bien conservadas son extensas, sobre todo en el norte, pero no menos cierto es que, por ejemplo, la industria maderera en Suecia explota gigantescas superficies de bosque boreal que muchos turistas incautos, al transitar por sus interminables carreteras, consideran verdaderos bosques, cuando en realidad son re-naturalizaciones sin los procesos ecológicos de un auténtico bosque maduro, y que muy poco tienen que ver con los verdaderos paisajes conservados que deberían ser.


No poco llama también la atención a quienes visitan por primera vez la región poniendo atención en los detalles la cantidad tan enorme de torres cinegéticas (puestos de caza construidos con troncos de madera) que salpican las lindes de las zonas arboladas y que se ven a simple vista desde las carreteras -sobre todo en el sur-, lo que ya nos va dando alguna pista también de cómo es la relación de una parte relevante de la población con su preciada naturaleza. En definitiva, no todo es tan idílico y bucólico como nos lo venden, aunque nos lo metan por los ojos.

Si visitamos las webs oficiales noruegasueca o finlandesa sobre sus atractivos turísticos, veremos que una parte fundamental de lo que nos van a vender son sus valores paisajísticos y naturales, el derecho a vagar libremente por ellos y a disfrutar de un medioambiente salvaje y extraordinario, incluso en las propiedades privadas siempre que no estén cultivadas o valladas, ley tradicional que en Noruega denominan Allemannsretten, y conocida popularmente como la ley del libre albedrío, plasmada en 1957 en su ordenamiento jurídico como Ley de Ocio en Exteriores. El enorme turismo que tienen -especialmente Noruega- no es un turismo de museos, catedrales o monumentos históricos de hace un puñado de siglos, al estilo del centro y sur de Europa. Su turismo está fundamentalmente ligado a la naturaleza, e incluso muchos de sus atractivos culturales están indirectamente vinculados a ella, al ubicarse en entornos naturales alejados de las grandes urbes, como bien saben las hordas de turistas que visitan los hermosos pueblecitos de las Islas Lofoten y las clásicas iglesias de madera noruegas, la mayoría de ellas de los siglos XII y XIII, ...







... o los mucho menos numerosos visitantes de los clásicos molinos de viento o las piedras hincadas con alfabeto rúnico del siglo IV en adelante de la isla sueca de Öland, por poner algunos ejemplos.






Visto todo lo cual, desde el sur de Europa se ha normalizado pensar que en los países nórdicos el amor por la naturaleza está interiorizado en el alma de sus ciudadanos, de sus gobernantes y de sus políticas medioambientales. Y hete aquí que no es siempre así. 

No deja de ser una paradoja que un país -Noruega, en este caso- que se vende a sí mismo como profundamente unido a su maravillosa naturaleza y que muestra al mundo con orgullo los porcentajes de vehículos eléctricos vendidos, con la extraordinaria cifra de un 82,9% del total entre enero y julio de 2023 (lo que lo sitúa a años luz por delante de Islandia, con un 37,8%, Suecia con el 37,3%, Finlandia con 31,9% y Dinamarca con el 31,1%, que lo siguen en el ranking), sea a la vez un importante productor mundial de petróleo -en el puesto nº 11, con el 2% de la cuota de barriles mundiales-, extraído y comercializado precisamente para abastecer esa otra industria automovilística responsable de gran parte de las emisiones de CO2 al planeta y del calentamiento global y cambio climático. Difícil equilibrar ese doble rasero, lo que nos invita a no idealizar en exceso el autoproclamado amor por la naturaleza de esta u otras naciones, ni, por extensión, de sus sociedades, aun siendo comprensivos con el hecho de que alcanzar el necesario Estado del Bienestar para sus ciudadanos tiene un precio, que es, además de ambiental, también ético. Si un país pone en una balanza dinero y naturaleza, siempre se decantará por el primero.

Pero todos estos preliminares que has leído hasta ahora sirven solo para poner en contexto otra cuestión mucho más específica, e infinitamente decepcionante: las masacres que tan "civilizados" países y "amantes incondicionales" de su naturaleza realizan sobre una especie de la que aquí hemos hablado largo y tendido en muchas ocasiones, y de la que seguro seguiremos hablando en el futuro (por desgracia): el lobo (Canis lupus), animal venerado y odiado por igual y del que hemos tratado numerosas aristas del conflicto que mantiene con el hombre. Podríamos pensar que en estos países tan respetuosos con el medioambiente, tan conservacionistas, tan grandes geográficamente, con tan bajas densidades de población humana, con tan pocas cabezas de ganado, y con áreas forestales y montañosas tan extensas el lobo, el lince boreal, el glotón o el oso serían especies ampliamente distribuidas que vivirían felices y que comerían perdices (nivales, por supuesto). Pues no, señores, lamento desengañaros. El lobo en concreto es literalmente masacrado en estos países auto-etiquetados de "verdes"; y cuando utilizo este participio de pasado no es una licencia literaria, ni un modo de hablar, es preciso y textual: son masacrados sin piedad. Los países escandinavos son todo lo "verdes" que los votos permiten a sus gobiernos, y si ser conservacionista te quita votos en las urnas ... pues nada, les pegamos unos tiritos a los lobos y los exterminamos, y aquí paz y luego gloria, que luego yo ya, si eso, me encargo de hacer unas buenas campañas publicitarias de lo amantes que somos de la naturaleza y de lo conectados espiritualmente que estamos a ella.

Sabiendo las implicaciones que tiene eliminar especies predadoras apicales y en concreto conociendo las consecuencias que se derivan de la caza del lobo, veamos cómo se las gastan en estos países en su relación con el gran depredador del Holártico, lo que sin duda a más de uno le quitará las ganas de compararse con nuestros vecinos del lejano norte.


