Nomadeo por carreteruchas del centro peninsular disfrutando de cañones, románico rural y pueblos monumentales cuando me sorprenden unas salinas de interior en medio de un amplio valle. Aquí no huele a mar, no hay gaviotas sobrevolando el paisaje ni yo serpenteo por la costa, pero la sal me rodea. Balsas de aguas someras se intercalan con otras petrificadas, y algunas superficies del suelo permanecen blancas, forradas de una capa de sal que las tapiza y camufla. Aquí, las huellas de un caminante quedaron como fosilizadas; allí, las piedras y cuantos objetos permanecen en el suelo se tapizaron por un caparazón como de hielo; más allá, los montones de sal se acumulan junto a la carretera y asemejan hielos de sucios glaciares agrietados, duros y crujientes bajo mis pies. Todo toma color de sal.
20 de octubre de 2015
15 de octubre de 2015
Apocalipsis
Separo el ojo del ocular un momento, levanto la cabeza y veo repentinamente el mundo del revés. Es como si estuviera sumergido muchos metros en el mar mirando hacia arriba. Flotando, miro desde las profundidades cómo la superficie del agua se balancea amablemente, dibujando líneas alargadas, suaves y ondulantes.
Sujeto el trípode fuertemente por debajo de la rótula con la cámara montada y salgo disparado como por efecto de un resorte. Paso corriendo al lado de la furgoneta -donde mi familia espera paciente al abrigo del aire- y desaparezco tras una vieja construcción. Se me quedan mirando sorprendidos, preguntándose qué mosca me ha picado, y acto seguido Pablo arranca su cámara del asiento y abandona a toda prisa el vehículo protector sin saber aún qué me ha llamado tan poderosamente la atención, pero intuyendo que merecerá la pena al verme correr y cruzar la carretera como alma que lleva el diablo. Tras la vieja casa me ve corriendo de un lugar a otro buscando un ángulo mejor, una composición o un motivo que situar en primer plano; algo con lo que componer esa extraña superficie del mar vista desde las profundidades. Nos da tiempo a hacer apenas seis o siete fotografías antes de que las fluidas superficies desaparecen de la misma forma que llegaron.
¡Lástima de sitio! ¡Si lo llegamos a pillar con un buen primer plano con el que componer la escena...!
Sujeto el trípode fuertemente por debajo de la rótula con la cámara montada y salgo disparado como por efecto de un resorte. Paso corriendo al lado de la furgoneta -donde mi familia espera paciente al abrigo del aire- y desaparezco tras una vieja construcción. Se me quedan mirando sorprendidos, preguntándose qué mosca me ha picado, y acto seguido Pablo arranca su cámara del asiento y abandona a toda prisa el vehículo protector sin saber aún qué me ha llamado tan poderosamente la atención, pero intuyendo que merecerá la pena al verme correr y cruzar la carretera como alma que lleva el diablo. Tras la vieja casa me ve corriendo de un lugar a otro buscando un ángulo mejor, una composición o un motivo que situar en primer plano; algo con lo que componer esa extraña superficie del mar vista desde las profundidades. Nos da tiempo a hacer apenas seis o siete fotografías antes de que las fluidas superficies desaparecen de la misma forma que llegaron.
¡Lástima de sitio! ¡Si lo llegamos a pillar con un buen primer plano con el que componer la escena...!
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11 de octubre de 2015
El carnero y el milano
Como en una fábula que se presta a enseñanzas y moralejas,
observo al milano real (Milvus milvus) cruzando su mirada con las oscuras y lúgubres cuencas vacías del carnero muerto, rodeados ambos del zumbido de una miríada de moscas. Parece darle las gracias por permitirle a él alimentarse de su carne todavía blanda, ahora que ya no le sirve para mover su macizo corpachón entre los congéneres del rebaño en busca de ovejas que cubrir. Parece ofrecerle sus disculpas por ayudarse de sus magros tejidos rojos para sobrevivir una jornada más. Posado sobre el mullido vientre del viejo semental, parece el milano rendir pleitesía a tanta generosidad.
