Un centenar de buitres leonados dan cuenta de los despojos peleándose como macarras de barrio en la puerta de un garito. Los vemos y los observamos con el asombro que siempre provocan sus tumultuosos ágapes, llenos de bullicio, amenazas, peleas, picotazos, aleteos y saltos. No sabemos a dónde mirar; en frente nuestro se simultanean broncas en abanico. Pero entre todos ellos hasta seis buitres negros hacen acto de presencia. Son diferentes, sin dejar ningún lugar a la duda. Observan parados la gresca, parecen meditar la situación, deciden cuál va a ser su próximo objetivo y solo entonces avanzan con un movimiento ritualizado que aparta a los leonados a un lado. Su presencia se hace notar. Tras las primeras cortas ráfagas de mi cámara persiguiéndolos entre medias del maremagnum, observo que uno de ellos está marcado en una pata. Me vuelvo loco intentando fotografiar la anilla de PVC que porta en su tarso derecho, acompañando a la metálica que adorna el izquierdo, pero la hierba alta y seca del lugar me lo pone verdaderamente difícil. Solo disparando cuando camina tengo alguna opción, y desde luego olvidándome de que en el encuadre entre su cabeza, está demasiado cerca para sacarlo de cuerpo entero. Me olvido momentáneamente y de forma deliberada de retratar escenas o individuos, hasta que finalmente consigo pillar la numeración de la anilla amarilla después de un rato. Siempre podría ser más relevante la información que estas lecturas de marcas pueden aportar en el conocimiento de la especie que el uso que unas bonitas fotos pudieran conllevar.
Casi sin darnos cuenta se ha pasado el tiempo; la mesa se ha vaciado y los comensales, tras unos momentos de sosiego, levantan el vuelo despidiéndose de nosotros. Ha merecido la pena aunque haya sido muy rápido esta vez: bajaron demasiados al principio para repartirse lo que para ellos habrán sido únicamente unos "entrantes". En las tarjetas solo se han acumulado unos centenares de retratos. Sin duda un pequeño puñado que aún habrá de disminuir más cuando lo cribe en el ordenador y quede reducido al par de decenas de imágenes que finalmente se sumarán al archivo. Una pobre cosecha pudiera parecerle a alguno, pero lo cierto es que, aún volviéndote de vacío, siempre habrá compensado haber sido mudos testigos de estos momentos de verdadera vida salvaje.
Esperamos aún un rato dentro del chajurdo hasta que todos los buitres que planean por encima nuestro desaparezcan en el horizonte y solo entonces salimos del escondite con la sonrisa dibujada en nuestras caras. Ha estado bien, muy bien. Yo no lo olvidaré.
14 de junio de 2019
La anilla
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3 de junio de 2019
Tiempo de pechis
Raro es el año que no me acerco, si quiera en una fugaz ocasión y con más o menos fortuna, a ver a mis amigos los pechiazules, desde hace algún tiempo renombrados como ruiseñores pechiazules (Luscinia svecica) (aún no entiendo esta tendencia de actualizar ciertos nombres comunes cuando ello no aporta mucho o nada a la identificación de ciertas especies, aún aclarando que su nombre científico significa en latín "ruiseñor sueco"). En esta ocasión a lo largo de quince días lo he hecho en varias ocasiones. La oportunidad lo merecía y, además de bichear tras otras especies alpinas más esquivas y que de momento se me siguen resistiendo, he tenido la oportunidad de pasar unos buenos ratos con este túrdido espectacular, observando cosas tan curiosas como regurgitar una egagrópila o cazar algún insecto al vuelo, ambos hechos que nunca antes había observado (del primero tengo incluso el documento gráfico, aunque de bastante mediocre calidad). Tardes de cielos despejados y luces que se vuelven cálidas forman ya parte de los recuerdos de esta primavera en la alta montaña; soledad y tranquilidad; un zorro que campea por las praderas con los últimos rayos del sol, un águila calzada (¡ah!, no, ¡¡¡mil perdones!!!, que ahora es "aguililla" calzada), prospectando contra el fuerte viento del norte sobre las cubetas glaciares algo que echarse al pico, y los buitres leonados sobrevolando a muy baja altura sobre las laderas del valle camino de sus dormideros; los gorjeos de los acentores, las collalbas, escribanos hortelanos y de alguna tarabilla, además del potente canto del pechi; ... droseras en los prados de turba, el aroma del piorno que ya envuelve la atmósfera de la sierra en una fragancia embriagadora, su amarillo intenso que vuelve al paisaje único, ...
Los momentos que me ofrece la alta montaña son, de entre todos los que guardo con cariño, los más intensos. Ha sido así desde que tengo mis primeros recuerdos en ella. Aquí he pasado muchas noches estrelladas, con nieve en invierno o con flores en sus cortas primaveras, con buen tiempo y con pésimo, solo e inmejorablemente acompañado. También hubo malos momentos, muy duros algunos, pero fueron los menos. La montaña siempre me ha reconfortado al subir a ella, como quien vuelve a su casa tras un largo viaje en el extranjero. Ella es como es, ni buena ni mala, solamente bella; siempre, pero especialmente en primavera cuando explosiona sin parangón.
Las distintas subespecies de pechiazul existentes ocupan un área de distribución muy amplia, boreal, desde Alaska hasta Europa y Siberia, ocupando latitudes principalmente norteñas con paisajes de taiga e incluso de tundra, o, como en el caso de las poblaciones del centro y sur de Europa, áreas montanas. En todo caso, es una especie claramente migratoria. Así, las aves del norte y centro de Europa alcanzan la península ibérica en sus pasos migratorios hacia la cuenca mediterránea para recalar en las sabanas subsaharianas. Estos ejemplares migradores procedentes del Gran Norte pueden ser vistos de paso a partir de agosto por toda la geografía peninsular, e incluso en los archipiélagos balear y canario, ocupando humedales, desembocadura de ríos y zonas en general bajas. Los que se quedan con nosotros se distribuyen principalmente por el levante español y algunas cuencas del interior, como la del Ebro, el Guadiana y el Tajo hasta febrero o marzo, momento en el que inician el regreso a sus zonas de reproducción.
Como nidificante, en la península ibérica solo ocupa dos regiones montañosas bien diferenciadas, aunque se han detectado algunos casos esporádicos de cría en otros puntos diferentes. Estas dos zonas son, por un lado la Cordillera Cantábrica y los Montes de León, y por otro el Sistema Central, desde Guadarrama a la sierra de Béjar.
En España, por lo tanto, gusta de ocupar sierras altas durante la época de cría, desde los 1.800 m. hasta superar a veces ampliamente los 2.200 sobre el nivel del mar. Es una especie sobre la que tenemos aún amplias lagunas de conocimiento, y de la que no tenemos una idea clara respecto de su estado de conservación, pues no existen trabajos en el pasado que nos permitan valorar la salud y evolución de su población. Sí se han realizado censos parciales que parecen indicar cifras de entre 9.000 y 13.000 parejas reproductoras en España.
Generalmente lo encontraremos clasificado dentro de la familia de los Turdidae, y así lo veremos en publicaciones como la Guía Virtual de Vertebrados Españoles editada por el Museo Nacional de Ciencias Naturales del CSIC, o en la propia página de SEO Birdlife; sin embargo, no es extraño tampoco ver que se le incluye en la de los Muscicapidae. Pero por haber, hay incluso discrepancias respecto de qué subespecie es la que observamos como reproductora en la península. En general se tiende a adscribirlos a L. s. cyanecula (SEO Birlife, por ejemplo) junto con las poblaciones del centro de Europa, pero encontraremos estudios recientes en los que se los clasifica como L. s. azuricollis. A continuación transcribo un pequeño párrafo del estudio realizado por varios autores para el citado Museo Nacional de Ciencias Naturales publicado en febrero de 2011, y que viene a justificar esta última clasificación:
"Contrariamente, un reciente análisis de ADN nuclear (11 microsatélites) sí valida la diferenciación genética de la población de la Península (Johnsen et al., 2006) que, en consecuencia, bien podría clasificarse como L. s. azuricollis, diferenciada de L. s. cyanecula. En concreto, la distancia genética respecto de L. s. cyanecula es superior a la registrada entre el resto de subespecies. Todo ello hace pensar que las poblaciones nidificantes en España se encuentran en un estado avanzado de diferenciación taxonómica (Johnsen et al., 2006). En consecuencia, de aquí en adelante asignaremos la población de Pechiazul en España a la subespecie L. s. azuricollis."
Y viendo lo anterior entenderemos por qué tampoco está ni claro el número de subespecies en que se divide Luscinia svecica, y aunque clásicamente se tendía a justificar diez distintas -otros autores hablaban de once-, los actuales avances en genética molecular harán seguro que este panorama cambie en los próximos años. En definitiva, que hay grandes controversias entre los estudiosos de esta pequeña ave sobre cuestiones básicas. Esta dificultad en determinar las subespecies existentes se debe en parte a las diferencias biométricas observadas entre poblaciones, así como a la enorme variabilidad de plumajes que pueden presentar incluso los distintos ejemplares de una misma población. De este modo, en la subespecie ibérica se suelen observar machos con el babero completamente azul, pero también en menor medida se localizan otros que presentan la clásica medalla blanca en el centro del mismo, y otros incluso la roja.