En Noruega, lo mismo que en España, el odio al lobo está profundamente imbricado en las instituciones, principalmente porque allí también resta votos. En el año 2011 contaban con la abrumadora cifra de 28 lobos en el país. Sí, habéis leído perfectamente, chicos: ¡¡¡28 lobos!!! en un país que supera ampliamente los 300.000 km2, con una población de solo cinco millones y medio de habitantes concentrados principalmente en el sur y las grandes ciudades, y con enormes extensiones de bosques y montañas donde prácticamente no hay ganado. Tres años después la cifra era prácticamente idéntica, solo 30 animales parecía haber en 2014, dejando patente que la caza furtiva estos años estaba impidiendo la evolución de su población. Pero aunque aquí generalmente no nos llegan noticias de estos países, a finales del año 2015 nos pudimos enterar que 11.571 noruegos aspiraban a matar a uno de los 16 lobos que las autoridades decidieron autorizar, de los 30 que seguían calculando tener aquel año en el país, así como otras 10.930 solicitudes para cazar 18 osos pardos, aunque apenas les quedaban un puñado de ellos, con unas cifras difíciles de conocer con exactitud, pero sabiendo que eran aproximadamente 127 osos en 2017. Pero es que al año siguiente, 2016, también pudimos leer la noticia de que se autorizaba la matanza del 70 % de los lobos que habían conseguido malvivir en su territorio cuando se estimó una población de ... ¡tachín, tachín! ... redoble de campanasssss ... solo ¡¡¡¡68 animales!!!! Sí, amigos, autorizaron matar a 47 de los 68 lobos censados.


Este escándalo sin parangón fue criticado por la prensa de todo el mundo, e incluso al otro lado del charco se hicieron eco de la hipocresía de un país que se define así mismo como valedor del medioambiente y la conservación al tiempo que planea alevosamente darle la puntilla a una especie que se encuentra en estado crítico en la Unidad de Cuidados Intensivos, caminando sobre la cuerda floja de la extinción.


Dos años más tarde, en 2018 el gobierno noruego fue denunciado ante un tribunal por WWF por el exterminio del 25% de los lobos que a duras penas aguantaban en el país, al ejecutar a 27 de los menos de cien que quedaban. ¿Se puede considerar verdaderamente amante de la naturaleza -como ellos se venden mentirosamente a sí mismos- un país que autoriza rematar a una especie en peligro crítico de extinción? Obviamente no lo es. Es más, ni siquiera lo sería sin esa medida brutal cuando previamente tenían designados territorios en los que esta especie sí podía vivir y otros en los que no, decidiendo dónde puede y dónde no puede desarrollarse la vida natural en completa libertad; esto no es, señores, amar la naturaleza, no es convivir con ella, es aprovechar de un modo utilitario sus recursos naturales y eliminar de un plumazo todo lo que en ella pueda suponer un conflicto, un contratiempo o una dificultad: lo que no me produce o no me vale, fuera, a freír espárragos. Tras extinguirse el cánido en Noruega en los años 70 su llegada desde Suecia no está siendo fácil, con graves problemas además de endogamia provocada por cuellos de botella en la poblaciones sueca y finlandesa -igualmente maltratadas y perseguidas- de cuyas poblaciones derivan los actuales ejemplares noruegos. Y que se puedan además cazar especies como linces u osos tampoco ayuda a considerarlo un país verde y conservacionista. En las tres últimas temporadas de caza entre 2020 y 2023 se mataron legalmente en el país 3 osos de las 21 licencias expedidas, 58 lobos de los 135 autorizados, 172 glotones de los 447 permitidos y 162 linces de las 208 licencias emitidas. Una salvajada; legal, sí, pero salvajada al fin y al cabo. Estaría muy bien que existieran estadísticas igual de exhaustivas con los números de carnívoros muertos furtivamente, porque las cifras del exterminio de los grandes carnívoros del país son, sin duda, abrumadoras.


En Suecia las noticias que nos llegan son aún peores. Desde 2010 el gobierno sueco está empeñado en reducir la ya exigua población de este cánido a pesar de que la geografía del país y la mínima presencia de ganado doméstico justificaría semejante decisión, ni siquiera desde un punto de vista de conflicto social. El 2 de enero del citado año comenzó la masacre anual, y en el primer día ya mataron 21 de los 27 lobos autorizados. La polémica estuvo servida ante las protestas de los sectores conservacionistas del país y de Europa, pero no sirvieron de nada. En 2011 se concedió autorización para matar otros 20 más, aunque tras un evidente y avisado procedimiento de infracción de la UE se paralizaron las matanzas en 2012 y 2013, aunque los lobos siguieron cayendo de forma furtiva, por supuesto. La posible multa de 11 millones de euros que podría imponer Europa al gobierno sueco no le impidió en 2014 retomar la persecución institucional con la muerte de otros 30 lobos. Durante ese año y el siguiente se sumaron entre Noruega y Suecia un total de 100 lobos más eliminados (o más probablemente 101, como los dálmatas), la mayoría tiroteados legalmente. Desde 2020 el gobierno sueco persigue la eliminación anual de un importante número de ejemplares, como si ya se tratara de una tradición. Así, en el año 2022 autorizaron la masacre de la mitad de la población de lobos (a la par que de un centenar de linces boreales), mientras que en 2023 aprobó la eliminación del 16% de los 460 lobos que estimaban habitaban en su territorio, 75 animales que supusieron un trágico golpe para la especie, pero solo un paso más para alcanzar el objetivo último de reducir su población a la mitad. Además, en el año pasado duplicaron los permisos para matar 201 linces, lo que representaba el 13,86 % de la población, estimada en 1.450 ejemplares en 2023 (unos 300 animales menos que los censados una año antes). 


Por su parte, en Finlandia la población de lobos ha tenido en las últimas décadas un ritmo claramente decreciente. Si en 2005 se estimaban unas cifras que rondaban los 250 animales en un país algo mayor que Noruega, tan solo seis años después su población se había reducido a unos 150 individuos, lo que resulta una cifra simplemente ridícula para un territorio tan enorme y tan despoblado. De nuevo la persecución legal y furtiva que se hace de la especie puede ser considerada sencillamente de salvaje (se me acaban los adjetivos). El Instituto Finlandés de la Fauna Salvaje autoriza un número arbitrario de permisos para que los cazadores deportivos practiquen tan insensible actividad, alegando, por ejemplo, conceder "... permiso a dos ciudadanos la posibilidad de cazar siete lobos en un corto período de tiempo, como medida de gestión y en evitación de daños por estos animales a los perros y la inquietud de la población local", como podemos leer en esta sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que da un tirón de orejas en 2019 al citado organismo finlandés por regatear unos años antes la prohibición de sacrificar ejemplares de la especie con excusas no motivadas científicamente. 