De las vísceras del animal, apenas emergentes, comienzan a desprenderse, aunque todavía de un modo tímido, efluvios de podredumbre y putrefacción; el hedor de las partes blandas fermentando bajo el sol. El carnero ofrenda al milano sus cuartos traseros gracias a que hace tan solo un par de horas quedaron expuestos al calor y a las moscas bajo los picos fuertes de varios buitres; buitres que al poco levantaron el vuelo asustados por los perros que custodian el rebaño. Con su ganchudo pico desgarra el milano migajas de carne que engulle con un gesto cotidiano, haciendo desaparecer bajo sus afiladas uñas el músculo que hasta hace tan solo un poco rodeaba huesos.
La muerte, como parte fundamental de un ciclo eterno, da paso a la vida, porque la expiración de unos es la subsistencia de otros. Con su muerte, el carnero permite vivir a quien de él se alimente, limitándose todo, al final, a algo tan frío y aséptico como la mera circulación de la energía.
Una hora después de comenzar, el siempre espectacular milano real agradece la ofrenda de su carne y abandona el cadáver definitivamente. Allí lo olvida para que otros se sirvan de él, rodeado de avispas y moscas. Las primeras pellizcarán igualmente minúsculas hebras de grasa y tejidos; las segundas pondrán sus huevos y chuparán sus fluídos.
El ciclo continúa.
observo al milano real (Milvus milvus) cruzando su mirada con las oscuras y lúgubres cuencas vacías del carnero muerto, rodeados ambos del zumbido de una miríada de moscas. Parece darle las gracias por permitirle a él alimentarse de su carne todavía blanda, ahora que ya no le sirve para mover su macizo corpachón entre los congéneres del rebaño en busca de ovejas que cubrir. Parece ofrecerle sus disculpas por ayudarse de sus magros tejidos rojos para sobrevivir una jornada más. Posado sobre el mullido vientre del viejo semental, parece el milano rendir pleitesía a tanta generosidad.
De las vísceras del animal, apenas emergentes, comienzan a desprenderse, aunque todavía de un modo tímido, efluvios de podredumbre y putrefacción; el hedor de las partes blandas fermentando bajo el sol. El carnero ofrenda al milano sus cuartos traseros gracias a que hace tan solo un par de horas quedaron expuestos al calor y a las moscas bajo los picos fuertes de varios buitres; buitres que al poco levantaron el vuelo asustados por los perros que custodian el rebaño. Con su ganchudo pico desgarra el milano migajas de carne que engulle con un gesto cotidiano, haciendo desaparecer bajo sus afiladas uñas el músculo que hasta hace tan solo un poco rodeaba huesos.
La muerte, como parte fundamental de un ciclo eterno, da paso a la vida, porque la expiración de unos es la subsistencia de otros. Con su muerte, el carnero permite vivir a quien de él se alimente, limitándose todo, al final, a algo tan frío y aséptico como la mera circulación de la energía.
Una hora después de comenzar, el siempre espectacular milano real agradece la ofrenda de su carne y abandona el cadáver definitivamente. Allí lo olvida para que otros se sirvan de él, rodeado de avispas y moscas. Las primeras pellizcarán igualmente minúsculas hebras de grasa y tejidos; las segundas pondrán sus huevos y chuparán sus fluídos.
El ciclo continúa.
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7 de octubre de 2015
Velando armas
Nos acercamos al grupo de siete machos muy despacio, dejándonos ver desde mucha distancia para no espantarlos apareciendo repentinamente en su campo visual. Según vamos acortando el espacio que nos separa de ellos nos paramos en repetidas ocasiones, caminamos de modo oblicuo a su posición, nos sentamos y al principio incluso evitamos mirarlos directamente, como si la cosa no fuera con ellos. Así vamos ascendiendo penosamente por la ladera hasta que, por fin, podemos dejar nuestras engorrosas mochilas al resguardo de una piedra llamativa y prominente (para luego localizarlas sin problema) y proseguimos con el final del acercamiento. Los hemos rodeado por una loma cubierta de piornos hasta situarnos con el sol a nuestra espalda. No hay prisa, no tendrían por qué asustarse y deberían admitir nuestra presencia hasta una reducida distancia.