De hecho esta primavera es la primavera vez que yo consigo fotografiar un ejemplar con medalla, pues en anteriores temporadas siempre habían sido ejemplares con el babero azul limpio. Hay que decir que no siempre se aprecia la medalla y que en función del momento del canto esta se hace más patente o no.
El pechiazul alcanza nuestras sierras del Sistema Central a lo largo de marzo, generalmente a partir de mediados de mes. Se instalan generalmente en la vertiente norte, prefiriendo las laderas umbrías a las de solana. Por entonces los Cytisus purgans o Cytisus oromediterraneus aún están sin flor, y los machos van ocupando pequeñas parcelas a considerable altitud sobre las que proclaman su presencia a base de cantos y más cantos. Como atalayas de sus proclamas aprovechan las ramitas distales de los matorrales (piornos, cambriones, rosales silvestres,...) y las piedras más prominentes. Pero si atendemos a la geografía peninsular, con un variado abanico de comunidades botánicas, podríamos concluir que en España son seleccionadas positivamente las zonas de matorral bajo -los ya mencionados piornos, pero también brezales, genistas, formaciones densas de enebros de pequeño porte y, en algún enclave leonés, incluso en jarales- con áreas abiertas donde alimentarse, como pueden ser los pastizales.
Cualquier objeto que se sitúe a modo de atalaya sobre el colchón de matorral es rápidamente utilizado como púlpito para sus fuertes trinos, aunque también canta en vuelo como si de una cogujada se tratara, por ejemplo. Algunos autores consideran que la función del canto no es tanto la defensa territorial como la formación de la pareja, dado que su mayor intensidad se observa cuando llegan las aves a sus áreas de reproducción y hasta el momento en el que tiene lugar la puesta. Transcurrida esta, parece que disminuye notablemente el interés del macho por ser visible cantando desde lugares prominentes y se vuelve, por el contrario, mucho menos conspicuo y más tímido, cantando principalmente al amanecer, cuando aún no es ni siquiera visible. En su canto incluye numerosas imitaciones de otros sonidos, desde los emitidos por ranas o grillos hasta el de un total de varias decenas de aves distintas. El pechiazul es un ave monógama por regla general. Sus nidos se construyen directamente sobre el suelo, bajo la densa cobertura arbustiva o a poca altura sobre las ramas de un matorral, y en ellos la hembra pone entre cinco y seis huevos azul-verdosos. Tras el período de incubación, que dura catorce días y que corre a cargo de la hembra, ambos progenitores alimentan a su descendencia. Los pollos acaban abandonando el nido transcurridos otros catorce días más desde la eclosión, siendo posteriormente alimentados por los padres en los alrededores.
Por lo demás, es un ave insectívora que en las sierras del centro peninsular encuentra buena parte de su alimentación en las praderas alpinas de festucas o en turbares próximas. Por regla general cazan entre las ramas de los matorrales o directamente en el suelo, desplazándose por él o saltando desde una piedra o rama. Raramente caza al vuelo.
El pechi, como es conocido por todos de modo cariñoso, es un pajarillo extraordinario, confiado y de un plumaje llamativo, con su babero intenso y metalizado. Que unos muestren medallas blancas y otros rojas (yo aún no he visto nunca a uno de estos últimos), o que no muestren ninguna de ellas, representa un acicate para el fotógrafo de fauna, pues cada temporada esperamos ver y retratar a machos con variaciones en su plumaje. Este año ha sido fructífero; pero no siempre es así. Y esto último también es un buen revulsivo para volverlo a intentar en nuevas oportunidades. A mi no me importará, pues me permitirá pasar largas horas de tranquilidad rodeado de la belleza de mis sierras, siendo testigo directo de su vida más efervescente, de sus luces, de sus albas y ocasos.
Formaré parte de estas montañas, que son mi casa, una vez más.
Los momentos que me ofrece la alta montaña son, de entre todos los que guardo con cariño, los más intensos. Ha sido así desde que tengo mis primeros recuerdos en ella. Aquí he pasado muchas noches estrelladas, con nieve en invierno o con flores en sus cortas primaveras, con buen tiempo y con pésimo, solo e inmejorablemente acompañado. También hubo malos momentos, muy duros algunos, pero fueron los menos. La montaña siempre me ha reconfortado al subir a ella, como quien vuelve a su casa tras un largo viaje en el extranjero. Ella es como es, ni buena ni mala, solamente bella; siempre, pero especialmente en primavera cuando explosiona sin parangón.
Las distintas subespecies de pechiazul existentes ocupan un área de distribución muy amplia, boreal, desde Alaska hasta Europa y Siberia, ocupando latitudes principalmente norteñas con paisajes de taiga e incluso de tundra, o, como en el caso de las poblaciones del centro y sur de Europa, áreas montanas. En todo caso, es una especie claramente migratoria. Así, las aves del norte y centro de Europa alcanzan la península ibérica en sus pasos migratorios hacia la cuenca mediterránea para recalar en las sabanas subsaharianas. Estos ejemplares migradores procedentes del Gran Norte pueden ser vistos de paso a partir de agosto por toda la geografía peninsular, e incluso en los archipiélagos balear y canario, ocupando humedales, desembocadura de ríos y zonas en general bajas. Los que se quedan con nosotros se distribuyen principalmente por el levante español y algunas cuencas del interior, como la del Ebro, el Guadiana y el Tajo hasta febrero o marzo, momento en el que inician el regreso a sus zonas de reproducción.
Como nidificante, en la península ibérica solo ocupa dos regiones montañosas bien diferenciadas, aunque se han detectado algunos casos esporádicos de cría en otros puntos diferentes. Estas dos zonas son, por un lado la Cordillera Cantábrica y los Montes de León, y por otro el Sistema Central, desde Guadarrama a la sierra de Béjar.
En España, por lo tanto, gusta de ocupar sierras altas durante la época de cría, desde los 1.800 m. hasta superar a veces ampliamente los 2.200 sobre el nivel del mar. Es una especie sobre la que tenemos aún amplias lagunas de conocimiento, y de la que no tenemos una idea clara respecto de su estado de conservación, pues no existen trabajos en el pasado que nos permitan valorar la salud y evolución de su población. Sí se han realizado censos parciales que parecen indicar cifras de entre 9.000 y 13.000 parejas reproductoras en España.
Generalmente lo encontraremos clasificado dentro de la familia de los Turdidae, y así lo veremos en publicaciones como la Guía Virtual de Vertebrados Españoles editada por el Museo Nacional de Ciencias Naturales del CSIC, o en la propia página de SEO Birdlife; sin embargo, no es extraño tampoco ver que se le incluye en la de los Muscicapidae. Pero por haber, hay incluso discrepancias respecto de qué subespecie es la que observamos como reproductora en la península. En general se tiende a adscribirlos a L. s. cyanecula (SEO Birlife, por ejemplo) junto con las poblaciones del centro de Europa, pero encontraremos estudios recientes en los que se los clasifica como L. s. azuricollis. A continuación transcribo un pequeño párrafo del estudio realizado por varios autores para el citado Museo Nacional de Ciencias Naturales publicado en febrero de 2011, y que viene a justificar esta última clasificación:
"Contrariamente, un reciente análisis de ADN nuclear (11 microsatélites) sí valida la diferenciación genética de la población de la Península (Johnsen et al., 2006) que, en consecuencia, bien podría clasificarse como L. s. azuricollis, diferenciada de L. s. cyanecula. En concreto, la distancia genética respecto de L. s. cyanecula es superior a la registrada entre el resto de subespecies. Todo ello hace pensar que las poblaciones nidificantes en España se encuentran en un estado avanzado de diferenciación taxonómica (Johnsen et al., 2006). En consecuencia, de aquí en adelante asignaremos la población de Pechiazul en España a la subespecie L. s. azuricollis."
Y viendo lo anterior entenderemos por qué tampoco está ni claro el número de subespecies en que se divide Luscinia svecica, y aunque clásicamente se tendía a justificar diez distintas -otros autores hablaban de once-, los actuales avances en genética molecular harán seguro que este panorama cambie en los próximos años. En definitiva, que hay grandes controversias entre los estudiosos de esta pequeña ave sobre cuestiones básicas. Esta dificultad en determinar las subespecies existentes se debe en parte a las diferencias biométricas observadas entre poblaciones, así como a la enorme variabilidad de plumajes que pueden presentar incluso los distintos ejemplares de una misma población. De este modo, en la subespecie ibérica se suelen observar machos con el babero completamente azul, pero también en menor medida se localizan otros que presentan la clásica medalla blanca en el centro del mismo, y otros incluso la roja.