De esta forma, en 2015, por ejemplo, concedieron permisos para la masacre de 46 lobos grises de los 250 que se calcularon habitaban en su territorio, algunos de ellos compartidos con Rusia, para, según justificaban, evitar la caza furtiva de la especie. ¡Manda narices! hay que tenerlos muy gordos para justificar el exterminio de un tercio de la población de una especie en peligro de extinción como medida para luchar contra la muerte furtiva de dichos animales. Pero es que además, según el artículo, estas autorizaciones se dieron en áreas que no abarcan las grandes extensiones de cría de renos, en cuyo caso "... se entregan permisos especiales a los ganaderos por un período de 21 días para matar exclusivamente a los animales que hayan atacado a reses". Esto plantea dos cuestiones; la primera es cómo diablos sabe un ganadero, cuando le pega un tiro a un lobo, que fue ese precisamente el que le mató un reno la semana anterior; ¿alguien me lo puede explicar?, porque tan kafkiana justificación apesta a asqueroso subterfugio para el exterminio. Y la segunda es que este modo de actuación implica un descontrol absoluto sobre el número real de animales eliminados, que ya siempre será superior a esos 46, y a cuyo total -ya desconocido, puesto que no sabemos cuántos lobos matan los criadores de renos- habrá que añadir los ejecutados furtivamente, como se desprende en una pregunta parlamentaria llevada por escrito en el año 2009 al Parlamento Europeo (Pregunta Escrita E-3765/09), furtivismo que en Finlandia no está muy perseguido que digamos y que, cuando es sancionado, lo es con una sanción que simplemente da risa. 

Vamos, exactamente como aquí en España. Un disparate absoluto. En el año 2020 se estimó una población lobuna de unos 200 ejemplares solo, repartidos en 15 manadas en territorio íntegramente finés, más otras 7 que se adentraban del otro lado de la frontera rusa. En Finlandia además del lobo también se pueden tirotear osos y linces, lo que para las sociedades del centro y sur de Europa puede resultar simplemente repugnante. Respecto del oso en la temporada cinegética pasada (2023) se abatieron allí legalmente 76 plantígrados, de los 930 o 990 que se calcula merodean por el país, algunos con áreas de campeo que incluían territorio ruso, es decir entre el 8,17% y el 7,67% del total de la población (en 2020 se habían calculado unos 1.200 ejemplares, incluyendo los compartidos con Rusia).


Y en cuanto al lince boreal en 2013 fijaron un cupo de 589 linces abatibles, lo que representaba el 20% de la población. Para cualquier persona amante de la naturaleza, o sencillamente consciente y sensible con la necesidad de fomentar un cambio de modelo en la relación del hombre con el medio natural, resulta verdaderamente vomitiva esta política de muerte, máxime cuando de lo que se le acusa al lince es, en el peor de los casos, simplemente de alimentarse de sus presas naturales, sin más. Pero claro, sus pieles son muy cotizadas y sus cabezas decapitadas como trofeo en una pared también. No puedo por menos de hacerme de nuevo las mismas preguntas retóricas que me asaltan la cabeza cada vez que nos enteramos de sucesos tan descabellados, insensatos y horribles como estos, ¿es de verdad amante de la naturaleza un pueblo que irracionalmente masacra por diversión a sus depredadores a pesar de ser piezas fundamentales en el mantenimiento del equilibrio natural de los ecosistemas? ¿Es divertido de verdad tirotear un lince? ¿Es tan placentero arrebatarle la vida a otro ser vivo?, ¿de verdad?, porque obviamente necesario no lo es, ni lo será nunca, sino más bien ya todo lo contrario, resulta medieval y rancio bien entrados en el siglo XXI. Una abyecta vileza, arcaica y mezquina.

Pero vamos a terminar ya este repaso con Dinamarca, donde vemos que sucede algo parecido. Siendo un país densamente poblado y con un territorio mucho más pequeño, el regreso del lobo en 2012/2013 tras años de ausencia supuso también el regreso del furtivismo desenfrenado, reproduciéndose la misma persecución ilegal sobre la especie que se puede estimar en el resto de países del marco escandinavo, y convirtiéndose por ello en otro sumidero de lobos más. Al igual que en el resto de países de su entorno, buena parte de responsabilidad en estas masacres la tiene el sector cinegético, dado que la ganadería es muy escasa, siendo delictiva y furtiva una parte importante de esta infame persecución.

Resumiendo, junto con los criadores de reno en la Laponia del norte, los cazadores de estos países odian al cánido porque se alimentan de algo que consideran suyo: la fauna salvaje, ciervos rojos, alces y corzos principalmente. Es así de simple y subrealista. Una vez más el mundo de la caza se convierte en uno de los motores principales en la deriva de extinciones y problemas de biodiversidad que arrastramos en el planeta, además de representar una actividad coercitiva para el resto de usuarios del campo. 


Vamos, amigos, nada nuevo bajo el sol, no nos podemos extrañar de nada, pues seguimos hablando de lo mismo: el nauseabundo egoísmo de esta especie patética a la que pertenecemos. Aquí, en España sucede exactamente igual: aparte de los ganaderos porque el lobo les mata a veces terneros u ovejas (generalmente sin proteger adecuadamente), los guardas de las reservas regionales de caza y los cazadores en sus cotos odian y eliminan lobos porque comen ciervos, rebecos, cabras monteses o corzos. Pues allí igual. Y no penséis que al ser países que se venden como apasionados amantes de su naturaleza su relación con ella va a ser siempre tan idílica. Ni en broma. Ellos tienen los mismos odios que nosotros y los mismos egoísmos y defectos humanos que nosotros. Y el furtivismo es en Escandinavia un factor clave para comprender los minúsculos números poblacionales de esta especie. Así, en un estudio publicado en 2011 pero desarrollado entre 1999 y 2009, se estableció que "... la población de lobos escandinavos (Canis lupus) como ejemplo ilustrativo, mostramos que la caza furtiva representó aproximadamente la mitad de la mortalidad total y más de dos tercios de la caza furtiva total no fue detectada por los métodos convencionales, una fuente de mortalidad que denominamos "caza furtiva críptica". Nuestras simulaciones sugieren que sin la caza furtiva durante la última década, la población habría sido casi cuatro veces mayor en 2009". O lo que es lo mismo, la caza furtiva redujo la población de 990 a 263 lobos. Para entender toda esta absurda situación hay que saber de la fuerte presencia y poder mediático que tienen los cazadores en estos países nórdicos, formando un grupo de presión muy importante, a cuyos deseos y exigencias se pliegan muchas instituciones. En Noruega, por ejemplo, 537.375 personas estaban inscritas en el registro de cazadores la temporada 2022-2023, lo que supone el 9,79 % de la población, aunque de ellos pagaron la licencia anual 192.788, o lo que es lo mismo, el 3,51 % de los noruegos (más del doble que en nuestro país, que en 2021 era del 1,4 % de la población -681.023 licencias-). Durante la temporada 2009-10 sumaban en Suecia, en números redondos, 264.000 cazadores, lo que representaba en aquel momento un 2,83 % del total de habitantes, mientras que en Finlandia se alcanzaba el 5,53 % de la población en el año 2021, cuando 307.155 finlandeses pagaron la correspondiente licencia de caza. Como vemos, la actividad cinegética está muy arraigada en los pueblos nórdicos y, consiguientemente, el furtivismo es imposible de controlar realmente, primero por las propias características de su naturaleza, con vastas extensiones de bosques despoblados que son literalmente imposibles de vigilar, y segundo por una más que evidente falta de interés de las instituciones; ¿os suena esto de algo?: Caza, furtivismo y descontrol / ¿Ninguneamos el furtivismo?.

