Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

16 de agosto de 2014

Chimiachas, el abrigo

Dejo por un rato los quehaceres del clan y me alejo, solo, del campamento junto al arroyo. En mi bolsa confeccionada con piel de corzo llevo conmigo tintura roja obtenida tras triturar y moler ciertas piedras oxidadas y mezclar el polvo resultante con grasa animal. También llevo unos ramilletes de pelo de jabalí, de distintos grosores, e incluso de distintas durezas. Un poco de agua en una cantimplora hecha con el estómago de un zorro, y un recipiente de madera de enebro, duro y resistente, difícil de tallar, pero duradero. Subo por la ladera, sofocado por el sol y rodeado de chicharras que no paran de agobiarme con su canto insistente, hasta encaramarme por fin al gran abrigo rocoso que me pone a salvo del bochornoso calor y las tormentas. En mi cabeza sé qué voy a pintar hoy, y sé por qué lo voy a hacer. Hoy será un gran ciervo, de fuerte musculatura y gran cornamenta. Miles de años después otros hombres descubrirán mi obra y elucubrarán mis motivos para realizarla. Pero nunca lo sabrán. Será mi secreto. A media tarde busco el punto exacto donde quedará grabada para siempre mi pintura. Observo la porción de piedra largo rato, frente a frente, antes de ponerme manos a la obra. Cierro los ojos y mi cabeza imagina el resultado, lo interioriza, y lo visualiza sobre la rugosidad escogida. Mucho rato después tomo una bocanada amplia y profunda de aire, inspiro el intenso olor de las plantas aromáticas del lugar que el calor exterior intensifica, y tomo por fin el pincel. Pinto mi ciervo de Chimiachas.


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