De hecho esta primavera es la primavera vez que yo consigo fotografiar un ejemplar con medalla, pues en anteriores temporadas siempre habían sido ejemplares con el babero azul limpio. Hay que decir que no siempre se aprecia la medalla y que en función del momento del canto esta se hace más patente o no.
El pechiazul alcanza nuestras sierras del Sistema Central a lo largo de marzo, generalmente a partir de mediados de mes. Se instalan generalmente en la vertiente norte, prefiriendo las laderas umbrías a las de solana. Por entonces los Cytisus purgans o Cytisus oromediterraneus aún están sin flor, y los machos van ocupando pequeñas parcelas a considerable altitud sobre las que proclaman su presencia a base de cantos y más cantos. Como atalayas de sus proclamas aprovechan las ramitas distales de los matorrales (piornos, cambriones, rosales silvestres,...) y las piedras más prominentes. Pero si atendemos a la geografía peninsular, con un variado abanico de comunidades botánicas, podríamos concluir que en España son seleccionadas positivamente las zonas de matorral bajo -los ya mencionados piornos, pero también brezales, genistas, formaciones densas de enebros de pequeño porte y, en algún enclave leonés, incluso en jarales- con áreas abiertas donde alimentarse, como pueden ser los pastizales.
Cualquier objeto que se sitúe a modo de atalaya sobre el colchón de matorral es rápidamente utilizado como púlpito para sus fuertes trinos, aunque también canta en vuelo como si de una cogujada se tratara, por ejemplo. Algunos autores consideran que la función del canto no es tanto la defensa territorial como la formación de la pareja, dado que su mayor intensidad se observa cuando llegan las aves a sus áreas de reproducción y hasta el momento en el que tiene lugar la puesta. Transcurrida esta, parece que disminuye notablemente el interés del macho por ser visible cantando desde lugares prominentes y se vuelve, por el contrario, mucho menos conspicuo y más tímido, cantando principalmente al amanecer, cuando aún no es ni siquiera visible. En su canto incluye numerosas imitaciones de otros sonidos, desde los emitidos por ranas o grillos hasta el de un total de varias decenas de aves distintas. El pechiazul es un ave monógama por regla general. Sus nidos se construyen directamente sobre el suelo, bajo la densa cobertura arbustiva o a poca altura sobre las ramas de un matorral, y en ellos la hembra pone entre cinco y seis huevos azul-verdosos. Tras el período de incubación, que dura catorce días y que corre a cargo de la hembra, ambos progenitores alimentan a su descendencia. Los pollos acaban abandonando el nido transcurridos otros catorce días más desde la eclosión, siendo posteriormente alimentados por los padres en los alrededores.
Por lo demás, es un ave insectívora que en las sierras del centro peninsular encuentra buena parte de su alimentación en las praderas alpinas de festucas o en turbares próximas. Por regla general cazan entre las ramas de los matorrales o directamente en el suelo, desplazándose por él o saltando desde una piedra o rama. Raramente caza al vuelo.
El pechi, como es conocido por todos de modo cariñoso, es un pajarillo extraordinario, confiado y de un plumaje llamativo, con su babero intenso y metalizado. Que unos muestren medallas blancas y otros rojas (yo aún no he visto nunca a uno de estos últimos), o que no muestren ninguna de ellas, representa un acicate para el fotógrafo de fauna, pues cada temporada esperamos ver y retratar a machos con variaciones en su plumaje. Este año ha sido fructífero; pero no siempre es así. Y esto último también es un buen revulsivo para volverlo a intentar en nuevas oportunidades. A mi no me importará, pues me permitirá pasar largas horas de tranquilidad rodeado de la belleza de mis sierras, siendo testigo directo de su vida más efervescente, de sus luces, de sus albas y ocasos.
Formaré parte de estas montañas, que son mi casa, una vez más.
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25 de mayo de 2019
En los bosques del pito negro
El relincho aflautado del picamaderos negro, o pito negro, (Dryocopus martius) es para mí uno de los sonidos más misteriosos que se pueden escuchar en los montes cantábricos. Envuelve lo más profundo del bosque en una atmósfera sugerente e intrigante cuando robledales y hayedos se muestran más silenciosos, como si los tiempos arcaicos regresaran, como si un ser fantástico nos observara desde la distancia sin que nosotros pudiéramos advertirlo. ¿Qué extraño animal será el que reclama con aquel canto lastimero y enigmático desde algún rincón oscuro y perdido del bosque? A pesar de su gran tamaño, no es un ave sencilla de ver. Su repiqueteo o tamborileo en el tronco de algún árbol o su canto lejano serán, muy a menudo, la única prueba que tendremos de su presencia.
Este pícido es un ave con una amplísima área de distribución por gran parte de los bosques del Paleártico europeo y asiático, desde el norte de Europa y Rusia hasta la misma península de Kamtchatka o la isla japonesa de Hokkaido, ocupando áreas forestales más meridionales en China o Kazajistán. Existen algunos censos antiguos sobre la población de la especie en la Península Ibérica pero posiblemente estén anticuados, pues los últimos datan de hace dos décadas. Según ellos aparentemente solo se distribuye por la Cordillera Cantábrica, donde se localiza un número reducido de parejas de entre 280 y 320 (Sanz-Zuasti y Velasco, 1999), y por los Pirineos, en donde su número se estimó entre 731 y 1.082 parejas (Simal Ajo y Herrera Calva, 1998). Y digo aparentemente porque hay fuentes que apuntan a una presencia primaveral en sierras del centro peninsular, pero sin datos fidedignos actuales de posible reproducción.
Para su presencia es necesaria la existencia de bosques bien conservados de frondosas como el haya y el roble, o de coníferas como el abeto, el pino silvestre, el pino negro, etc. Los bosques mixtos de varias especies de árboles caducifolios, o de estos y coníferas, son igualmente seleccionados de manera positiva por el picamaderos. En la Cordillera Cantábrica ocupa masas caducifolias de haya y roble principalmente, ocasionalmente mezcladas con abedules. Parece demostrado que el principal factor limitante para la distribución de la especie es precisamente la alteración de su hábitat mediante la desaparición de estos bosques bien desarrollados, resultado directo de la gestión forestal productivista y cortoplacista a la que son sometidos. En ellos son sistemáticamente extraídos los pies más grandes, así como eliminados los viejos y muertos. No será necesario indicar que los árboles maduros son totalmente necesarios para su supervivencia como lugar de nidificación o refugio, mientras que los viejos lo son como lugares de alimentación ya que en ellos viven un buen número de los coleópteros e insectos que constituyen su dieta. Si nuestros bosques no ofrecen refugio ni puntos de alimentación, simplemente la especie desaparecerá. La habremos extinguido.
Desde por la mañana nos encontramos tres amigos apostados en una fuerte pendiente que nos posibilita situarnos a la misma altura que el nido de una pareja de picamaderos negro, encaramado a unos ocho o diez metros del suelo sobre el tronco recto y grueso de un árbol. Este crece en el fondo de una vallejada con una marcada sección en "V". El agua escurre por ella perfectamente encauzada ladera abajo, llenándolo todo con su música vivificante pero monótona. Nos acomodamos como podemos, intentando no resbalar demasiado por la empinada ladera y procurando que nuestros trípodes permanezcan bien anclados al suelo soportando los pesados equipos fotográficos y de vídeo. Nos movemos con mucha precaución, pues un simple descuido y cualquier objeto -o nosotros mismos- podría acabar bastantes metros más abajo, dentro del regato. Mejor no despistarse mucho.
Los polluelos a estas alturas de la primavera ya están creciditos y esperan pacientes a que alguno de los dos progenitores hagan acto de presencia, lo que tiene lugar en no demasiadas ocasiones a lo largo de la jornada. Entre ceba y ceba pueden pasar cuarenta y cinco minutos, o un hora, o incluso hora y media. De hecho, la hembra, fácilmente distinguible por presentar la mancha roja solo en la nuca, y como ya hiciera la primavera pasada, puede espaciar las cebas varias horas e incluso hacerlo solamente en las primeras y ultimas horas de cada jornada, a diferencia del macho que, con el píleo rojo hasta la base del mismo pico, se muestra más atento y diligente con sus tres polluelos. La nidada está formada por un macho y dos hembras, que ya dejan ver ocasionalmente las plumas de sus capirotes cuando trepan por el agujero del tronco y se asoman a reclamar su ración de hormigas o larvas de insectos xilófagos.