Vamos, que, en definitiva, el caso es dar rienda suelta al odio cultural al lobo, justificándolo porque come ciervos o alces que son considerados propiedad de los cazadores, o bien porque matan a sus perros cuando andan descontrolados por la taiga, o bien porque los renos que se apropió el pueblo sami hace siglos y que viven en completa libertad todo el año en descomunales extensiones de la Laponia son alimento del cánido, incluso porque algunos temen ataques al ser humano. ¿Y creíamos que eran gente a emular estos nórdicos?, pues no, hay odios viscerales que bloquean las neuronas de la gente en todas partes, y allí no iban a ser menos.

Escandinavia, ¿paraíso natural? ¡ja!, que no me cuenten milongas. Escandinavia, vergüenza natural, eso sí que sí.

1 de febrero de 2024

La silueta

En mi última entrada de enero hacía un recordatorio de lo que ganarían en calidad las fotos de aquel atardecer maravilloso si una figura animal se hubiera recortado en el horizonte encendido. La fortuna no quiso complacerme entonces, pero me compensó tiempo después, con otras luces y, esta vez sí, con la silueta de una cierva (Cervus elaphus) perfilada en el horizonte. Apenas asomó unos segundos en aquel punto de la ladera, emergió de la nada, dio unos bocados a las herbáceas que habría por el suelo y desapareció en el negro de la ladera. Me permitió componer rápidamente un encuadre y disparar. Y ya está, se acabó. Al menos el azar se puso de mi lado esta vez por unos instantes fugaces y, levantando la cabeza, me permitió siluetearla con una pose bonita, distinta a la habitual mientras pastan, con la cabeza agachada. Sus grandes orejotas, su hocico, su cuerpo esbelto y sus cuatro patas se recortan contra un cielo "panza-burro" (blanco zaino que me decía otro fotógrafo de fauna) que, medio a contraluz, contrasta lo suficiente para sacarle algo de partido en blanco y negro. Un ciervito macho a su lado con una cuerna guapa hubiera estado muy bien, o uno de esos cielos incendiados.

No pudo ser, pero no pasa nada, esta me satisfizo igualmente y con eso me quedo, pues estar allí viendo esta escena ya constituyó suficiente premio para mí. Al fin y al cabo, la vida natural está repleta de instantes así, y yo tuve la fortuna de formar parte de uno de ellos. ¿Se puede pedir algo más? Sinceramente, yo creo que no. 



25 de enero de 2024

Atardeciendo

19:02 - 10/enero/2024
Son exactamente las siete de la tarde y dos minutos, y comienza el final de la jornada para nosotros, el principio del fin de un día más, que ha sido largo y, como siempre, entretenido. Pero no solo para nosotros, para otros muchos bichos también se acerca la conclusión de este impasse diurno. Por el contrario, en estos mismos momentos habrá quienes se estén desperezando para iniciar su jornada nocturna.

Abandono por unos minutos la búsqueda de fauna y el mismo 500 mm con el que espero fotografiarla me permite centrarme en la parte del paisaje que más interés tiene, en el más sugestivo. Me abstraigo de todo lo demás, que ahora mismo me sobra. Una nube lenticular asoma bajo un oscurísimo nubarrón, desplazándose de derecha a izquierda y componiendo para mí esta fotografía. Sin apenas edición, la foto está prácticamente tal cual la captó el sensor. Maravilloso atardecer, sin duda. Promete.


19:05 - 10/enero/2024
Desaparecen las esbeltas nubes lenticulares del cielo y ahora comienzan a arrebujarse nubes llenas de flecos, vaporosas e inquietas, apenas tres minutos más tarde. Como si de una respiración se tratara, el atardecer se relaja en una suave y prolongada expiración antes de coger de nuevo fuerza y llenar los pulmones hasta el último resquicio. Pareciera estar cogiendo aire para la traca final del espectáculo que nos regalará este día.


19:14 - 10/enero/2024
Espectáculo que muta por momentos y que va cambiando ostensiblemente hasta no parecer la misma tarde que la que nos mostraba la primera instantánea, habiendo transcurrido tan solo un intervalo de doce minutos desde entonces. Tras abandonar por unos momentos el espionaje con los prismáticos de la fauna del lugar en busca de tímidos cuadrúpedos, continúo centrado en los paisajes más lejanos a nosotros, dramatizándolos gracias a la larga focal utilizada. El final del día se va volviendo más y más seductor por momentos. Barro con la lente el horizonte, despacio, de un lado a otro, y en el regreso me detengo en el mismo grupo de encinas de la primera fotografía y en la misma alambrada que cercena el trasiego de los mamíferos de mayor porte. Compongo con ellas una vez más, y aprovecho la suave -y para mí, atractiva- pendiente de la ladera que concede algo de dinamismo a la composición.



19:21 - 10/enero/2024
Se suman otros ocho minutos más desde la imagen previa. Seguimos en el mismo lugar observando cómo el crepúsculo va cobrando más y más fuerza e intensidad. Sin llevar otras lentes (un chapuzas, vamos, ¡a quién se le ocurre!), no puedo buscar un encuadre más abierto que el que me proporciona este teleobjetivo, y me tengo que adaptar a su reducido ángulo de visión; con él busco detalles entre las nubes. Finalmente me ha podido la intensidad del color y el contraste con las nubes oscuras y el cielo pálido. Parece mentira que minuto a minuto la tarde se transforme de esta forma tan radical.

