Nos acomodamos Pablo y yo en un rincón enfrente, soportando el calor de esta sofocante tarde de junio. Cubiertos sólo por las redes de camuflaje (para no delatar la ubicación de la madriguera con voluminosos hides, imposibles de recoger con premura si fuera necesario) y ocultos tras el vallado de piedras que cerca a las reses bravas, con las cantimploras entre las patas del trípode, nos disponemos a retratar a estos pequeños adolescentes curiosos. Como en días anteriores, a las cinco de la tarde ya están fuera de la madriguera dos de los cachorros, menos prudentes que su tercer hermano. Es más, después de las pocas observaciones realizadas, tenemos la sensación de poder diferenciar el carácter de los tres zorreznos.
Uno de ellos siempre es el que sale primero tras algún susto. Se tumba tranquilo en la puerta del cubil y se solaza al sol, mordisqueándose las pulgas y cerrando los ojos somnoliento. Solo un tiempo después un segundo hermano asoma su hocico por la boca de la hura y emerge para hacerle compañía. Juegan, se tumban uno junto al otro, o quizás directamente encima el uno del otro, formando una amalgama de patas y orejas. Sin embargo, el tercer cachorro solo aparece muy de cuando en cuando, no permitiéndonos hacer muchas fotografías del grupo al completo. Sus pelajes nuevos y lustrosos, sus caras con trazos aún de la infancia que se les acaba y sus juegos nos alegran la tarde. ¡Qué felicidad! ¡Qué ingenuidad!
Dentro de menos tiempo del que desearían -y del que nosotros desearíamos- se verán forzados a enfrentarse a la dureza de la supervivencia en un entorno especialmente cruel para con su especie. La esperanza de vida de la misma en algunos territorios españoles y según algunos estudios realizados, ronda los dos años. Y como si los hechos quisieran así demostrarlo, en el entorno en el que más me moví yo personalmente durante el año 2013, a lo largo de los meses posteriores al verano encontré dos ejemplares muertos, ya muy resecos por el paso del tiempo pero cuyas dentaduras impolutas hacían adivinar que bien pudiera tratarse de dos de los ejemplares inmaduros nacidos aquella primavera al abrigo de una encina y a no mucha distancia de ambos hallazgos, grupo familiar que yo había tenido la fortuna de observar batiendo los campos todos juntos, como si de una manada de lobos se tratara.
Ahora veo a estos tres mozalbetes jugar juntos, atentos en ocasiones a los clicks de mi cámara y siguiendo a lo suyo, y me invade un sentimiento agridulce, pues a la felicidad que supone poder ser testigo de su comportamiento sin interrumpir su tranquilidad, se contrapone el pesar de imaginar el futuro que les puede deparar el destino, más pronto que tarde.
Espero no ver en las próximas semanas y meses por estos encinares del sur de la provincia los restos de algún zorro, y así tener la esperanza de que mis nuevos tres amigos habrán sabido sobrevivir a su primer año de vida.