Por las callejas vacías de la ciudad dormida transito en los sueños con mis ojos bien abiertos y los párpados cerrados. Junto a sus edificios voy flotando entre duros adoquines grises y blanda arenisca dorada. Me deslizo por sus esquinas y rincones, buscando entre palacios labrados esos lugares olvidados, regazos decrépitos y desatendidos, invisibles andurriales desamparados. Voy evocando como míos sus desconchones y abandonos, sus ruinas y sus sombras, su senectud y su pasado.
Ingrávido yo en mi ensueño, me elevo sobre los tejados, de crotoreos habitados, acariciando espadañas y azoteas, cruces y antenas, gárgolas y tejas.
Y abro los ojos al orto. Y despierto.
Y despierto yo y despierta ella, la vieja ciudad soñada, esta mañana de mayo con lluvia de primavera.
28 de mayo de 2013
25 de mayo de 2013
Trabajando con la 9 x 12
Trabajar con la cámara de placas era otra historia. Se necesitaba tiempo, reflexión, saber lo que buscabas y seguridad; mucha seguridad. No podías fotografiar con la mentalidad digital actual, en donde un fotógrafo, además de saber perfectamente cómo ha de conseguir lo que busca, tiene mucho margen de maniobra observando en el respaldo el resultado con su histograma, y haciendo en el momento las correcciones que considere oportunas para mejora la toma. Puede disparar cuantas veces quiera; es gratis y los resultados los valora al instante.
Con la cámara de gran formato esto no era posible. Lo peor no era que las placas fueran caras, sino que no se vería el resultado hasta horas o días después. En el mejor de los casos, si te encontrabas trabajando en una ciudad que contara con un laboratorio profesional, hacías el trabajo por la mañana y lo llevabas corriendo a revelar para disponer aún de la tarde en el caso de que algún desastre estrepitoso hubiera dado al traste con la sesión matinal. La mejor opción entonces era contar con las, no menos caras, imágenes Polaroid. Las usábamos como prueba; e interpretándolas y haciendo caso omiso de su exceso de contraste, decidíamos si todo estaba en orden. Tras medir la luz con el fotómetro y observar con detenimiento el encuadre, se enfocaba con una lupa cuenta-hilos sobre la lente fresnel de la cámara. Finalmente, cuando considerábamos que todo estaba en su sitio, introducíamos en el respaldo de la cámara descentrable el chasis con las dos diapositivas de 9 x 12 cm, retirábamos la placa de protección y disparábamos con suavidad a través del cable disparador. La primera foto estaba resuelta. Volvíamos a introducir la placa de protección, extraíamos el chasis y le dábamos la vuelta, repitiendo el proceso con la segunda transparencia y con una nueva exposición para asegurar el trabajo. Ocasionalmente gastábamos tres placas, en aquellos casos en los que no te podías permitir retrasos en la entrega del trabajo o cuando la imagen era especialmente compleja. Ya en el estudio, extraías en el cuarto oscuro las placas expuestas, las introducías en su sobre negro, opaco a la luz, y este a su vez en su caja de cartón con doble tapadera, para que el hermetismo a la luz fuera absoluto. Lo introducías todo en el sobre del laboratorio y el correo lo recogía. Ya sólo quedaba esperar un par de días para ver el resultado.
¿Os lo imagináis ahora? ¡¡Un par de días para ver la fotografía!!
Con la cámara de gran formato esto no era posible. Lo peor no era que las placas fueran caras, sino que no se vería el resultado hasta horas o días después. En el mejor de los casos, si te encontrabas trabajando en una ciudad que contara con un laboratorio profesional, hacías el trabajo por la mañana y lo llevabas corriendo a revelar para disponer aún de la tarde en el caso de que algún desastre estrepitoso hubiera dado al traste con la sesión matinal. La mejor opción entonces era contar con las, no menos caras, imágenes Polaroid. Las usábamos como prueba; e interpretándolas y haciendo caso omiso de su exceso de contraste, decidíamos si todo estaba en orden. Tras medir la luz con el fotómetro y observar con detenimiento el encuadre, se enfocaba con una lupa cuenta-hilos sobre la lente fresnel de la cámara. Finalmente, cuando considerábamos que todo estaba en su sitio, introducíamos en el respaldo de la cámara descentrable el chasis con las dos diapositivas de 9 x 12 cm, retirábamos la placa de protección y disparábamos con suavidad a través del cable disparador. La primera foto estaba resuelta. Volvíamos a introducir la placa de protección, extraíamos el chasis y le dábamos la vuelta, repitiendo el proceso con la segunda transparencia y con una nueva exposición para asegurar el trabajo. Ocasionalmente gastábamos tres placas, en aquellos casos en los que no te podías permitir retrasos en la entrega del trabajo o cuando la imagen era especialmente compleja. Ya en el estudio, extraías en el cuarto oscuro las placas expuestas, las introducías en su sobre negro, opaco a la luz, y este a su vez en su caja de cartón con doble tapadera, para que el hermetismo a la luz fuera absoluto. Lo introducías todo en el sobre del laboratorio y el correo lo recogía. Ya sólo quedaba esperar un par de días para ver el resultado.