El macho es un viejo conocido de mis amigos, que vive en la zona desde hace varios años y se muestra bastante confiado; por el contrario, ella parece mostrarse algo más cauta. Sus comportamientos parecen muy diferentes, cada uno con su propio carácter. Entre tanto tienen a bien regresar con un nuevo aporte de alimento para sus retoños, nosotros charlamos animadamente de bichos e imágenes, de anécdotas y encuentros pasados, dejando pasar las horas y atentos a las entradas al nido, que se suceden con metódica periodicidad. Siempre es el mismo ritual: los vemos acercarse por nuestra derecha, volando entre la espesura de los árboles para dirigirse a algún árbol a cierta distancia del nido (30-40 m) desde el que comprobar que todo es normal por los alrededores, que no hay ningún peligro acechando; es entonces cuando nosotros también comprobamos que continúan en orden los ajustes de nuestras cámaras, que sus parámetros siguen actualizados a la cambiante luz de este día de primavera en el que las nubes van y vienen con celeridad, y nos preparamos para recibirlos a través del visor junto al agujero que han taladrado en el enorme y esbelto álamo ribereño. Llegan, distribuyen sus raciones entre los tres glotones que alborotan la puerta de la casa y después entran a recoger algo de basura y excrementos de los pequeñines y se van pitando a por más hormigas. Sin duda, tres bocas hambrientas creciendo como esas tienen que dar mucho trabajo.
Este pícido es un ave con una amplísima área de distribución por gran parte de los bosques del Paleártico europeo y asiático, desde el norte de Europa y Rusia hasta la misma península de Kamtchatka o la isla japonesa de Hokkaido, ocupando áreas forestales más meridionales en China o Kazajistán. Existen algunos censos antiguos sobre la población de la especie en la Península Ibérica pero posiblemente estén anticuados, pues los últimos datan de hace dos décadas. Según ellos aparentemente solo se distribuye por la Cordillera Cantábrica, donde se localiza un número reducido de parejas de entre 280 y 320 (Sanz-Zuasti y Velasco, 1999), y por los Pirineos, en donde su número se estimó entre 731 y 1.082 parejas (Simal Ajo y Herrera Calva, 1998). Y digo aparentemente porque hay fuentes que apuntan a una presencia primaveral en sierras del centro peninsular, pero sin datos fidedignos actuales de posible reproducción.
Para su presencia es necesaria la existencia de bosques bien conservados de frondosas como el haya y el roble, o de coníferas como el abeto, el pino silvestre, el pino negro, etc. Los bosques mixtos de varias especies de árboles caducifolios, o de estos y coníferas, son igualmente seleccionados de manera positiva por el picamaderos. En la Cordillera Cantábrica ocupa masas caducifolias de haya y roble principalmente, ocasionalmente mezcladas con abedules. Parece demostrado que el principal factor limitante para la distribución de la especie es precisamente la alteración de su hábitat mediante la desaparición de estos bosques bien desarrollados, resultado directo de la gestión forestal productivista y cortoplacista a la que son sometidos. En ellos son sistemáticamente extraídos los pies más grandes, así como eliminados los viejos y muertos. No será necesario indicar que los árboles maduros son totalmente necesarios para su supervivencia como lugar de nidificación o refugio, mientras que los viejos lo son como lugares de alimentación ya que en ellos viven un buen número de los coleópteros e insectos que constituyen su dieta. Si nuestros bosques no ofrecen refugio ni puntos de alimentación, simplemente la especie desaparecerá. La habremos extinguido.
Desde por la mañana nos encontramos tres amigos apostados en una fuerte pendiente que nos posibilita situarnos a la misma altura que el nido de una pareja de picamaderos negro, encaramado a unos ocho o diez metros del suelo sobre el tronco recto y grueso de un árbol. Este crece en el fondo de una vallejada con una marcada sección en "V". El agua escurre por ella perfectamente encauzada ladera abajo, llenándolo todo con su música vivificante pero monótona. Nos acomodamos como podemos, intentando no resbalar demasiado por la empinada ladera y procurando que nuestros trípodes permanezcan bien anclados al suelo soportando los pesados equipos fotográficos y de vídeo. Nos movemos con mucha precaución, pues un simple descuido y cualquier objeto -o nosotros mismos- podría acabar bastantes metros más abajo, dentro del regato. Mejor no despistarse mucho.
Los polluelos a estas alturas de la primavera ya están creciditos y esperan pacientes a que alguno de los dos progenitores hagan acto de presencia, lo que tiene lugar en no demasiadas ocasiones a lo largo de la jornada. Entre ceba y ceba pueden pasar cuarenta y cinco minutos, o un hora, o incluso hora y media. De hecho, la hembra, fácilmente distinguible por presentar la mancha roja solo en la nuca, y como ya hiciera la primavera pasada, puede espaciar las cebas varias horas e incluso hacerlo solamente en las primeras y ultimas horas de cada jornada, a diferencia del macho que, con el píleo rojo hasta la base del mismo pico, se muestra más atento y diligente con sus tres polluelos. La nidada está formada por un macho y dos hembras, que ya dejan ver ocasionalmente las plumas de sus capirotes cuando trepan por el agujero del tronco y se asoman a reclamar su ración de hormigas o larvas de insectos xilófagos.
El macho es un viejo conocido de mis amigos, que vive en la zona desde hace varios años y se muestra bastante confiado; por el contrario, ella parece mostrarse algo más cauta. Sus comportamientos parecen muy diferentes, cada uno con su propio carácter. Entre tanto tienen a bien regresar con un nuevo aporte de alimento para sus retoños, nosotros charlamos animadamente de bichos e imágenes, de anécdotas y encuentros pasados, dejando pasar las horas y atentos a las entradas al nido, que se suceden con metódica periodicidad. Siempre es el mismo ritual: los vemos acercarse por nuestra derecha, volando entre la espesura de los árboles para dirigirse a algún árbol a cierta distancia del nido (30-40 m) desde el que comprobar que todo es normal por los alrededores, que no hay ningún peligro acechando; es entonces cuando nosotros también comprobamos que continúan en orden los ajustes de nuestras cámaras, que sus parámetros siguen actualizados a la cambiante luz de este día de primavera en el que las nubes van y vienen con celeridad, y nos preparamos para recibirlos a través del visor junto al agujero que han taladrado en el enorme y esbelto álamo ribereño. Llegan, distribuyen sus raciones entre los tres glotones que alborotan la puerta de la casa y después entran a recoger algo de basura y excrementos de los pequeñines y se van pitando a por más hormigas. Sin duda, tres bocas hambrientas creciendo como esas tienen que dar mucho trabajo.
Avanza la jornada y nuestro tiempo con los pitos negros va concluyendo. Los dejamos allí, formando parte del misterio de los bosques cantábricos. Nosotros regresamos con el recuerdo imborrable de una jornada completa con ellos.
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14 de mayo de 2019
El señor de las llanuras
La avutarda común (Otis tarda) tiene el honor de ser el ave más pesada con capacidad de volar del mundo, junto con su pariente la avutarda kori, ligeramente mayor. Los diez y nueve kilogramos que han llegado a alcanzar algunos machos capturados en nuestro país los sitúa en el límite mismo de poder hacerlo. Hasta hace poco tiempo la familia Otididae a la que pertenecen estas aves se incluía en el Orden de las Gruiformes, pero en la actualidad se las engloba en el Orden Otidiforme.
Originariamente la especie evolucionó en las grandes estepas del centro de Asia comformadas por infinitas praderas naturales que no tenían fin. Con la generalización de la agricultura se extendió por el resto del continente y alcanzó Europa ocupando los nuevos ecosistemas que hoy denominamos pseudoestepas, estepas cerealistas o, más rigurosamente, agroestepas. La especie disfrutó entonces de una notable expansión hasta que los cambios de los modelos productivos en el campo comenzaron a afectarle negativamente, demostrando ser una especie extremadamente sensible a la degradación de su entorno. La globalización imparable que propició el abandono de sistemas agropecuarios tradicionales, la apuesta por una agricultura intensiva apoyada en potentes venenos y abonos químicos, la notable expansión de los regadíos, la mecanización del campo, la proliferación de concentraciones parcelarias e infraestructuras viarias, la roturación de la mayoría de los pastizales naturales, el empobrecimiento del ecosistema con la eliminación de lindes y perdidos, y la perversa homogeneización del uso del suelo con la subsiguiente pérdida de diversidad en todos los ámbitos, junto con la enorme presión cinegética que sufrió la especie, hicieron que en la última mitad del siglo pasado iniciara un inexorable retroceso que la llevó a la extinción de la mayor parte de Europa, hasta el extremo de que en la actualidad el 60% de la población europea se encuentre en la Península Ibérica, y que aquí la especie se mantenga en una difícil estabilidad desde que en la década de los ochenta se prohibiera su caza. Durante las últimas cuatro décadas la población ibérica, aunque no parezca tener una tendencia regresiva, tampoco acaba de recuperarse, ni en número de individuos ni en territorio ocupado.
Junto a todas esas afecciones se vino a sumar el aumento en sus áreas de distribución de alambradas para el cerramiento de fincas y, sobre todo, el de líneas de alta tensión para la evacuación y transporte de suministro eléctrico, lo que en los últimos años están provocando la pérdida de numerosos ejemplares por colisión. Tal es así, que en la actualidad los tendidos eléctricos se han encumbrado en la causa de mortalidad no natural más relevante, incluso en algunas áreas declaradas ZEPA o LIC.