Los machos de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) son animales tranquilos, acostumbrados en algunos de estos valles de origen glaciar a la presencia continua de excursionistas y montañeros y, por lo tanto, sencillos de fotografiar. De hecho, generalmente admiten mejor la presencia humana cercana que los grupos de hembras con crías. Además, los animales más viejos y experimentados son a menudo más confiados que los jóvenes, lo que para la fotografía de fauna no deja de ser un gran aliciente.
Nosotros, con el permiso de la administración del parque en la mochila, nos prestamos a complacernos de su compañía durante varias horas. Ellos, sestean, se relajan, se tumban. Cambian de postura. Se rascan. A alguno se le cae la cabeza bajo el peso de sus cuernas mientras dormita indolente. Ramonean el matorral. Engordan y ahorran energías.
En unas semanas la cuestión será bien distinta.
Mientras permanecemos junto al rebaño -componiendo como podemos dentro de lo poco atractivo que es el entorno en el que se encuentra, y teniendo además que esquivar continuamente en los encuadres las ramas blancas de los piornos quemados-, pienso en el período de celo que se barrunta de un modo inminente en el ambiente. De hecho, algunos testarazos tímidos comienzan a retumbar ya por el valle, aunque más parezcan aún un juego que otra cosa. Aún es pronto. Los grandes cabrones velan todavía sus armas.
Pero pronto los combates resonarán e impregnarán la atmósfera otoñal de la alta montaña. Su gregarismo entonces se diluirá y la actual paz y armonía que impera en los grupos de machos se romperá y dará paso a un período de varias semanas en las que los grandes sementales, con mejor estado físico y mayores cornamentas, impondrán su tiranía a la hora de cubrir a las hembras. Será su momento. Y será también el nuestro.
Por ahora, nosotros nos relajamos al lado de su descanso, deleitándonos con su imponente presencia, de sus corpachones macizos, de sus enormes y temibles defensas desgastadas, melladas en tantas luchas. Nos distraemos a la espera de poder estar aquí presentes cuando dentro de unas semanas hayan dejado de velar sus armas y el fragor de sus combates resuenen un año más en la montaña.
Los machos de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) son animales tranquilos, acostumbrados en algunos de estos valles de origen glaciar a la presencia continua de excursionistas y montañeros y, por lo tanto, sencillos de fotografiar. De hecho, generalmente admiten mejor la presencia humana cercana que los grupos de hembras con crías. Además, los animales más viejos y experimentados son a menudo más confiados que los jóvenes, lo que para la fotografía de fauna no deja de ser un gran aliciente.
Nosotros, con el permiso de la administración del parque en la mochila, nos prestamos a complacernos de su compañía durante varias horas. Ellos, sestean, se relajan, se tumban. Cambian de postura. Se rascan. A alguno se le cae la cabeza bajo el peso de sus cuernas mientras dormita indolente. Ramonean el matorral. Engordan y ahorran energías.
En unas semanas la cuestión será bien distinta.
Mientras permanecemos junto al rebaño -componiendo como podemos dentro de lo poco atractivo que es el entorno en el que se encuentra, y teniendo además que esquivar continuamente en los encuadres las ramas blancas de los piornos quemados-, pienso en el período de celo que se barrunta de un modo inminente en el ambiente. De hecho, algunos testarazos tímidos comienzan a retumbar ya por el valle, aunque más parezcan aún un juego que otra cosa. Aún es pronto. Los grandes cabrones velan todavía sus armas.