19:24 - 10/enero/2024
Pues tan solo otros tres minutos después, y girando ligeramente la dirección de la cámara, me encuentro con esta brutal exhibición que al sensor le cuesta plasmar sin atascarse con el color. El contraste con las áreas oscuras de las nubes es demasiado grande y lo aprovecho haciendo diversas versiones del mismo grupo de nubes. Es literalmente imposible que la plasticidad de este cielo no nos tenga abstraídos en tanto dure este ocaso in crescendo, aunque instintivamente mi cerebro de fotógrafo echa de menos una silueta en el horizonte mucho más sugerente: árboles grandes y separados, una ermita, un picacho, la silueta de una ciervo, un algo que tuviera un cierto poder de atracción; un centro de atención que compensara el peso de ese cielo incendiado. Aún así ... ¿cómo no estar ocupado con semejante lienzo delante?


19:25 - 10/enero/2024
Simplemente un minuto más tarde de la estampa anterior, el sensor guarda para siempre esta otra escena, tan diferente como bella. Basta con desplazar ligeramente un poco la dirección de la toma para cambiar radicalmente de sensaciones, y si la anterior me provocaba un sentimiento de desazón y tragedia, de drama y hostilidad, de una naturaleza dura y áspera, la siguiente, por el contrario, me evoca serenidad y calma, la calma que inexorablemente siempre sigue después de la tempestad. Ahora sí que sí, la silueta de un mamífero en ese hueco en el horizonte hubiera sido la guinda de un pastel que se iba acabando ya. 



19:30 - 10/enero/2024
El ocaso toca a su fin y la toma que sigue servirá para dar cerrojazo a aquel atardecer que nos proporcionó el regalo de una tarde memorable. Las fotografías siempre serán, como siempre, lo de menos, aunque nos sirvan después para rememorar las sensaciones vividas y los sentimientos provocados. Esas emociones que solo la sensibilidad humana nos puede ayudar a percibir en nuestro interior, aunque sean fruto de la belleza de ese maravilloso mundo que nos rodea. ¡Cuán alejado está el ser humano de esa naturaleza de la que, sin embargo, formamos parte! Naturaleza prostituida por el utilitarismo que hacemos de ella, naturaleza degradada por el egoísmo de algunos y, por supuesto, naturaleza olvidada por la insensibilidad de muchos. Así, esa misma valla cinegética que aparece en estas fotos nos baja a la cruda realidad del día a día. Una valla de muerte en medio de esta belleza superior. Una valla mimetizada ya en nuestro subconsciente, como si formara realmente parte de esa naturaleza tan hermosa. Una alambrada cinegética fea y horrible por lo que provoca, formando parte de nuestros campos, como lo forman los árboles y las rocas. Una alambrada sencillamente asquerosa bajo el atardecer más hermoso que se pueda desear.

La cara y la cruz de nuestro mundo actual, bajo un magnífico atardecer.


19 de enero de 2024

Taiga


Si siempre ha habido para mí un lugar en el planeta mitificado desde crío, ese lo constituyeron las infinitas extensiones de bosque boreal de Alaska y del Yukón canadiense. La mítica "última frontera" era en mi mentalidad de niño un lugar de aventuras y emociones, de tramperos y buscadores de oro, de gente solitaria que vivía en los bosques sin ver a nadie durante meses. Un lugar de gente dura y hecha a sí misma. Años más tarde, en la adolescencia, veía una y otra vez las fotos y releía hasta desgastar las letras del fascículo nº 3 de la colección de Félix Rodríguez de la Fuente "La aventura de la vida, crónicas de viajes" en el que convivía durante unas jornadas con el trampero suizo Jürguen Jöffer y su mujer Jane en una concesión de caza en los territorios del Yukón, tras abandonar las comodidades de su país en la civilizada Europa y acudir a la llamada de los bosques.



Así que recorrer las infinitas extensiones de coníferas de la taiga escandinava ha sido un poco como acercarme a cumplir aquel sueño imposible de mi infancia, como aproximarme tímidamente a hacer realidad aquella quimera adolescente. Este puñado de fotos bien puede sintetizar el paisaje de esa taiga boreal infinita, eterna y mítica, anhelada desde niño. El sueño de una vida vagando por los territorios inexplorados del Gran Norte imposible ya de ser vivida, la utopía de formar parte de aquel pedazo de historia, en la verdadera y legendaria última frontera.



Poniendo los pies en el suelo habría que decir que la taiga, palabra rusa de origen yakuto, ocupa una franja verde ininterrumpida en la región subártica del hemisferio norte, conformando un cinturón forestal de dimensiones simplemente descomunales, hasta el punto de ser la masa forestal más grande del planeta rozando los 17 millones de kilómetros cuadrados. Este biotopo limita al norte con la tundra ártica y con los bosques templados de frondosas al sur. El estrato arbóreo está compuesto fundamentalmente por coníferas de hoja perenne de los géneros Piceas (píceas), Abies (abetos) y Pinus (pinos) y de hoja caduca del género Larix (alerces), aunque en latitudes meridionales se vuelve común la mezcolanza con algunas especies de frondosas intercaladas, como las de los géneros Betula (abedules), Alnus (alisos), Salix (sauces) o Populus (álamos).

Si nos circunscribiéramos a la comunidad vegetal de la taiga específicamente escandinava, diríamos que está dominada mayoritariamente por pícea común (Picea abies) en terrenos más húmedos, acompañadas de arándanos rojo (Vaccinium vitihs-idaea) y silvestre (Vaccinum myrtillus), acederas (Oxalis acetosella), además de numerosas herbáceas y una apreciable diversidad de musgos del género Polytrichum. En suelos más secos predomina el sempiterno pino silvestre (Pinus sylvrestis) acompañado de brezos del género Calluna, algunas orquídeas (Goodyera repens), líquenes del género Cladonia, u hongos del género Cetraria. Además, en regiones cuya destrucción del bosque ha sido importante se observa una primera fase de regeneración mediante árboles de hoja ancha, como abedules (Betula sp.), alisos (Alnus sp.) o álamos (Populus sp.).