Todos estos problemas podrían llegar a minimizarse si no fuera porque la productividad de la especie es extraordinariamente baja, existiendo estudios que asustan al advertir que en algunas de las poblaciones mejor estudiadas de nuestro país por cada hembra llega a alcanzar la edad adulta un solo pollo cada diez años (Morales et al., 2002; Alonso et al., 2009). Si pensamos que la puesta anual es de entre uno y tres huevos por nido, y que se estima que en libertad las avutardas llegan a vivir entre diez y quince años, esto significa que la tasa de reposición anual probablemente no supere la de mortalidad en gran parte de las subpoblaciones.
Y una última cuestión: tampoco ayuda mucho al aumento de su área de distribución el que sea una especie en el que las hembras presentan una muy acusada filopatría, es decir una fuerte tendencia, en este caso por parte de las hembras jóvenes, a establecerse como reproductoras en las áreas donde han nacido y crecido, dificultando y ralentizando la colonización de otras áreas mejor conservadas. Obviamente los machos jóvenes sí presentan un claro patrón dispersante como medida evolutiva para evitar la consanguinidad.
Todo lo expuesto de modo conciso en los párrafos anteriores viene a explicar el por qué las poblaciones ibéricas de esta otididae llevan años estabilizadas, en el mejor de los casos, si no disminuyendo de modo paulatino hasta extinguirse localmente en algunos enclaves. Y todo ello a pesar de contar con amplias regiones cubiertas de llanuras cerealistas que a priori podrían representar hábitats idóneos para su ocupación. Si para el conjunto de la especie en el mundo se barajaban en 2008 cifras de entre 43.000 y 51.000 individuos, solamente para la Península Ibérica los muestreos ya sumaban entre los 30.900 y 31.400 ejemplares de avurtarda, -de los cuales 1.400 eran censados en Portugal- (Palacín y Alonso, 2008). Ello evidencia la responsabilidad que a nivel mundial tiene nuestro país en la conservación y recuperación de esta magnífica especie.
Aparte de todas estas consideraciones sobre la salud poblacional de la avutarda, habría que indicar que la especie es considerada a nivel mundial principalmente como migradora (y en menor medida como migradora parcial), mientras que de modo específico en la Península Ibérica mayoritariamente es etiquetada como migradora parcial. Esto viene a decirnos que hay un determinado número de ejemplares en España y Portugal con un claro comportamiento migratorio, mientras que otros se presentan eminentemente como sedentarios. Este comportamiento además es, en líneas generales, diferente para cada sexo, siendo los machos más proclives a migrar que las hembras y a más distancia que aquellas. Además se ha comprobado que los ejemplares migradores o sedentarios presentan una fuerte constancia en sus respectivos patrones de movimientos estacionales, es decir, que los que migran lo hacen siempre cada temporada, y los que se muestran sedentarios nunca realizan este tipo de desplazamientos dispersivos estacionales.
Como ya hemos apuntado en los primeros párrafos, el hábitat óptimo en la Península Ibérica lo constituyen las llanuras agrícolas dedicadas principalmente a cereal de secano y a ciertas leguminosas, acompañadas de un mosaico de barbechos, rastrojos, praderas de pastoreo en extensivo, parcelas con arbolado disperso -por ejemplo, encinas-, así como cultivos de almendros, olivos o viñedos. Requisito sine qua non para la existencia de esta especie es que las injerencias humanas en sus territorios sean mínimas, algo que cada día parece más complicado de conseguir en nuestras estepas agrícolas como consecuencia de la proliferación de infraestructuras y urbanizaciones, así como por la intensidad con que son explotadas, con nuevas siembras de ciclo corto que hacen que las faenas agrícolas aumenten cada año, interfiriendo en el normal desarrollo del ciclo reproductivo y aumentando, por ende, el grado de molestias directas.
No cabe duda que la avutarda es un ave que llama nuestra atención por su gran tamaño, lo que la convierte en algo insólito en nuestros campos cerealistas, donde estamos acostumbrados a observar especies de pequeño tamaño: aláudidos, perdices y codornices, liebres, aguiluchos y poco más. En este entorno, toparnos con un ave que en el caso de los machos puede superar el metro de altura y los dos metros y medio de envergadura no deja de ser algo verdaderamente sorprendente.
Sin embargo, su proverbial desconfianza hace que no sea nada fácil poder observarla de cerca. A menudo las podemos ver apeonando como las perdices por el campo cultivado, alejándose de nosotros aunque estemos a varios cientos de metros de distancia. Son reacias a volar y solo cuando creen que nuestro atrevimiento es excesivo deciden despegar los pies del suelo, alejándose definitivamente del supuesto peligro. Pero no penséis que nos van a permitir ni un prudente acercamiento al bando antes de levantar el vuelo; lo harán sin duda mucho antes de que nosotros pensemos que estamos rebasando su distancia de seguridad. A varios cientos de metros de distancia ya las veréis con el cuello muy erguido sopesando si nuestra actitud es suficientemente sospechosa como para marcharse volando. Por otro lado, que solo presente tres dedos en las patas es un claro indicativo de su perfecta adaptación a caminar como medio habitual de locomoción.
Para el fotógrafo esta especie representa un reto complicado. Su hábitat, en general desarbolado, no ayuda en lo más mínimo a que un hide pase desapercibido, lo que unido a su extrema desconfianza ante cualquier objeto que inexplicablemente sobresalga de la línea horizontal de la llanura harán que rodee a gran distancia nuestro escondrijo. En estos casos solo un elemento que sea previamente conocido por ellas desde semanas o meses antes hará que no desconfíen. Y aún así, ojo con que de ese cubículo salga un ruido sospechoso, un click desconocido, un susurro, el roce de una prenda,... En fin, que ni cuando están los machos más encelados levantan la guardia o se distraen; en todo momento se presentan vigilantes, suspicaces y atentos a cualquier alteración de alrededor, emprendiendo una discreta -o no tan discreta- retirada si lo creen necesario.
Sin embargo, la avutarda regala a quien quiera esforzarse en verlo con uno de los espectáculos anuales más llamativos de la naturaleza en nuestros campos ibéricos, comparable con los combates de las cabras monteses, la berrea de los ciervos, el paso del Estrecho o la migración de las grullas y los ánsares. Obviamente me refiero a la "rueda", el cortejo de los machos en el período de celo.
Las avutardas, como todos sabemos, realizan este espectáculo natural en las denominadas "arenas" nupciales, conocidas habitualmente con la palabra sueca "lek". Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los leks de otras especies, como por ejemplo el de los urogallos, donde los machos se agregan en un espacio reducido a donde llegarán también las hembras para escoger al mejor de ellos, en las arenas de las avutardas la superficie ocupada para sus exhibiciones pueden ser incluso de varios cientos de hectáreas. Este tipo de leks son conocidos por los zoólogos como "leks dispersos", pero no específicamente por sus dimensiones, sino porque en ellos los machos se pavonean a veces muy alejados unos de otros en esas áreas tan amplias por las que se mueven las hembras mientras se alimentan. Puedes verlos convirtiéndose en bolas blancas aquí o allí, separados unos cientos de metros entre sí, o caminando a lo Cherokee, como dice el bueno de mi amigo Miguel, cuando los ve exhibiéndose enhiestos con las plumas de la cola erizadas completamente, y a quien le debo las ruedas de esta primavera, pues sin su ayuda y conocimiento no hubiera podido estar tan cerca de ellas. Los machos más jóvenes, generalmente de menos de cuatro o cinco años, sin embargo, a veces permanecen juntos caminando por la zona.
No ha sido fácil fotografiarlas. Quizás este invierno suave ha adelantado el celo. O quizás yo haya llegado tarde. Quizás incluso haya sido un celo "rarito", no lo sé, en años próximos la experiencia me irá enseñando cómo funciona este animal para economizar esfuerzos y maximizar los resultados fotográficos. El caso es que no ha sido sencillo trabajar con las avutardas. Muchas jornadas, muchos madrugones en los que el despertador ha estado sonando intempestivamente entre las 4:30 y las 4:45 de la madrugada para estar sentado dentro del hide antes de amanecer, mucho frío con los pies empapados por el rocío de la mañana, muchas horas sin nada a la vista en las que el ebook salvó la mañana, ...