Pero pronto los combates resonarán e impregnarán la atmósfera otoñal de la alta montaña. Su gregarismo entonces se diluirá y la actual paz y armonía que impera en los grupos de machos se romperá y dará paso a un período de varias semanas en las que los grandes sementales, con mejor estado físico y mayores cornamentas, impondrán su tiranía a la hora de cubrir a las hembras. Será su momento. Y será también el nuestro.
Por ahora, nosotros nos relajamos al lado de su descanso, deleitándonos con su imponente presencia, de sus corpachones macizos, de sus enormes y temibles defensas desgastadas, melladas en tantas luchas. Nos distraemos a la espera de poder estar aquí presentes cuando dentro de unas semanas hayan dejado de velar sus armas y el fragor de sus combates resuenen un año más en la montaña.
28 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas VI: el pájaro azul turquesa
Hace una mañana digamos que "fresca" dentro del hide. La humedad de la ribera no ayuda a entrar en calor, y el gorro de forro polar y la braga para el cuello se vuelven ya necesarios. Con el alba la voz corta y aguda del martín pescador (Alcedo athis) lo delata rápidamente, aún antes de que en la penumbra podamos verlo volar, recto y rápido sobre el cauce medio seco del río. Al principio solo lo adivinamos. Con la tranquilidad que da el saber que su presencia está asegurada, la emoción se reserva a si se posará donde nosotros queremos o no, así como a, en caso afirmativo, cuántas veces lo hará y durante cuánto tiempo.
Este tramo del cauce fluvial lo ocupa una pareja. Por él patrullan arriba y abajo, posándose en un gran número de ramas y atalayas rocosas desde las que defienden el territorio de otros congéneres (al menos en el período reproductor) y acechan a sus presas. Es tal la cantidad de piedras que afloran en estos caozos que en prácticamente todas ellas acaban posándose antes o después, además de en los fresnos y zarzas que jalonan las orillas. Una vez identificada una de sus perchas favoritas, a la cual regresaba con una discreta insistencia uno de los ejemplares, fue un poco más sencillo rematar las sesiones con una última mañana un poco más fructífera -aunque aún muy mejorable, por supuesto-. Pero no penséis que es así de sencillo: observar dónde se posa y situar delante el hide. No. La orientación de sus posaderos respecto de la salida del sol y el recorrido que este describe durante la mañana, la altura del mismo, las luces y, sobre todo, las sombras que en esos puntos exactos proyectan los árboles de las orillas, así como los fondos que aparecerán en las fotos tras el animal, hacen que no sea factible el trabajo fotográfico en gran parte de los mismos. Por si estas fuera pocas cuestiones a tener en cuenta, hemos de prestar además atención a su propia ubicación, es decir a la localización más o menos escondida o accesible para el ganado y las personas, que no pocas veces desbaratan una sesión fotográfica.
Así pues, con un poco de paciencia esperamos que se acomode en el lugar en el que a nosotros nos interesa este pequeño pájaro de potente pico, habilidad especial para la pesca y colores más que sorprendentes.
Tras varias jornadas agazapados entre estos caozos y marmitas de gigante en tres puntos diferentes del río, pudimos comprobar que, a pesar de que ambos miembros de la pareja sobrevuelan los mismos tramos del cauce, siempre se posaron él en las mismas piedras de una poza, y ella en las mismas atalayas de otra. No pudimos en ningún caso verles o hacerles fotos a ambos en el mismo posadero. Ni juntos, ni por separado. Quizás tenga que ver simplemente con la costumbre y con que, aunque ambos compartan el mismo territorio, cada uno de ellos pudiera tener establecida una rutina de uso específico de ciertos posaderos desde los que otear la pesca o descansar. A lo mejor todo es una simple cuestión de preferencias, o puede que fuera de la época de reproducción se eviten mutuamente aún manteniendo el aprovechamiento común del mismo tramo fluvial.