¿Os lo imagináis ahora? ¡¡Un par de días para ver la fotografía!!
24 de mayo de 2013
El espíritu de superación
Abro el viejo baúl cubierto de polvo y telarañas situado en un rincón del sobrado. El olor a humedad de los viejos lugares cerrados y mal ventilados invade el desván, con el techo a dos aguas, soportado por carcomidos fustes y tirantes de madera. Del baúl van emergiendo objetos antiguos que yo nunca llegué a conocer, en forma de viejos juguetes, tulipas rotas de bellos quinqués de petróleo o de una roída enciclopedia escolar. Entre la mezcolanza de objetos que veo, recojo un viejo libro que habla de exploradores árticos, de cartógrafos en las junglas de Nueva Guinea, tramperos en las infinitas extensiones boscosas de la última frontera americana y de alpinistas abriendo rutas en los valles más recónditos de Los Andes y el Himalaya. Una vieja foto llama poderosamente mi atención y acerco a ella mi mirada con curiosidad. Se trata de un montañero intentando una gran cumbre. En ella, un ser diminuto, insignificante, aparece bajo una gran mole montañosa, bajo precipicios de hielo y roca. ¿Quién sería aquel hombre? Un ser minúsculo enfrentándose a las fuerzas de la naturaleza más hostil. A la altura. A la vertical. Al frío, al viento, a las inclemencias. A la soledad. Me imagino su viejo y pesado equipo de fabricación casera y artesanal. Aunque la fotografía es muchos años posterior, bajo ella reza la siguiente frase: "Matias Zurbriggen se convierte el 14 de enero de 1897 en el primer hombre en alcanzar la cumbre de la montaña más alta de las dos Américas, el Aconcagua, de 7.035 m".
Su espíritu desborda la fotografía amarillenta y sucia. El espíritu que ha impulsado al ser humano a superar retos descomunales, enfrentándose no solo a las dificultades que la naturaleza le plantea, si no a las de sus propias limitaciones físicas y psicológicas, mucho más importantes. El mismo espíritu que ha movido civilizaciones enteras y nos ha hecho avanzar hasta lo que hoy somos. Para lo bueno y para lo malo.
Miro la fotografía y me pregunto quién sería aquel hombre anónimo que caminó un siglo atrás bajo el peso de su mochila, con la mente puesta en una cumbre, y con el mismo espíritu con el que hoy seguimos ascendiendo nuestras propias limitaciones.
Su espíritu desborda la fotografía amarillenta y sucia. El espíritu que ha impulsado al ser humano a superar retos descomunales, enfrentándose no solo a las dificultades que la naturaleza le plantea, si no a las de sus propias limitaciones físicas y psicológicas, mucho más importantes. El mismo espíritu que ha movido civilizaciones enteras y nos ha hecho avanzar hasta lo que hoy somos. Para lo bueno y para lo malo.
Miro la fotografía y me pregunto quién sería aquel hombre anónimo que caminó un siglo atrás bajo el peso de su mochila, con la mente puesta en una cumbre, y con el mismo espíritu con el que hoy seguimos ascendiendo nuestras propias limitaciones.
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21 de mayo de 2013
Amarillo sobre verde
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18 de mayo de 2013
El ojo del dragón
Me mira desde sus cincuenta pies de altura. Su mirada fría y animal se detiene en mi insignificante y vulnerable presencia. Su respiración lo envuelve todo, retumba a mi alrededor como la caldera de un volcán, con un sonido cavernoso, sordo y profundo, haciendo difícil la respiración en una atmósfera que se ha vuelto repentinamente espesa y densa. Agacha su enorme calavera cubierta de finas y puntiagudas escamas alrededor de sus ojos escarlatas; escamas que se vuelven grandes y lisas en su cuello. Se fija y se acerca. Me observa y decide si merece la pena dedicar un segundo a aniquilarme. Resopla encima mío, el dragón.
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