Sin embargo, cuando tienes no una, si no dos ruedas entre treinta y cinco metros y cincuenta de distancia, se te olvidan todos los esfuerzos y sufrimientos, el frío y el aburrimiento que has pasado hasta entonces. Presenciar delante a una hembra que le hace carantoñas al macho y estar apunto de ser testigo de una cópula delante tuyo ha sido toda una experiencia imposible de olvidar. Casi. Por los pelos. O mejor dicho, por las plumas ... Tener delante a un macho adulto junto a una hembra y observar la diferencia de tamaño existente entre ellos es la mejor manera de comprobar el famoso dimorfismo sexual del que tanto se habla en todas las publicaciones sobre la especie, y que respecto del peso y tamaño pasa por ser uno de los mayores del reino animal. Los machos llegan a pesar el doble que las hembras, mientras que en lo referente a sus dimensiones ellos llegan a ser algo más de un tercio superiores a ellas. Estas diferencias morfológicas entre ejemplares de diferente sexo se diluyen bastante cuando las condiciones de observación no son las adecuadas y lo que tenemos delante son jóvenes ejemplares de machos aislados -y generalmente a bastante distancia- cuyos caracteres sexuales secundarios no están aún plenamente desarrollados (anchura y coloración del cuello, la banda blanca en la parte inferior del ala cuando esta permanece plegada, barbas, ...); entonces diferenciar el sexo puede no ser tan sencillo como la literatura científica parece indicarnos. Sin duda, fuera de la época de reproducción esa diferenciación puede complicarse todavía más.
La avutarda es un ave críptica en el suelo, capaz de pasar desapercibida ante los ojos de un depredador a pesar de su descomunal tamaño. Sin embargo, cuando llega la época de celo los machos se convierten en verdaderas antorchas vivientes, mostrando su níveo plumaje como si de un faro se tratara a todo aquel que se encuentre a cientos de metros a la redonda. A menudo escoge tesos elevados en aquellas tierras onduladas que le brindan la oportunidad. Desde ellos una bola blanca se convierte en un reclamo imposible de no ver. Y es que su mimético plumaje esconde bajo un profuso barreado ocre y negro abundantes plumas y plumones blancos, que serán solo visibles durante las ruedas del cortejo y en pleno vuelo. Baja entonces el macho las alas y las voltea hacia adelante, al tiempo que levanta y vuelve hacia la espalda las rectrices de la cola y, erizando todo el plumaje exterior, deja visible el blanco más puro que se pueda ver en estas llanuras. Además, eriza las grandes barbas que le crecen bajo el pico cada primavera de hasta veinte centímetros de longitud, y las levanta por delante de su cara; estas barbas son las causantes de que se les apode "barbones" a los machos más grandes. Hincha el saco gular del cuello, que en esta época se presenta muy voluminoso y adornado de un intenso color teja, y se agacha hacia adelante hasta casi rozar el suelo. En esta posición da pequeños pasos en redondo a un lado y a otro mostrándose como una verdadera bandera blanca en todas las direcciones. Está haciendo la rueda. Un sonido gutural hueco y apenas audible completa la exhibición, que mayoritariamente tiene lugar en las primeras y últimas horas del día.
Si eres una hembra de avutarda debe ser irresistible, sin duda.
Los machos mantienen unas jerarquías muy marcadas, y no es difícil observarlas a veces. Mientras contemplas a un ejemplar evolucionando por la zona, puedes en ocasiones observar un cambio de actitud, a veces muy sutil y en ocasiones no tanto. Entonces ves que inicia un prudente desplazamiento a otro punto, justo antes de que entre en escena otro ejemplar que a ti te parece de corpulencia similar, pero que evidentemente a él no. Se aparta ante la llegada de un congénere de rango superior. Estas jerarquías se establecen a comienzos de temporada y en ocasiones incluyen peleas entre machos de similar fortaleza. Para cuando llega el momento de las ruedas lo normal es que ya estén plenamente establecidas.
Dos ruedas a las 8:00 y a las 10:00 de la mañana hicieron de aquella una jornada francamente memorable, difícil de olvidar, por no decir imposible. Las pocas horas de sueño, los kilómetros conduciendo de noche, el largo paseo a oscuras hasta el hide cargado con todos los pertrechos, el frío y la humedad del rocío, las jornadas anteriores en las que se había vuelto uno de vacío, todos los sacrificios, de repente, merecieron la pena. Ya estoy contando los días para que llegue la siguiente primavera. Seguro que los futuros sacrificios volverán a compensar cuando uno de estos machos imponentes se pavoneen delante de una hembra y sin saberlo nos brinden la oportunidad de volverlos a disfrutar.
Nota: todas las imágenes que aquí vemos están hechas en la provincia de Salamanca, en todos los casos desde hides particulares, y se presentan en formato original, sin recortes ni reencuadres.
Originariamente la especie evolucionó en las grandes estepas del centro de Asia comformadas por infinitas praderas naturales que no tenían fin. Con la generalización de la agricultura se extendió por el resto del continente y alcanzó Europa ocupando los nuevos ecosistemas que hoy denominamos pseudoestepas, estepas cerealistas o, más rigurosamente, agroestepas. La especie disfrutó entonces de una notable expansión hasta que los cambios de los modelos productivos en el campo comenzaron a afectarle negativamente, demostrando ser una especie extremadamente sensible a la degradación de su entorno. La globalización imparable que propició el abandono de sistemas agropecuarios tradicionales, la apuesta por una agricultura intensiva apoyada en potentes venenos y abonos químicos, la notable expansión de los regadíos, la mecanización del campo, la proliferación de concentraciones parcelarias e infraestructuras viarias, la roturación de la mayoría de los pastizales naturales, el empobrecimiento del ecosistema con la eliminación de lindes y perdidos, y la perversa homogeneización del uso del suelo con la subsiguiente pérdida de diversidad en todos los ámbitos, junto con la enorme presión cinegética que sufrió la especie, hicieron que en la última mitad del siglo pasado iniciara un inexorable retroceso que la llevó a la extinción de la mayor parte de Europa, hasta el extremo de que en la actualidad el 60% de la población europea se encuentre en la Península Ibérica, y que aquí la especie se mantenga en una difícil estabilidad desde que en la década de los ochenta se prohibiera su caza. Durante las últimas cuatro décadas la población ibérica, aunque no parezca tener una tendencia regresiva, tampoco acaba de recuperarse, ni en número de individuos ni en territorio ocupado.
Junto a todas esas afecciones se vino a sumar el aumento en sus áreas de distribución de alambradas para el cerramiento de fincas y, sobre todo, el de líneas de alta tensión para la evacuación y transporte de suministro eléctrico, lo que en los últimos años están provocando la pérdida de numerosos ejemplares por colisión. Tal es así, que en la actualidad los tendidos eléctricos se han encumbrado en la causa de mortalidad no natural más relevante, incluso en algunas áreas declaradas ZEPA o LIC.
Todos estos problemas podrían llegar a minimizarse si no fuera porque la productividad de la especie es extraordinariamente baja, existiendo estudios que asustan al advertir que en algunas de las poblaciones mejor estudiadas de nuestro país por cada hembra llega a alcanzar la edad adulta un solo pollo cada diez años (Morales et al., 2002; Alonso et al., 2009). Si pensamos que la puesta anual es de entre uno y tres huevos por nido, y que se estima que en libertad las avutardas llegan a vivir entre diez y quince años, esto significa que la tasa de reposición anual probablemente no supere la de mortalidad en gran parte de las subpoblaciones.
Y una última cuestión: tampoco ayuda mucho al aumento de su área de distribución el que sea una especie en el que las hembras presentan una muy acusada filopatría, es decir una fuerte tendencia, en este caso por parte de las hembras jóvenes, a establecerse como reproductoras en las áreas donde han nacido y crecido, dificultando y ralentizando la colonización de otras áreas mejor conservadas. Obviamente los machos jóvenes sí presentan un claro patrón dispersante como medida evolutiva para evitar la consanguinidad.
Todo lo expuesto de modo conciso en los párrafos anteriores viene a explicar el por qué las poblaciones ibéricas de esta otididae llevan años estabilizadas, en el mejor de los casos, si no disminuyendo de modo paulatino hasta extinguirse localmente en algunos enclaves. Y todo ello a pesar de contar con amplias regiones cubiertas de llanuras cerealistas que a priori podrían representar hábitats idóneos para su ocupación. Si para el conjunto de la especie en el mundo se barajaban en 2008 cifras de entre 43.000 y 51.000 individuos, solamente para la Península Ibérica los muestreos ya sumaban entre los 30.900 y 31.400 ejemplares de avurtarda, -de los cuales 1.400 eran censados en Portugal- (Palacín y Alonso, 2008). Ello evidencia la responsabilidad que a nivel mundial tiene nuestro país en la conservación y recuperación de esta magnífica especie.
Aparte de todas estas consideraciones sobre la salud poblacional de la avutarda, habría que indicar que la especie es considerada a nivel mundial principalmente como migradora (y en menor medida como migradora parcial), mientras que de modo específico en la Península Ibérica mayoritariamente es etiquetada como migradora parcial. Esto viene a decirnos que hay un determinado número de ejemplares en España y Portugal con un claro comportamiento migratorio, mientras que otros se presentan eminentemente como sedentarios. Este comportamiento además es, en líneas generales, diferente para cada sexo, siendo los machos más proclives a migrar que las hembras y a más distancia que aquellas. Además se ha comprobado que los ejemplares migradores o sedentarios presentan una fuerte constancia en sus respectivos patrones de movimientos estacionales, es decir, que los que migran lo hacen siempre cada temporada, y los que se muestran sedentarios nunca realizan este tipo de desplazamientos dispersivos estacionales.