El clima que impera en estas remotas regiones del planeta es subártico, con temperaturas medias anuales de entre -5ºC y 5ºC, siendo incluso más frías que las que encontraremos en la propia tundra a pesar de ser un ecosistema más meridional. Esto es debido a la continentalidad de las regiones ocupadas por estos mares de coníferas, con temperaturas verdaderamente bajas en invierno, que alcanzan fácilmente en las regiones más frías de Siberia entre -40ºC y -50ºC. La temperatura bajo cero más extrema jamás registrada fuera de los polos ha sido de -71'2ºC, y se midió en el pueblo de Oymyakón, en la región de Yakutia, incluida en la Siberia oriental rusa. Respecto a las precipitaciones, estas no son excesivamente elevadas, y gran parte de ellas lo son en forma de lluvia durante los meses estivales. Con inviernos así de duros se hace patente que bastantes meses al año el suelo aparece cubierto de nieve y las masas de agua congeladas. Estas condiciones ambientales son las que justifican las características del estrato arbóreo existente: inviernos extremadamente fríos, períodos vegetativos relativamente cortos y muchas horas de luz durante bastantes meses al año hacen que las hojas en forma de agujas sean más ventajosas de cara a combatir las temperaturas extremas y la evaporación, al tiempo que estas acículas al ser perennes aprovechan la función fotosintética al máximo posible. Además, que las coníferas tengan sus troncos verticales y rectos y sus ramas cortas es una adaptación añadida que busca evitar el exceso de nieve, y por lo tanto de peso, que los pueda dañar. El sistema radicular del arbolado es extenso y poco profundo, puesto que a poca distancia de la superficie el suelo está ya congelado -en lo que conocemos como permafrost- en grandes extensiones del bosque boreal; suelo que ya de por sí es bastante pobre, entre otras razones porque el frío clima ártico entorpece el proceso de descomposición de la materia muerta y ralentiza el reciclaje de sus nutrientes, algo que debemos tener siempre presente. A su vez este mismo terreno, helado durante todo o gran parte del año, es el responsable de que el agua pluvial o del deshielo no se filtre, dando lugar a las numerosas turberas y áreas pantanosas que salpican este ecosistema. 



Pero los bosques boreales son mucho más que la descripción escueta y meramente física de este ecosistema, y entroncan con un sentimiento profundo dentro de nosotros, hurgando en ese alma primitiva que aún se esconde en un rinconcito de nuestros corazones y que, cuando aflora de nuestro interior, nos recuerda nuestra ancestral vulnerabilidad en la inmensidad del bosque, oscuro y misterioso; vulnerabilidad primigenia, atávica, reminiscencia de una época en la que nosotros, además de cazadores, también éramos presa. El bosque prístino nos proporcionaba abrigo y sustento al ser humano, pero también ocultaba amenazadas. Muchos milenios después el hombre regresa a esos mismos paisajes forestales para reencontrarse con la esencia de nuestros ancestros. Obedece a la llamada de los bosques. 

Persiguiendo rescatar la herencia de ese sentimiento ancestral nosotros nos adentramos en el silencio sepulcral del Skuleskogens, un pequeño parque nacional a orillas del Báltico. Este espacio natural curiosamente crece en altura poco a poco -o rápidamente, según se mire, a razón de unos 8 mm anuales- debido al efecto rebote que provocó la desaparición de las masas de hielo que aplastaban literalmente una gran porción de la región báltica hace unos pocos milenios. Liberada la región del peso del hielo el suelo comenzó a elevarse modificando la fisonomía de la costa, haciendo desaparecer islas que se unieron a tierra firme y que hoy son las cumbres del parque, emergiendo otras o cambiando la silueta de la propia costa, dibujando lagunas costeras donde antes había ensenadas.



A finales del siglo XIX se abandonó en la zona la explotación maderera facilitando que el bosque que hoy en día observamos haya recuperado sus procesos naturales y en cierta medida su riqueza originaria. Este bosque de Skule, situado en una región relativamente meridional y húmeda dentro del cinturón forestal holártico y con un clima más benigno, mantiene una comunidad vegetal mucho más profusa y densa respecto de lo que veríamos en una taiga más norteña, aquella que limita directamente con la tundra ártica, más seca y fría, y en donde los árboles se dispersarían dejando espacio a grandes áreas abiertas.

Con todo, la taiga es un ecosistema relativamente pobre en diversidad de especies -botánicas y faunísticas-, dados los ya mencionados condicionantes ambientales que dificultan su diversificación: clima extremo y pobreza del suelo, principalmente. Pero aún así, la vida animal se abre camino en estas monótonas y homogéneas extensiones forestales, y Skulenskogens no iba a ser menos. Tras más de un siglo de recuperación tras el abandono de la actividad maderera, buena parte de la comunidad faunística original ha regresado al ahora parque nacional del bosque de Skulen, y entre sus inquilinos podemos destacar al lince boreal y al oso pardo, además de alces, castores eurasiáticos, martas, tejones, zorros rojos, etc. No están todos los que deberían, es cierto, y aún echamos de menos piezas clave del puzzle como el lobo o el glotón, sobrando además algún otro, como el visón americano, pero debemos aceptar que la globalización ha venido para transformar no solo nuestra vida, sino también los biomas de todo el planeta.




Entrar en estos bosques es como entrar en un templo. El silencio domina un ambiente enigmático, secreto, solo roto por el sonido de nuestros propios pasos. La atmósfera se ha vuelto simplemente mágica y misteriosa, y caminar por su interior se ha vuelto una experiencia seductora que difícilmente olvidaremos. Pisar los mismos senderos por los que trasiegan osos o linces boreales en medio de ese mutismo opresor, casi religioso, te deja una huella dentro que desearás repetir. Nos atrapa el embrujo de la taiga.

Avanzamos despacio, absorbiendo con nuestros cinco sentidos todo lo que nos rodea, intentando no perder detalle ni de lo grande, ni de lo minúsculo. Estamos solos. La suave neviza caída durante la noche acaba desapareciendo, pero deja todo húmedo y saturado. Buscamos huellas, indicios de la presencia de esa fauna tan especial que nos sobrevive en estos bosques fríos, pero solo algunos pícidos se nos muestran con algo de descaro. Descendemos hasta la costa, la misma costa que asciende esos 8 mm al año. Las manchas blancas de un par de cisnes flotan sobre la superficie del mar, a lo lejos, enmarcados por los abedulares cercanos al litoral. Trasteamos por la arena gruesa de la playa buscando huellas de esos seres esquivos. Pero tenemos que regresar al interior, el bosque nos engancha.