Sea como fuere, las fotos se van sucediendo, mientras en mi cabeza especulo cómo hacer que se suban en los posaderos que yo le pueda colocar y cómo evitar que estos acaben por los suelos si una vaca tiene la idea peregrina de llegar hasta aquí para beber. Varios madrugones después nos vamos satisfechos de cómo se han portado con nosotros esta pareja de martines pescadores y, aunque no van a ser las sesiones definitivas a la espera de otro momento del año en el que intentaremos pulir los resultados, por ahora damos por concluidas nuestras visitas al lugar (¡quién lo pillara a pocos kilómetros de casa!)
Debajo os dejo dos retratos (recortes de las fotos originales) de nuestra pareja. El macho arriba, con su pico completamente negro, y la hembra debajo, con su característica coloración naranja en la parte inferior del mismo.
Este tramo del cauce fluvial lo ocupa una pareja. Por él patrullan arriba y abajo, posándose en un gran número de ramas y atalayas rocosas desde las que defienden el territorio de otros congéneres (al menos en el período reproductor) y acechan a sus presas. Es tal la cantidad de piedras que afloran en estos caozos que en prácticamente todas ellas acaban posándose antes o después, además de en los fresnos y zarzas que jalonan las orillas. Una vez identificada una de sus perchas favoritas, a la cual regresaba con una discreta insistencia uno de los ejemplares, fue un poco más sencillo rematar las sesiones con una última mañana un poco más fructífera -aunque aún muy mejorable, por supuesto-. Pero no penséis que es así de sencillo: observar dónde se posa y situar delante el hide. No. La orientación de sus posaderos respecto de la salida del sol y el recorrido que este describe durante la mañana, la altura del mismo, las luces y, sobre todo, las sombras que en esos puntos exactos proyectan los árboles de las orillas, así como los fondos que aparecerán en las fotos tras el animal, hacen que no sea factible el trabajo fotográfico en gran parte de los mismos. Por si estas fuera pocas cuestiones a tener en cuenta, hemos de prestar además atención a su propia ubicación, es decir a la localización más o menos escondida o accesible para el ganado y las personas, que no pocas veces desbaratan una sesión fotográfica.
Así pues, con un poco de paciencia esperamos que se acomode en el lugar en el que a nosotros nos interesa este pequeño pájaro de potente pico, habilidad especial para la pesca y colores más que sorprendentes.
Tras varias jornadas agazapados entre estos caozos y marmitas de gigante en tres puntos diferentes del río, pudimos comprobar que, a pesar de que ambos miembros de la pareja sobrevuelan los mismos tramos del cauce, siempre se posaron él en las mismas piedras de una poza, y ella en las mismas atalayas de otra. No pudimos en ningún caso verles o hacerles fotos a ambos en el mismo posadero. Ni juntos, ni por separado. Quizás tenga que ver simplemente con la costumbre y con que, aunque ambos compartan el mismo territorio, cada uno de ellos pudiera tener establecida una rutina de uso específico de ciertos posaderos desde los que otear la pesca o descansar. A lo mejor todo es una simple cuestión de preferencias, o puede que fuera de la época de reproducción se eviten mutuamente aún manteniendo el aprovechamiento común del mismo tramo fluvial.
Sea como fuere, las fotos se van sucediendo, mientras en mi cabeza especulo cómo hacer que se suban en los posaderos que yo le pueda colocar y cómo evitar que estos acaben por los suelos si una vaca tiene la idea peregrina de llegar hasta aquí para beber. Varios madrugones después nos vamos satisfechos de cómo se han portado con nosotros esta pareja de martines pescadores y, aunque no van a ser las sesiones definitivas a la espera de otro momento del año en el que intentaremos pulir los resultados, por ahora damos por concluidas nuestras visitas al lugar (¡quién lo pillara a pocos kilómetros de casa!)
Debajo os dejo dos retratos (recortes de las fotos originales) de nuestra pareja. El macho arriba, con su pico completamente negro, y la hembra debajo, con su característica coloración naranja en la parte inferior del mismo.
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