Como ya hemos apuntado en los primeros párrafos, el hábitat óptimo en la Península Ibérica lo constituyen las llanuras agrícolas dedicadas principalmente a cereal de secano y a ciertas leguminosas, acompañadas de un mosaico de barbechos, rastrojos, praderas de pastoreo en extensivo, parcelas con arbolado disperso -por ejemplo, encinas-, así como cultivos de almendros, olivos o viñedos. Requisito sine qua non para la existencia de esta especie es que las injerencias humanas en sus territorios sean mínimas, algo que cada día parece más complicado de conseguir en nuestras estepas agrícolas como consecuencia de la proliferación de infraestructuras y urbanizaciones, así como por la intensidad con que son explotadas, con nuevas siembras de ciclo corto que hacen que las faenas agrícolas aumenten cada año, interfiriendo en el normal desarrollo del ciclo reproductivo y aumentando, por ende, el grado de molestias directas.
No cabe duda que la avutarda es un ave que llama nuestra atención por su gran tamaño, lo que la convierte en algo insólito en nuestros campos cerealistas, donde estamos acostumbrados a observar especies de pequeño tamaño: aláudidos, perdices y codornices, liebres, aguiluchos y poco más. En este entorno, toparnos con un ave que en el caso de los machos puede superar el metro de altura y los dos metros y medio de envergadura no deja de ser algo verdaderamente sorprendente.
Sin embargo, su proverbial desconfianza hace que no sea nada fácil poder observarla de cerca. A menudo las podemos ver apeonando como las perdices por el campo cultivado, alejándose de nosotros aunque estemos a varios cientos de metros de distancia. Son reacias a volar y solo cuando creen que nuestro atrevimiento es excesivo deciden despegar los pies del suelo, alejándose definitivamente del supuesto peligro. Pero no penséis que nos van a permitir ni un prudente acercamiento al bando antes de levantar el vuelo; lo harán sin duda mucho antes de que nosotros pensemos que estamos rebasando su distancia de seguridad. A varios cientos de metros de distancia ya las veréis con el cuello muy erguido sopesando si nuestra actitud es suficientemente sospechosa como para marcharse volando. Por otro lado, que solo presente tres dedos en las patas es un claro indicativo de su perfecta adaptación a caminar como medio habitual de locomoción.
Para el fotógrafo esta especie representa un reto complicado. Su hábitat, en general desarbolado, no ayuda en lo más mínimo a que un hide pase desapercibido, lo que unido a su extrema desconfianza ante cualquier objeto que inexplicablemente sobresalga de la línea horizontal de la llanura harán que rodee a gran distancia nuestro escondrijo. En estos casos solo un elemento que sea previamente conocido por ellas desde semanas o meses antes hará que no desconfíen. Y aún así, ojo con que de ese cubículo salga un ruido sospechoso, un click desconocido, un susurro, el roce de una prenda,... En fin, que ni cuando están los machos más encelados levantan la guardia o se distraen; en todo momento se presentan vigilantes, suspicaces y atentos a cualquier alteración de alrededor, emprendiendo una discreta -o no tan discreta- retirada si lo creen necesario.
Sin embargo, la avutarda regala a quien quiera esforzarse en verlo con uno de los espectáculos anuales más llamativos de la naturaleza en nuestros campos ibéricos, comparable con los combates de las cabras monteses, la berrea de los ciervos, el paso del Estrecho o la migración de las grullas y los ánsares. Obviamente me refiero a la "rueda", el cortejo de los machos en el período de celo.
Las avutardas, como todos sabemos, realizan este espectáculo natural en las denominadas "arenas" nupciales, conocidas habitualmente con la palabra sueca "lek". Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los leks de otras especies, como por ejemplo el de los urogallos, donde los machos se agregan en un espacio reducido a donde llegarán también las hembras para escoger al mejor de ellos, en las arenas de las avutardas la superficie ocupada para sus exhibiciones pueden ser incluso de varios cientos de hectáreas. Este tipo de leks son conocidos por los zoólogos como "leks dispersos", pero no específicamente por sus dimensiones, sino porque en ellos los machos se pavonean a veces muy alejados unos de otros en esas áreas tan amplias por las que se mueven las hembras mientras se alimentan. Puedes verlos convirtiéndose en bolas blancas aquí o allí, separados unos cientos de metros entre sí, o caminando a lo Cherokee, como dice el bueno de mi amigo Miguel, cuando los ve exhibiéndose enhiestos con las plumas de la cola erizadas completamente, y a quien le debo las ruedas de esta primavera, pues sin su ayuda y conocimiento no hubiera podido estar tan cerca de ellas. Los machos más jóvenes, generalmente de menos de cuatro o cinco años, sin embargo, a veces permanecen juntos caminando por la zona.
No ha sido fácil fotografiarlas. Quizás este invierno suave ha adelantado el celo. O quizás yo haya llegado tarde. Quizás incluso haya sido un celo "rarito", no lo sé, en años próximos la experiencia me irá enseñando cómo funciona este animal para economizar esfuerzos y maximizar los resultados fotográficos. El caso es que no ha sido sencillo trabajar con las avutardas. Muchas jornadas, muchos madrugones en los que el despertador ha estado sonando intempestivamente entre las 4:30 y las 4:45 de la madrugada para estar sentado dentro del hide antes de amanecer, mucho frío con los pies empapados por el rocío de la mañana, muchas horas sin nada a la vista en las que el ebook salvó la mañana, ...
Sin embargo, cuando tienes no una, si no dos ruedas entre treinta y cinco metros y cincuenta de distancia, se te olvidan todos los esfuerzos y sufrimientos, el frío y el aburrimiento que has pasado hasta entonces. Presenciar delante a una hembra que le hace carantoñas al macho y estar apunto de ser testigo de una cópula delante tuyo ha sido toda una experiencia imposible de olvidar. Casi. Por los pelos. O mejor dicho, por las plumas ... Tener delante a un macho adulto junto a una hembra y observar la diferencia de tamaño existente entre ellos es la mejor manera de comprobar el famoso dimorfismo sexual del que tanto se habla en todas las publicaciones sobre la especie, y que respecto del peso y tamaño pasa por ser uno de los mayores del reino animal. Los machos llegan a pesar el doble que las hembras, mientras que en lo referente a sus dimensiones ellos llegan a ser algo más de un tercio superiores a ellas. Estas diferencias morfológicas entre ejemplares de diferente sexo se diluyen bastante cuando las condiciones de observación no son las adecuadas y lo que tenemos delante son jóvenes ejemplares de machos aislados -y generalmente a bastante distancia- cuyos caracteres sexuales secundarios no están aún plenamente desarrollados (anchura y coloración del cuello, la banda blanca en la parte inferior del ala cuando esta permanece plegada, barbas, ...); entonces diferenciar el sexo puede no ser tan sencillo como la literatura científica parece indicarnos. Sin duda, fuera de la época de reproducción esa diferenciación puede complicarse todavía más.
La avutarda es un ave críptica en el suelo, capaz de pasar desapercibida ante los ojos de un depredador a pesar de su descomunal tamaño. Sin embargo, cuando llega la época de celo los machos se convierten en verdaderas antorchas vivientes, mostrando su níveo plumaje como si de un faro se tratara a todo aquel que se encuentre a cientos de metros a la redonda. A menudo escoge tesos elevados en aquellas tierras onduladas que le brindan la oportunidad. Desde ellos una bola blanca se convierte en un reclamo imposible de no ver. Y es que su mimético plumaje esconde bajo un profuso barreado ocre y negro abundantes plumas y plumones blancos, que serán solo visibles durante las ruedas del cortejo y en pleno vuelo. Baja entonces el macho las alas y las voltea hacia adelante, al tiempo que levanta y vuelve hacia la espalda las rectrices de la cola y, erizando todo el plumaje exterior, deja visible el blanco más puro que se pueda ver en estas llanuras. Además, eriza las grandes barbas que le crecen bajo el pico cada primavera de hasta veinte centímetros de longitud, y las levanta por delante de su cara; estas barbas son las causantes de que se les apode "barbones" a los machos más grandes. Hincha el saco gular del cuello, que en esta época se presenta muy voluminoso y adornado de un intenso color teja, y se agacha hacia adelante hasta casi rozar el suelo. En esta posición da pequeños pasos en redondo a un lado y a otro mostrándose como una verdadera bandera blanca en todas las direcciones. Está haciendo la rueda. Un sonido gutural hueco y apenas audible completa la exhibición, que mayoritariamente tiene lugar en las primeras y últimas horas del día.
Si eres una hembra de avutarda debe ser irresistible, sin duda.