Arandaneras, multitud de plantas de escaso porte, además de numerosos musgos -algunos de gran tamaño- y líquenes variados tapizan el suelo, junto a algunos serbales de cazadores y muchos helechos que prosperan aquí o allá. El viento arroja las hojas amarillas de los abedules entre las coníferas y, junto con la madera muerta de los árboles que yacen por todas partes, alimentan el pobre suelo de la taiga. El día, nublado, ayuda a observar con detalle cada rincón del bosque. No hay contrastes molestos.

Estamos en realidad pisando un libro abierto, donde algunos procesos naturales se muestran ante nuestros ojos abiertamente, mientras la mayoría pasarán definitivamente desapercibidos. Equilibrio natural, sí, en estado puro, pero no estático. Equilibrio solo a escala humana. Evolución continua. Todo cambia. Pura ecología. 





La taiga, ese entorno homogéneo, monótono y, para más de uno, aburrido desde la carretera, hay que conocerlo desde dentro. Entonces se transforma. El segundo bioma terrestre más grande del mundo después de los desiertos, se vuelve un lugar especialmente hermoso, atractivo e increíblemente interesante, además de provocar en nosotros sentimientos que creíamos olvidados. Hermoso porque la naturaleza primigenia lo es. Atractivo porque nos atrapa y seduce dicha belleza. Interesante porque sus procesos naturales, más allá de la monotonía de esta extensión infinita de coníferas, son extraordinarios para adaptarse a las duras condiciones abióticas de las regiones subárticas. Y respecto de los sentimientos que provoca solo puedo decir que en ello influye la sensibilidad de cada cual y sus sueños particulares, pero muchos aún sentimos esa llamada de los bosques.



La taiga, el bosque inabarcable que se tiñe de auroras boreales en las eternas noches invernales del Gran Norte, nos retrotrae a nuestros ancestros cazadores y recolectores, o nos transporta a la edad dorada de las exploraciones en la última frontera. 

Solo pronunciar su nombre algo se tensa dentro de nosotros: La Taiga.



7 de enero de 2024

Solo son fotones

Y no me refiero a las fotos. Vayamos al meollo.


Las auroras boreales se forman cuando los vientos solares lanzan partículas cargadas de energía y entran en contacto con los gases que componen nuestra atmósfera, formada casi exclusivamente por nitrógeno (78%) y oxígeno (21%). Estas partículas excitan los átomos de nitrógeno u oxígeno con los que chocan, lo que a su vez hace que los electrones de estos dos gases terrestres suban un nivel de energía repentinamente, lo que es conocido por los expertos como "salto cuántico". El caso es que cuando dichos electrones regresan a su estado normal liberan energía en forma de esos fotones que, en función de la longitud de onda que tengan, nosotros acabaremos interpretando como unos colores u otros.


El color verde -y también el menos habitual amarillo- se observa cuando las partículas solares ionizan las moléculas de oxígeno, gas que, a pesar de no ser el más abundante en la atmósfera terrestre, sí es el más excitable en el encuentro con los vientos solares. Lo normal es que este choque tenga lugar a un centenar de kilómetros de altura, y que la longitud de onda provocada nos ofrezca el clásico color verde, aunque ocasionalmente se pueden producir interacciones mucho más energéticas que emiten longitudes de onda que nosotros veremos como luces rojas cuando el contacto con el oxígeno se produce a más de trescientos kilómetros del suelo.


Aunque sea menos habitual, cuando los vientos solares entran en contacto con el nitrógeno la longitud de onda corresponde a los colores azulados y/o púrpuras en las partes bajas de las auroras, por debajo de los verdes habituales. Nosotros no llegamos a verlas.

Sin embargo, siento mucho decir que estos colores no se ven tal y como se muestras en las fotografías. Esos verdes intensos serán en realidad tonos mucho más simples, suaves y delicados, y a veces incluso ni eso, pues a menudo veremos a las auroras como meras cortinas lechosas, lo que supone algo extremadamente diferente a estos colores intensos que solemos ver siempre, casi "radioactivos". ¿Por qué sucede esto? Pues sencillamente porque para impresionar en nuestros sensores estas escenas en medio de la oscuridad de la noche tendremos que utilizar tiempos de exposición largos, generalmente de 10 a 30 segundos, con un ISO alto y la apertura más luminosa del objetivo que tengamos, y no es lo mismo ver un tenue verde en el instante en el que lo estamos mirando, en vivo y en tiempo real, que ver en la pantalla la suma de 20 segundos de exposición.


¿De qué depende la intensidad de los colores de la aurora?, pues básicamente de la intensidad energética de esos vientos solares, así como de la aceleración de sus partículas cuando entran en contacto con el campo magnético de nuestro planeta. No son, pues, siempre igual de intensas o suaves, al igual que no siempre son igual de móviles.


Y cuando hablamos de sus colores tampoco debemos olvidarnos que en realidad no existen como tales, sino que son la interpretación que hacen nuestros cerebros de las referidas longitudes de onda rebotadas por las superficies de los objetos. Esto nos lleva a un hecho incuestionable: no todos los cerebros interpretan exactamente igual dichas longitudes de onda rebotadas, por lo que puede suceder -y de hecho sucede, sin duda- que ante una misma aurora boreal, haya quien vea los colores más intensos y quien los vea más suaves y tenues.


Algo que no mucha gente conoce es que las auroras boreales, además de las anheladas luces del norte, también emiten sonidos. Estos, sin embargo, no son audibles por nosotros dado que se producen a muchos kilómetros de altura sobre nuestras cabezas, siendo similares al chasquido que producen los cambios de temperatura en el hielo, o al chisporroteo de la electricidad estática que provoca una tormenta. De la misma manera, tampoco mucha gente sabe que este fenómeno se produce igualmente en otros cuatro planetas de nuestro sistema solar, en concreto en Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.