Los machos mantienen unas jerarquías muy marcadas, y no es difícil observarlas a veces. Mientras contemplas a un ejemplar evolucionando por la zona, puedes en ocasiones observar un cambio de actitud, a veces muy sutil y en ocasiones no tanto. Entonces ves que inicia un prudente desplazamiento a otro punto, justo antes de que entre en escena otro ejemplar que a ti te parece de corpulencia similar, pero que evidentemente a él no. Se aparta ante la llegada de un congénere de rango superior. Estas jerarquías se establecen a comienzos de temporada y en ocasiones incluyen peleas entre machos de similar fortaleza. Para cuando llega el momento de las ruedas lo normal es que ya estén plenamente establecidas.
Dos ruedas a las 8:00 y a las 10:00 de la mañana hicieron de aquella una jornada francamente memorable, difícil de olvidar, por no decir imposible. Las pocas horas de sueño, los kilómetros conduciendo de noche, el largo paseo a oscuras hasta el hide cargado con todos los pertrechos, el frío y la humedad del rocío, las jornadas anteriores en las que se había vuelto uno de vacío, todos los sacrificios, de repente, merecieron la pena. Ya estoy contando los días para que llegue la siguiente primavera. Seguro que los futuros sacrificios volverán a compensar cuando uno de estos machos imponentes se pavoneen delante de una hembra y sin saberlo nos brinden la oportunidad de volverlos a disfrutar.
Nota: todas las imágenes que aquí vemos están hechas en la provincia de Salamanca, en todos los casos desde hides particulares, y se presentan en formato original, sin recortes ni reencuadres.
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Salamanca
29 de marzo de 2019
El inesperado
El no invitado. Este elemento se presentó a la mesa sin que nadie lo invitara, aunque como buen anfitrión me cuidé de no hacérselo saber y me comporté con la mayor de las hospitalidades de que hago gala. Dejé que comiera sin reparos hasta que, igual que vino, decidió dejarme. Quizás nos volvamos a ver en algún otro ágape, ¡quién sabe!
El buitre negro (Aegyius monachus), del que ya hemos visto aquí imágenes en varias ocasiones, es un ave formidable que engancha a quien lo tiene cerca. Su presencia altiva le confiere un aire de nobleza y majestuosidad que no presenta su primo, el buitre leonado. Siempre ha sido eso lo que más me ha llamado la atención de este animal, al que Félix Rodríguez de la Fuente llamaba "el monje". En esta ocasión la carroña tierna de una cordera que había muerto el día anterior, fue suficiente para que desayunara cómodamente, sin tener que compartir con otros invitados el plato. De hecho yo no esperaba a este comensal, sino a mis amigos los milanos, lo que hizo que la distancia al mantel fuera escasa para mi teleobjetivo. No fue fácil hacer que entrara todo su enorme corpachón en los encuadres, e hice lo que pude o supe. El convertidor 1,4X permitió acercarme un poquito más aún (por si no estaba ya demasiado cerca) y sacar algún detalle de su comportamiento a la hora de alimentarse. Siempre se comenta que esta especie prefiere la carne a las vísceras -al contrario que el leonado, que no le hace nunca un feo a buen paquete intestinal- y en esta ocasión cumplió con lo esperado. Desgarraba tiras de músculo con la sencillez con la que el cuchillo de un matarife hace su trabajo, sin esfuerzo alguno. Se olvidó por completo de las vísceras que afloraban por el vientre, abierto por un perro previamente, y se centró en patas y hombros. El poco peso de la cordera para un ave de este tamaño facilitaba al buitre moverlo sin miramientos de un sitio a otro.
El comportamiento de los buitres delante de una carroña siempre es una caja de sorpresas y la incertidumbre está asegurada. Pueden posarse a cincuenta metros de ella y tumbarse al sol toda la mañana sin acercarse a comer para luego partir volando con tranquilidad y sin probar bocado, o pueden estar una semana rebañando una carcasa reseca y despreciar una oveja nueva a poca distancia durante tres días para, finalmente, marcharse sin probarla.
¡Excéntricos!
Este ejemplar adulto estuvo alimentándose solo, sin el incordio de ningún otro congénere cerca con el que pelearse por la pitanza, lo que le permitió hacerlo con relativa rapidez, hasta que decidió volar a media mañana. Sin embargo, cuando algunos ejemplares entran solitarios o en un número muy reducido a una carroña lo normal es que el nerviosismo y la intranquilidad hagan que estén atentos a todo cuanto les rodea, y eleven el vuelo al menor atisbo de peligro. De ahí que les guste alimentarse en espacios abiertos, lo que les facilita controlar posibles enemigos. Este ejemplar actuó como era de esperar: tardó en entrar a la carroña, andando con precaución desde el punto en el que se posó previamente, a cincuenta o sesenta metros de distancia; luego, una vez que empezó a saborear la carne roja, se relajó y comió con tranquilidad hasta que decidió que era suficiente y se marchó. Nunca llegó a mirar hacia el hide buscando la procedencia del ruido de mis disparos. No hubo molestias humanas de otro tipo, ni vehículos pasando cerca, ni ciclistas, ni perros. Nada. Todo transcurrió en perfecta armonía. Y así, sin estreses de ningún tipo, comió y se fue, lo que resulta en un verdadero placer el hecho de enclaustrase en el hide. Por la tarde cinco negros y varios leonados volvieron a entrar al cadáver y dieron buena cuenta de lo que quedaba de él, aunque yo ya no andaba por la zona.
Nota: como siempre, fotos en formato original, sin recortes o reencuadres.
El buitre negro (Aegyius monachus), del que ya hemos visto aquí imágenes en varias ocasiones, es un ave formidable que engancha a quien lo tiene cerca. Su presencia altiva le confiere un aire de nobleza y majestuosidad que no presenta su primo, el buitre leonado. Siempre ha sido eso lo que más me ha llamado la atención de este animal, al que Félix Rodríguez de la Fuente llamaba "el monje". En esta ocasión la carroña tierna de una cordera que había muerto el día anterior, fue suficiente para que desayunara cómodamente, sin tener que compartir con otros invitados el plato. De hecho yo no esperaba a este comensal, sino a mis amigos los milanos, lo que hizo que la distancia al mantel fuera escasa para mi teleobjetivo. No fue fácil hacer que entrara todo su enorme corpachón en los encuadres, e hice lo que pude o supe. El convertidor 1,4X permitió acercarme un poquito más aún (por si no estaba ya demasiado cerca) y sacar algún detalle de su comportamiento a la hora de alimentarse. Siempre se comenta que esta especie prefiere la carne a las vísceras -al contrario que el leonado, que no le hace nunca un feo a buen paquete intestinal- y en esta ocasión cumplió con lo esperado. Desgarraba tiras de músculo con la sencillez con la que el cuchillo de un matarife hace su trabajo, sin esfuerzo alguno. Se olvidó por completo de las vísceras que afloraban por el vientre, abierto por un perro previamente, y se centró en patas y hombros. El poco peso de la cordera para un ave de este tamaño facilitaba al buitre moverlo sin miramientos de un sitio a otro.
El comportamiento de los buitres delante de una carroña siempre es una caja de sorpresas y la incertidumbre está asegurada. Pueden posarse a cincuenta metros de ella y tumbarse al sol toda la mañana sin acercarse a comer para luego partir volando con tranquilidad y sin probar bocado, o pueden estar una semana rebañando una carcasa reseca y despreciar una oveja nueva a poca distancia durante tres días para, finalmente, marcharse sin probarla.
¡Excéntricos!
Este ejemplar adulto estuvo alimentándose solo, sin el incordio de ningún otro congénere cerca con el que pelearse por la pitanza, lo que le permitió hacerlo con relativa rapidez, hasta que decidió volar a media mañana. Sin embargo, cuando algunos ejemplares entran solitarios o en un número muy reducido a una carroña lo normal es que el nerviosismo y la intranquilidad hagan que estén atentos a todo cuanto les rodea, y eleven el vuelo al menor atisbo de peligro. De ahí que les guste alimentarse en espacios abiertos, lo que les facilita controlar posibles enemigos. Este ejemplar actuó como era de esperar: tardó en entrar a la carroña, andando con precaución desde el punto en el que se posó previamente, a cincuenta o sesenta metros de distancia; luego, una vez que empezó a saborear la carne roja, se relajó y comió con tranquilidad hasta que decidió que era suficiente y se marchó. Nunca llegó a mirar hacia el hide buscando la procedencia del ruido de mis disparos. No hubo molestias humanas de otro tipo, ni vehículos pasando cerca, ni ciclistas, ni perros. Nada. Todo transcurrió en perfecta armonía. Y así, sin estreses de ningún tipo, comió y se fue, lo que resulta en un verdadero placer el hecho de enclaustrase en el hide. Por la tarde cinco negros y varios leonados volvieron a entrar al cadáver y dieron buena cuenta de lo que quedaba de él, aunque yo ya no andaba por la zona.
Nota: como siempre, fotos en formato original, sin recortes o reencuadres.
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