Las auroras boreales (o australes, en su caso) son un fenómeno que, como todos sabemos, generalmente solo se pueden observar en regiones muy concretas del planeta, por lo que la mayor parte de los seres humanos, o no estamos acostumbrados a verlas, o directamente no las hemos visto jamás. Muchos -la inmensa mayoría- no las verán nunca. Los mejores lugares para verlas no son exactamente los polos, como muchas veces se tiende a pensar erróneamente, sino las proximidades de los círculos polares. Esto es debido a que el óvalo auroral es realmente un anillo de descomunales dimensiones que se forma en el embudo que el campo magnético de la tierra genera alrededor de los polos. En nuestro hemisferio norte las regiones más adecuadas se sitúan entre los 60º N y 70º N. Por eso todas aquellas personas que no tienen la fortuna de vivir en esas áreas del planeta tendrán que viajar lejos si quieren tener la posibilidad de disfrutar de su espectáculo, a menudo arriesgándose a tener los cielos nublados en viajes que muchos deben contratar con bastante tiempo de antelación, o a tener la mala fortuna de hacerlo en momentos con poca actividad solar. Por ello la mejor manera de asegurarse que sí o sí las vas a disfrutar es viajar a esos lugares adecuados por un tiempo prolongado. Y eso es lo que nosotros hicimos. 


¿Y cómo es el día a día de un furgonetero cazauroras?

Pues lo primero que se necesita es descargarse en el móvil diversas APPs: al menos una que te indique un pronóstico meteorológico fiable del lugar al que viajes, y otra más -la verdaderamente fundamental- que prediga la aparición o no de las auroras, así como diversas informaciones importantes sobre el inminente evento de esa noche, como el famoso Índice KP, la región del planeta en la que se está observando en tiempo real, etc. Nosotros nos descargamos un par de ellas, pero básicamente utilizábamos la versión gratuita de la aplicación llamada "Aurora". Estas predicciones son posibles debido a que se monitoriza diariamente la actividad en la superficie del sol y, teniendo en cuenta que los vientos solares tardan en llegar a nuestro campo magnético unas 18 horas después de producirse las eyecciones y explosiones solares, es fácil calcular con antelación suficiente la intensidad de las auroras boreales que se pueden formar.


Sobre el terreno, y antes incluso de saber si esa noche tendrás suerte o no con los cielos, el primer paso necesario es buscar una localización nueva para que el disfrute sea total y, a ser posible, las fotografías resultantes sean distintas a las de la noche anterior. Así que, tras desayunar y ordenar la furgona, pillamos carretera y hacemos algunos kilómetros (no necesariamente muchos) hasta encontrar una buena ubicación que mire al norte, lo que resulta bastante importante, pues se forman más en esa dirección. Dicha ubicación debe estar libre, a ser posible, de luces y de otros vestigios artificiales (antenas, tendidos eléctricos, carreteras, pueblos, etc.), que ofrezca más de una posibilidad de encuadres (unas montañas escarpadas a un lado, otras diferentes a otro, una lámina de agua delante que te ofrezca reflejos, árboles, ...) y que sea perfecto para dormir tras la sesión nocturna, ya que puede acabar muy de madrugada. Si el lugar localizado está muy cerca del usado la noche previa, que puede pasar, puedes hace dos cosas: o te apalancas allí todo el día, o regresas al atardecer, pero una buena localización es fundamental, así que esa será la tarea más importante del día. Una vez hechos los deberes de clase solo queda esperar, cruzar los dedos, que el cielo esté despejado o no muy nublado, y esperar sin despistarse, que a nosotros la primera noche a las 18:30 ya estaba moviéndose por encima de nuestras cabezas.


Si la amiga aurora tarda en hacer acto de presencia pero el pronóstico de las APPs es bueno, no nos quedará más remedio que salir cada poco de la furgoneta -nosotros lo hacíamos cada 15 minutos- para cotillear el firmamento por un momento, antes de regresar al calorcito del su interior. En función del estado del cielo y de lo que nos avancen las APPs, esperaremos hasta la hora que sea necesario -algunas noches hasta bien entrada la madrugada- o nos recogeremos al calorcito del edredón de pluma, que en estas latitudes es donde mejor se está por las noches cuando el termómetro baja en picado, como ya vimos en la entrada anterior de este blog. 

No seáis descorteses y esperarla, aunque como buena dama se haga un poquito de rogar, la señorita aurora seguro que se presentará.


Como cortinas de colores mecidas por la brisa tras una ventana entornada, las luces del norte se mueven suavemente sin parar, simulando volutas de humo que ascienden desde una taza de café caliente frente a un fondo oscuro que las delata. Cuando han pasado los segundos de exposición de la foto y se cierra el obturador estoy junto al trípode y aprieto de nuevo el disparador, y si la danza continúa repito la maniobra varias veces. Posteriormente, al ver las fotos seguidas en la pantalla de la cámara, podremos ver su movimiento y el continuo cambio de formas.

Bailan las auroras. Se balancean como en un columpio de movimientos suaves. Se estiran, serpentean en el cielo negro abarrotado de estrellas. Se curvan, hacen tirabuzones y flirtean con nosotros, sabedoras de nuestro embelesamiento.


¿Se puede realmente acostumbrar uno a esta belleza por exceso de exposición a ella, y normalizarla hasta acabar dejándola de admirar? Me resulta difícil imaginarlo. Como si sufriera el síndrome de Stendhal me emociono hasta lo inimaginable ante este fenómeno luminiscente, mágico y fascinante, que me vincula, más si cabe, a la madre tierra que piso. 


Cortinas de colores sobre nuestras cabezas. Volutas verdes que serpentean delicadas bajo las estrellas.

La probable realidad es que las luces que pueden ser oídas, como las conocen el pueblo sami, sus "guovssahas", puedan ser en realidad las chispas que la cola de un mágico zorro ártico produce al cruzar veloz las tundras árticas, por lo que también las denominan fuego de zorro. O puede que las que estén en posesión de la verdad sean esas otras leyendas nórdicas que aseguran que se trata de las brillantes luces que reflejan las armaduras de las famosas valkirias, aquellas divinidades menores vikingas que decidían qué hombres sobrevivirían o perderían la vida en la batalla.

Sean unas leyendas u otras las que más nos gusten, siempre serán más románticas que los electrones negativos, los protones de carga eléctrica positiva y los propios fotones. Y a mí, ¡qué queréis que os diga!, esas luces se me parecen mucho más al brillo que pueda reflejar la armadura de una semidiosa vikinga, o a las que pueda provocar la cola de un zorro al correr veloz por aquellas desoladas regiones, que a los razonamientos físicos que nos hablen de moléculas, energías eléctricas y campos magnéticos. 

¿Y vosotros, qué opináis? ¿creéis que solo son fotones?